Universidad y democracia
”Autonomía, libertad académica y autogobierno institucional son tres asuntos relacionados en la historia reciente de las universidades. Sin embargo, esta combinación de elementos se expresa en plenitud solo en sistemas democráticos”.

Hay tres asuntos íntimamente relacionados en la historia reciente de las universidades: su autonomía, libertad académica y autogobierno institucional. La propia idea de universidad —desde Guillermo von Humboldt en Berlín de comienzos del siglo XIX hasta el Índice 2025 de Libertad Académica de la Friedrich-Alexander-Universität— se funda sobre esa trilogía de elementos.
La autonomía hace posible y protege el autogobierno de las instituciones y crea, a la vez, el ambiente para que florezcan las libertades de enseñar, investigar y aprender.
Sin embargo, esta combinación de elementos se expresa en plenitud solo en sistemas democráticos. En la medida que estos últimos decrecen, o atraviesan crisis turbulentas, o dan paso a sistemas semidemocráticos con incrustaciones autoritarias, también el Índice de Libertad Académica retrocede. Así viene ocurriendo durante los últimos años en países tan diversos como EE.UU., Argentina, Bolivia, Israel, Palestina/Gaza, Portugal, México, Lituania, Georgia, Turquía y Hungría, entre otros.
Sin duda, Estados Unidos es el caso de mayor impacto mundial. Allí, desde el día uno, el gobierno Trump ha declarado una guerra contra las más reputadas universidades de dicho país, acusándolas de ser elitistas, culturalmente woke, favorecer políticas DEI (prodiversidad, equidad e inclusión), acoger el antisemitismo y acumular grandes patrimonios exentos de tributos.
Este ataque ideológico-cultural, en un cuadro de pretensiones autoritario-populistas y de cuestionamiento del Estado de Derecho y un orden internacional basado en reglas, es sin duda una versión extrema de un fenómeno más general de retroceso democrático. Sobre todo, por estar acompañado, en el caso de Trump, de una agresiva desconfianza hacia las ciencias, desprecio por las tecnocracias meritocráticas, una visión imperial de los intereses americanos y un fuerte cuestionamiento de la deliberación pública y el aprecio por la verdad.
Como aprendimos en Chile en el pasado no tan lejano, este tipo de ataques —cualquiera sea la forma que adopten— culmina con universidades vigiladas (como las llama Jorge Millas); pérdida de capacidades intelectuales, científicas y artísticas; retrocesos en las áreas de las ciencias sociales y las humanidades; debilitamiento de la tradición académica y fuga, exilio o retraimiento de las habilidades y talentos que los países requieren para desarrollarse en un mundo regido por la racionalidad científico-técnica.
Pero las amenazas no provienen solo del exterior. En América Latina, muchas universidades enfrentan tensiones endógenas, derivadas de estructuras de gobierno poco funcionales, mecanismos de representación mal concebidos y diseños normativos que confunden autonomía con prácticas corporativas de autogobierno.
De allí resultan modelos de gobernabilidad que privilegian la legitimidad interna —basada en la representación triestamental y la elección directa de autoridades—, pero que muestran severas limitaciones de efectividad y eficiencia.
Frente a la complejidad de las actuales organizaciones universitarias, y a los retos que ellas enfrentan para adaptarse a los cambios políticos, tecnológicos y financieros en curso, los gobiernos de asambleas corporativas se muestran además en exceso rígidos, pesados y lentos. No proporcionan el liderazgo requerido para hacer cambios, introducir innovaciones y emprender planes y estrategias de desarrollo de mediano o largo alcance.
Por el contrario, en Europa, pero también en EE.UU. y países del sudeste asiático, uno observa una activa experimentación con nuevas formas de gobierno universitario. En general, combinan juntas directivas que operan como órganos encargados de dirigir estratégicamente el rumbo misional de la universidad, cuidar su patrimonio e intervenir en la selección del rector. Habitualmente se hallan integradas por un número menor a 20 personas, miembros externos a la universidad por un lado y de representación interna por el otro, dirigido por un presidente con claras responsabilidades fiduciarias.
De la dirección y gestión diaria de la universidad se hace cargo un rector ejecutivo que cuenta con un potente equipo profesional de gestión. Es designado por la junta directiva —tras consultas con instancias participativas— ante la cual él (o ella) rinde cuentas por el desempeño y resultados de su gestión. El rector interviene decididamente, además, en la designación del restante aparato ejecutivo a nivel de facultades y escuelas.
La dirección superior de la organización se completa con un consejo académico (o senado), instancia deliberativa y consultiva que, en materias académicas, construye consensos y propone decisiones al rector.
En este último organismo, así como a nivel de los consejos de facultades y escuelas, pero sobre todo de los departamentos y programas, se expresa el poder colegial de los académicos, así como la participación de los estudiantes y del personal profesional y administrativo de la universidad. Más de algún lector(a) se preguntará si en este cuadro hay o no cabida para la tradicional autocomprensión latinoamericana de la institución como una democracia, por ende, como una arena de competencia política. ¿No debería ser el demos de la institución (su pueblo triestamental) quien, expresándose mediante sufragio igualitario, decida sobre los asuntos estratégicos, académicos y administrativos de la organización? Una respuesta más completa a esta pregunta deberá esperar a la siguiente columna.
Por ahora baste decir que, al igual que todas las demás organizaciones contemporáneas de similar complejidad —trátese de grandes laboratorios, empresas de alta tecnología, hospitales, oficinas clave de gobierno, iglesias, organizaciones de la defensa, burós profesionales, etc.— las universidades modernas no son un demos; un pueblo de ciudadanos votantes iguales.
Al contrario, las universidades son comunidades jerárquicas de saberes, integradas no por iguales, sino por maestros y estudiantes principalmente, quienes enseñan y aprenden en el ejercicio de roles necesariamente asimétricos. Los asuntos sustanciales —qué y cómo enseñar y examinar; qué y cómo investigar y publicar—se disciernen y resuelven colegialmente entre los académicos, en el seno de sus grupos epistémicos y en el marco de los deberes con la institución. A su turno, los procedimientos de convivencia y representación, de participación y bienestar, siguen reglas establecidas y crecientemente burocratizadas, donde deben primar criterios de bien común y mecanismos racionales de resolución de conflictos.
En suma, las universidades son redes de conversación: intergeneracional y pedagógica para la transmisión de las culturas profesionales, por un lado y, por el otro, entre especialistas y sus disciplinas para cultivar el conocimiento e, idealmente, alcanzar alguna forma de sabiduría.
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