Batalla por escándalos, medios de comunicación y élites políticas
Diciembre 4, 2024

Como era predecible, una vez cerrado el ciclo electoral -y a contramano de la generalizada opinión que anticipaba el comienzo de un ciclo de moderación- continuó, con renovada fuerza, la polarización dentro de la esfera política; la guerrilla (auto)destructiva entre élites, la dinámica de los escándalos a nivel de opinión pública masiva y las redes sociales, y una sorda sensación -en el seno de la sociedad civil- de que los problemas más urgentes permanecen sin solución.

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La esfera política democrática se mueve entre opuestos. De hecho, uno de los principales ejes de contraste es entre acuerdo y disensión o contienda. Se supone que hay un constante juego dialéctico entre ambos polos, con reglas para formar consensos y para disentir. Hay deliberación, negociación, competencia, votaciones, artilugios y también confrontación, hostigamiento, trampas e imposiciones.

En el transcurso de ese juego se gana o pierde y nadie puede, nunca, quedarse con la última palabra. Es lo propio de la democracia; un juego siempre abierto e incierto, donde es imposible detener la rueda de la fortuna. Como muestra claramente la experiencia chilena, desde hace casi 20 años existe alternancia en el poder; los incumbentes son sustituidos por los opositores. No se descarta que vuelva a ocurrir el próximo año.

Efectivamente, estamos en tiempos de cambiantes e inciertos balances de poder, con tendencias pendulares de un lado al otro del espectro político, cambios sucesivos de gobernantes y una acelerada circulación de élites, que además disputan entre sí en ambos sectores, a derechas e izquierdas de dicho espectro.

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Los resultados de las recientes elecciones comunales y regionales, unipersonales y de órganos colectivos, ofrecen un buen ejemplo de esas intensas dinámicas de competencia electoral. Estas, a la vez, expresan luchas entre y dentro de élites; confrontaciones ideológicas, comunicacionales y socioculturales en la esfera política y en las bases de la sociedad.

Las interpretaciones de dichos resultados son parte inherente de la propia lucha electoral; hacen parte de aquella manida fórmula según las cuales las elecciones no se pierden o ganan, sino que se explican. Los votos se cuentan; los relatos que los cargan de sentido construyen realidad. ¿Dato mata relato? No, al contrario: relato da vida al dato y lo hace hablar, le da contenido y lo transforma en parte de un discurso ideológico.

Situados en un espacio comunicacional en disputa, estos resultados, incluido el balotaje, significaron un revés (relativo a sus expectativas) para las derechas y un aliento episódico para las izquierdas. Aquellas rindieron por debajo de sus propias estimaciones y el de muchos expertos y analistas; estas mostraron un desempeño mejor de lo esperado y de lo anticipado por el propio oficialismo y los opositores.

Al interior de cada sector, los principales afectados fueron Republicanos en el extremo derecho y el PC+FA en el extremo izquierdo, aunque allí más el primero que el segundo. A la vez, en la diestra, Chile Vamos afirmó su hegemonía interna del sector, mientras en la siniestra se creó la imagen de una suerte de empate entre ambos bloques del oficialismo, con una leve (¿y sorpresiva?) ventaja para el Socialismo Democrático (más PDC). Incluso, más de algún nostálgico exclamó que cierto espíritu concertacionista volvía a hacerse presente en medio del polarizado cuadro político actual. Se trataba, en cualquier caso, de un triunfo relativo de fuerzas que, separadas, agonizan y que, aun sabiéndolo, no han podido fusionarse, renovarse y reconstituirse, quizá con las corrientes más socialdemócratas del FA.

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Estas lecturas, claro está, no se amarran a la “objetividad” de los datos, los datos desnudos, sino que se atienen a los relatos y su expresión en el espacio comunicacional. Ahí se han abierto paso y convertido en objeto de conversación política. Aparecen en las discusiones de los medios y entre las élites concurrentes, principales creadores de opinión en la esfera política.

Consecuencia principal de la lectura de estos relatos postelectorales es la siguiente. Que la sensación de triunfo anticipada por las derechas, acompañada de la convicción que dicho triunfo aseguraba desde ya la victoria de su candidata presidencial en 2025, se interrumpió y fue cuestionada -o puesta entre paréntesis- incluso por columnistas y dirigentes de derechas. ¿Una sobrereacción, quizá? No necesariamente, vista las debilidades del liderazgo de Matthei que aparecieron aquí y allá; la derrota sufrida por los candidatos opositores en la Región Metropolitana y de Valparaíso, y la equivocada estrategia de competición abrazada por las derechas que le llevaron a perder alcaldías y gobernaciones.

Nada de lo anterior resta al hecho de que todavía hoy la mayor probabilidad de ganar la próxima elección presidencial la tienen las derechas, bajo un triple supuesto y una condición negativa. Los supuestos son, primero, el de unidad en primera vuelta en torno a la candidatura más fuerte del sector; segundo, que ella represente ante el país una efectiva alternativa de cambio, sin caer en extremismos de tipo Partido Republicano, y, tercero, desembarazarse de la difundida percepción de que las derechas son, inevitablemente, una expresión de los poderes establecidos que, en su momento, Andrés Allamand bautizó como “poderes fácticos”.

A su turno, la condición negativa es que el gobierno de Boric permanezca enredado en sus propias fallas y errores y no logre salir de la actual situación que sus adversarios aprovechan para golpearlo mientras más desordenado se encuentra. O sea, si el oficialismo permanece en constante desarreglo -político, comunicacional, programático, parlamentario e ideológico- y no mejora su desempeño de generar gobernabilidad, evidentemente aumentan las posibilidades de las derechas de encabezar la próxima administración presidencial.

En este cuadro, no es menor el hecho que, hasta ahora, las fuerzas del centro hacia la izquierda carezcan de figuras que la opinión pública encuestada reconozca como posibles contendores presidenciales, aunque en sus filas cuenta con candidatos potenciales como (en orden alfabético) Bachelet, Marcel, Orrego, Tohá y Vodanovic, que podrían fácilmente hallarse presentes en cualquier análisis estratégico. En contra, podría argüirse, con razón, que las izquierdas están más lejos todavía que las derechas de convergen hacia una coalición única, vistas las reales diferencias ideológicas entre los dos bloques del actual oficialismo.

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La situación descrita -donde uno de los contendores, las derechas, tiene que mostrar capacidad de proyectarse hacia el futuro mientras el otro contendor, las izquierdas, depende de su actual desempeño y capacidad de salir del desorden- se presta, objetivamente, para que aquel explote y busque prolongar y acentuar las debilidades del adversario. Es decir, el contendor que corre con ventajas (las derechas), buscará ejercer -por todos los medios a su disposición- la máxima presión posible sobre el adversario en desorden, de manera de impedir que se estabilice, reorganice y fortalezca sus posibilidades competitivas.

Tal fue, por lo demás, la estrategia empleada por las izquierdas más radicales de entonces (FA+P.C. ) durante la crisis de gobernabilidad de octubre/noviembre de 2019, cuando el desorden e impericia del gobierno Piñera para enfrentar una rebelión violenta sumada a masivas protestas sociales, lo dejó en una posición de extrema debilidad y de riesgo para su propia continuidad institucional.

El actual estado de cosas tiene al gobierno confundido, desarreglado, y a la defensiva, pero no en una crisis terminal de legitimidad como ocurrió al gobierno Piñera. La estrategia opositora de las derechas, sin embargo, es similar a aquella empleada por las izquierdas radicales. Y la consigna es la misma: “golpear al enemigo cuando está desordenado”.

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Mirado el escenario desde cierta distancia y sine ira et studio, o sea, con desapasionamiento y relativa mesura, lo que se aprecia es, precisamente, una movilización política, mediática e ideológica para mantener en vilo a un gobierno de suyo desordenado, falto de coherencia y todavía inexperto en los manejos del poder y de las obligaciones gubernativas. Como ocurrió ayer al gobierno de Piñera II, el de Boric I está igualmente acorralado; aquel por las movilizaciones en las calles y una revuelta anárquica, este por el fuego cruzado de los escándalos que amenaza con dejar tras de sí humo y destrucción.

El ciclo de escándalos abierto con el caso Fundaciones, apuntando a la imagen vética del FA y el gobierno; seguido del caso Hermosilla/Audio que tocó directamente al poder judicial, a la fiscalía y a la PDI, rebotando sobre el gobierno y su desempeño en el ámbito de la seguridad; continuando luego con el escándalo Monsalve que llega doblemente al corazón del aparato policial y securitario del Estado por un lado y, por el otro, del compromiso feminista del gobierno, para terminar la semana pasada con el affaire “imágenes íntimas” que más parece la fabricación de un escándalo que uno real, ese ciclo, digo, expresa bien una trayectoria de acoso y hostigamiento al gobierno y su núcleo en torno a la presidencia.

Del lado de los “poderes fácticos”-así designados por Allamand- que luego fueron estudiados seriamente en cuanto a su participación política durante la transición y hasta hoy (véase, por ejemplo, aquí y aquí), estos se entendían durante el transcurso de aquella fase inicial como constituidos “por las Fuerzas Armadas, El Mercurio, y los empresarios que incidían decisivamente en las definiciones transcendentales de la emergente democracia”, según la definición de un colega cientista político.

Independientemente de que dicha noción de “poderes fácticos” aparece en la actualidad democrática como algo puritana, tal como si la política fuera toda ella de iure, no cabe duda de que en el enfrentamiento entre oficialismo y oposición aquellos poderes juegan un papel importante, sin necesidad de entrar aquí en su cartografía y composición.

Es evidente que el gobierno no sólo es enfrentado por los actores regulares de la política -partidos, parlamentarios, centros de ideas, corrientes ideológicas desde la vereda opositora- sino que experimenta, además, el embate de los medios de comunicación, corporaciones empresariales, estrato académico-intelectual y otras figuras e instancias expresivas del mundo de los “poderes fácticos”.

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Miradas las cosas desde ese ángulo, parece plausible pensar que aquel mundo de “poderes fácticos”, no entendidos puritanamente como poderes ilegítimos sino sencillamente como poderes cada uno con sus propios recursos para intervenir en la esfera política, es un activo partícipe en la disputa por el uso y comprensión de los escándalos. Pues de eso se trata en última instancia; de quién es perjudicado y queda dañado en medio de la refriega de los escándalos.

¿Cuál es el precio de ser derrotado en esta batalla?

Ante todo, una pérdida de reputación o prestigio de las personas, grupos, instancias o instituciones acusadas de una transgresión (moral o legal) al quedar expuestas al escrutinio público. Sea que estén directamente involucrados, o bien, que sean dañados por su conexión con el escándalo, estas situaciones han afectado ahora último al gobierno, algunos de sus partidos de apoyo, el Congreso, la fiscalía, ministerios, fundaciones o, como hemos visto en el caso de otros escándalos anteriores de diverso tipo, a partidos y personeros de oposición, universidades, la PDI, Carabineros, las FF,AA., la iglesia católica, órdenes religiosas, liceos paradigmáticos, clubes de fútbol, empresas eléctricas, la industria farmacéutica, el gremio empresarial, etc.

En realidad, los escándalos se han vuelto omnipresentes y, por lo mismo, la lucha por dirigirlos contra los adversarios y por controlar sus efectos se ha vuelto también un fenómeno común del escenario político.

Según señala John Thompson (2000), sociólogo británico autor de una obra clásica sobre esta materia, “si bien los escándalos pueden ser tragedias personales o exponer casos individuales de mala conducta, también son luchas sociales que se libran en el ir y venir de revelaciones, acusaciones y desmentidos”. Los casos Monsalve y circulación de “imágenes íntimas” (sea este último una fabricación o no) muestran claramente esa dialéctica.

Además, Thompson apunta hacia otras constataciones. Por ejemplo, señala que, en la publicidad de los escándalos, la infracción inicial de una norma suele ser menos importante que la infracción de normas secundarias ocurrida mientras se intenta ocultar esa infracción inicial. El Presidente Boric y su vocera, más sus equipos asesores, han aprendido esta simple lección dolorosamente y pagado altos costos en esta contienda.

Por último, el mismo Thompson estudia el papel de los medios en la lucha por el manejo de los escándalos y sus efectos, no como sujetos de escándalos -que a veces, pero más bien raramente, lo son- sino como generadores de escándalos. Pues como señala este autor, “el poder de los medios de comunicación reside en su capacidad para emplear distintas formas de presentar las transgresiones reveladas. La magnitud del escándalo no viene determinada necesariamente por el alcance de la incorrección, sino por la intensidad con que se escandaliza a través de la cobertura mediática”. Lo que llama la “escandalización” mediática se llevaría a efecto mediante distintos instrumentos a cargo de una élite medial: lenguaje, titulares, crónicas, editoriales, fotografías, material filmado, comentarios seleccionados, personeros invitados a opinar, columnas de opinión, reconstituciones periodísticas de escena, etc.

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Durante las últimas semanas, la intensidad de la “escandalización” alcanzó un punto máximo en los medios nacionales -prensa, radio, televisión- y en las redes sociales. Se reveló allí cuán cierto es, según señala nuestro autor, que, en una democracia liberal, los escándalos políticos sirven, ante todo, para afectar y reducir el capital simbólico del contendor envuelto en el escándalo; en este caso del subsecretario Monsalve y del Presidente de la República que había depositado su confianza en él. Incluso, a poco andar, el propio Boric se vio envuelto en un segundo confuso incidente coproducido por La Moneda y los medios interesados en mantener andando la máquina escandalosa.

Como bien colige Thompson, “esto también puede socavar los cimientos del poder político como tal, porque destruye (o amenaza con destruir) los activos clave de los que dependen en cierta medida los políticos. Estos activos incluyen su reputación y buen nombre, así como el respeto que otros políticos y los medios de comunicación públicos les profesan. De hecho, la esfera política en su conjunto -y todos los actores que participan en ella- pierden prestigio y legitimidad (capital simbólico) cuando son convertidos en parte del “espectáculo de los escándalos”.

Las transgresiones de origen -reales o simuladas- al entrar en la esfera de los medios y las redes y volverse públicas, desencadenan unos procesos que envuelven a esos actores, a los poderes de iure y fácticos, al oficialismo y la oposición, en una espiral descendente que arrastra a acusadores y acusados, a los abogados de lado y lado, parlamentarios precipitándose a ofrecer “puntos de prensa”, fiscales armados de filtraciones, jueces encargados de las causas, y a los propios medios que asumen activa y creativamente posiciones beligerantes en estos trajines. Basta ver la evolución experimentada por connotados columnistas de la plaza, desde posturas reflexivas y de relativa introspección respecto de los propios valores a portaestandartes en la contienda moral de los escándalos.

En fin, imaginar -como hacen algunos analistas- que, tras las elecciones de octubre / noviembre, habíamos entrado a una zona de moderación es mostrarse ciego y sordo al fragor de la “batalla de los escándalos” entre élites incumbentes y contendientes por la conducción del país y la gobernabilidad de la sociedad. Tal como está planteada esta querella, y a semejanza de lo ocurrido en oportunidades anteriores, ninguno de los actores involucrados saldrá favorecido ni fortalecido. Ni el gobierno ni la oposición. Ni los actores políticos, ni tampoco los medios de comunicación.

Entre públicos escandalizados y agentes escandalizadores, más bien, la propia democracia sale debilitada, mientras la ciudadanía retrocede otro paso más hacia la desconfianza y la desilusión con las élites. Los grupos dirigentes, de un lado y del otro, se hunden un poco más en el desprestigio. Y la “fiesta de los escándalos” termina en tragedia o en una nueva balacera de acusaciones y contraacusaciones.

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