Un insólito modelo de política científica
Blog de Mario Albornoz, 18 octubre de 2024
Creía que lo había visto casi todo en materia de política científica y tecnológica. Dediqué gran parte de mi vida profesional a estudiar las distintas experiencias de políticas públicas focalizadas sobre las actividades científicas y tecnológicas en épocas y contextos diferentes. Comparar políticas es una fuente de aprendizaje y permite comprender los rasgos esenciales de los estados y las sociedades. En materia de ciencia y tecnología hay modelos que ponen el énfasis en la investigación básica y otros que priorizan la tecnología y la innovación. Hay gobiernos que invierten grandes sumas en la investigación y desarrollo (I+D) y otros -muchos de los latinoamericanos- que despliegan una retórica favorable al desarrollo científico, pero en la práctica su inversión es escasa. A eso se refería Amílcar Herrera con su distinción entre las políticas explícitas y las implícitas. Por eso me resulta sorprendente descubrir que existe un nuevo modelo: el que considera a los científicos y sus instituciones como una pesada carga para el país.
Un nuevo modelo
Sorprende, en efecto, que un gobierno opine que financiar la investigación es algo innecesario y que los científicos son parte de la “casta”, es decir, de los parásitos que viven de los impuestos que pagan los ciudadanos. Se trata de una extravagancia que lleva el sello del gobierno argentino actual. Años atrás, Oszlak y O’Donnell en un texto ya clásico afirmaban que el análisis de las políticas públicas revela la naturaleza de los gobiernos, por cuanto ponen de manifiesto su relación con otros actores en la sociedad. Siguiendo esta idea podemos preguntarnos qué clase gobierno es éste, que confronta con sus propios investigadores, les retacea el financiamiento y los considera inútiles.
En este modelo se predica que, si el conocimiento científico que producen los investigadores fuera valioso, entonces el sector privado lo financiaría. Esta curiosa creencia contiene dos afirmaciones que deben ser analizadas por separado. La primera es normativa y establece que el gobierno no tiene mayores obligaciones con la ciencia y la tecnología porque la investigación debe tener valor de mercado y, por lo tanto, le corresponde al sector privado financiarla. La otra afirmación implica un juicio fáctico acerca de que el conocimiento científico que producen los investigadores argentinos es mediocre y sus resultados no se transfieren al sector productivo. Como todo juicio fáctico, merece ser comprobado con datos ciertos. También es parte del análisis del juicio fáctico la real disposición del sector productivo a financiar la investigación.
Entre otros efectos prácticos de esta forma de pensar se cuenta el desfinanciamiento de la Agencia Nacional de Promoción de la Investigación, el Desarrollo Tecnológico y la Innovación (I+D+i) que no ha podido abrir convocatorias a proyectos de investigación científica a lo largo de 2024 por falta de fondos. Es dudoso que esos recursos tuvieran una incidencia sobre la meta de evitar el déficit fiscal, por lo que la razón debe ser otra. En cualquier caso, resulta difícil entender este modelo sin tener en cuenta lo ocurrido en los años previos. Un dispositivo de corte populista instaló la idea de que la ciencia y la educación superior eran parte de las prioridades de los gobiernos de la época, aunque en la realidad una y otra sufrieron un deterioro llamativo. Es sorprendente, sin embargo, que gran parte de las comunidades científicas y académicas hayan hecho suyo un relato contrario en gran medida a la evidencia.
Lejos de la experiencia internacional
En cuanto a la afirmación normativa, da lugar a una política que contrasta con lo que ocurre en los países líderes a los que el gobierno argentino quiere imitar. La experiencia muestra que, si bien es cierto que en los países con mayor grado de desarrollo aproximadamente dos terceras partes de la inversión en I+D proviene del sector privado (sobre todo en las etapas de desarrollo e innovación), la investigación básica es financiada mayoritariamente por los gobiernos. Más aún, los especialistas coinciden en que el prodigioso avance de la ciencia y la tecnología en el mundo es tributario de extraordinarios aumentos del gasto público en estas actividades. Lo que hoy vivimos como una nueva revolución científica no se debió solamente a la creatividad de los científicos, ya que por sí sola no hubiera logrado tales avances sin contar con el financiamiento a gran escala que, a su vez, fue posible por objetivos políticos ambiciosos y de largo plazo.
Daniel Sarewitz, uno de los más destacados expertos norteamericanos en política científica, fundador del “Consorcio para la ciencia, la política y los resultados sociales” (CSPO), enfatizaba la importancia primordial de la política de defensa de los Estados Unidos en el desarrollo de la ciencia y la tecnología de aquel país. Si bien la intención de su texto era desmitificar la idea del poder autónomo de la ciencia para impulsar resultados económicos y sociales, viene al caso porque revela que para lograr el desarrollo científico y tecnológico el financiamiento público y la orientación política son esenciales.
Sarewitz hacía referencia al famoso informe de Vannevar Bush al presidente de los Estados Unidos de julio de 1945 titulado “Ciencia, la frontera sin fin” en el que se prometía que los científicos garantizarían el surgimiento de nuevos productos y procesos para dar salud, pleno empleo y seguridad militar a la nación si se les permitía desarrollar libremente la investigación “en los dominios más puros de la ciencia”. Por cierto, no fue el único en formular una proposición semejante. El científico inglés Michael Polanyi en su texto “La República de la Ciencia” también defendía la necesidad de dejar a los investigadores avanzar libremente, apoyados firmemente en descubrimientos previos, ya que de lo contrario las interferencias políticas o las prioridades de interés social aniquilarían el desarrollo del conocimiento científico.
Sin embargo, según Sarewitz, los milagros de la modernidad no provinieron tanto de la libertad de investigación, como de la subordinación de la creatividad científica a las prioridades tecnológicas del gobierno y, más concretamente, del Departamento de Defensa, que reunió al conjunto de expertos necesarios para garantizarse disponer de las tecnologías que permitirían al país ganar la segunda guerra mundial y posteriormente la guerra fría. Aquel conglomerado fue denominado por el presidente Eisenhower como “complejo militar-industrial” e incluía a los científicos y laboratorios universitarios, empresas (grandes y pequeñas) que desarrollaban y comercializaban innovaciones y a los usuarios de aquellas innovaciones. La lección que se sigue de esto es que tanto el financiamiento público, como la orientación activa hacia determinados objetivos, fueron esenciales para el éxito de las investigaciones y su transferencia a los ámbitos económicos, políticos y sociales, algo que no tuvieron presente todos los gobiernos que más adelante quisieron imitar tales políticas.
Otros autores, como Bruno Latour o Javier Echeverría utilizaron el término “tecnociencia” para referirse desde otra perspectiva al mismo fenómeno de convergencia de múltiples actores en torno a los investigadores. La tecnociencia, señalaban, estuvo impulsada desde sus inicios por los grandes programas de investigación financiados por el gobierno de los Estados Unidos (proyecto Manhattan, ENIAC, Radiation Laboratories, nuevos materiales y medicina de guerra, entre otros). El concepto de tecnociencia pone de relieve que el llamado “contrato social de la ciencia” consiste, desde sus orígenes, en una alianza estratégica entre científicos, ingenieros, técnicos, empresarios e industriales, impulsados y dotados en su etapa inicial de un generoso financiamiento público. Esta mirada confirma que el desarrollo científico y tecnológico aplicado no solamente a las capacidades de defensa, sino también a la economía y la calidad de vida de los ciudadanos requiere que la labor de los investigadores y sus instituciones estén insertos en una trama de múltiples actores. Hasta el propio Mario Bunge, desde su perspectiva de celoso guardián de la verdadera ciencia frente a la pseudociencia, afirmaba que la ciencia remite necesariamente a un conjunto de “practicantes” de este tipo de conocimiento que estén insertos en la sociedad. Esto último demanda una estructura de relaciones, flujos y vasos comunicantes que excede el concepto limitado de ciencia académica, pero excede también el concepto de una relación lineal con el sector privado.
¿La ciencia básica guía a la tecnología o al revés?
Es llamativo que la convergencia de intereses y de actores, financiados y orientados desde el sistema político, que es un rasgo esencial del modelo científico y tecnológico de los Estados Unidos, haya sido ignorada en el diseño de las políticas imitativas adoptadas por gran parte de los países. Ello se debe a que la política científica, así como el diseño de las instituciones y los instrumentos de promoción de la investigación fueron adoptados generalmente a impulsos de las comunidades científicas como actores principales. Aquel modelo inicial, ajustado a la preceptiva de Vannevar Bush, otorgaba a la investigación básica la capacidad de motorizar el desarrollo de los países. Esta visión fue cediendo paso, con los años, a otros enfoques que implicaban una reivindicación de la investigación aplicada asociada a la tecnología.
La práctica fue mostrando que no siempre la investigación teórica da nacimiento al progreso tecnológico, ya que con frecuencia es la tecnología la que fija la agenda de la ciencia y la orienta en el sentido de sus aplicaciones. Se suele señalar que las políticas de ciencia y tecnología fueron evolucionando desde el estímulo a la oferta de conocimientos hacia el estímulo de la demanda y más recientemente hacia la innovación, como nueva meta de las políticas basadas en el conocimiento en los tiempos que corren. El enfoque sistémico de la innovación da cuenta de interacciones y procesos de aprendizaje que incluyen a los gobiernos, las empresas, las instituciones científicas y el sistema educativo.
Este breve recorrido revela que la ciencia y la tecnología demandan orientación activa e inversión pública, hasta el punto de que su ausencia es también una política que da cuenta de la falta de atención a los actores involucrados en ella y pone en evidencia el papel pasivo del gobierno como uno de sus rasgos principales. Bien señalaba Jorge Sabato en su triángulo de interacciones, que el gobierno es el actor que desde su vértice tiene la capacidad de movilizar a los que ocupan los otros dos vértices: el del conocimiento y el de la producción. El modelo que propone el gobierno argentino parece que prefiere eliminar uno de los vértices y dejar en pie una relación directa de la ciencia con el mercado. ¿Qué sentido tiene esta suerte de política? Muy poco sentido, desde la propia historia y de la experiencia de países científica y tecnológicamente más avanzados.
Acerca del juicio sobre la mediocridad
En el terreno del juicio fáctico, es un lugar común entre los historiadores de la política de ciencia y tecnología en países como Argentina y Brasil reconocer un doble sendero en el desarrollo de estas políticas y sus instituciones. Por un lado, se lograron algunos emprendimientos de indudable importancia que respondían a la visión de autonomía tecnológica y por otro lado predominó el peso corporativo de las comunidades científicas en el diseño de instituciones como el CONICET, guiado desde sus inicios por valores propios de la investigación básica. Por limitarnos a la experiencia argentina, los logros en los campos de la energía atómica y de la tecnología aeroespacial, así como su derrame en la empresa de alta tecnología INVAP son algunos ejemplos de que en determinados casos fue posible producir la confluencia entre las decisiones políticas (mejores o peores en cuanto sus propósitos), el financiamiento público y la intervención de empresas privadas, lo cual dio lugar a desarrollos científicos y tecnológicos notables. Pero, así como una golondrina no hace verano, estos ejemplos no son representativos del nivel general de las políticas, la capacidad científica y las vinculaciones con el aparato productivo del país. Son excepciones al panorama general.
El CONICET, en sus orígenes, dio lugar a la actividad de investigadores muy distinguidos a nivel internacional. Sin embargo, es difícil reconocer en el actual CONICET los rasgos del que fue en su creación. En un proceso gradual que se manifestó claramente durante la última dictadura militar y se acentuó en los últimos años, el CONICET sufrió la pesadez de la hipertrofia. Se fue cargando de institutos y tuvo una política de incorporación de investigadores con muchos rasgos de política de empleo. Algo parecido a lo que pasó con las universidades nacionales, muchas de las cuales se convirtieron en piezas de cambio de las políticas municipales.
La evaluación del desempeño de los investigadores se juega en dos planos: el estrictamente académico, que se plasma en los textos publicados en revistas con referato y el que da cuenta de la vinculación, que se expresa en patentes, convenios de transferencia y actualmente en la creación de startups. En el primer plano, no repetiré en detalle datos que he publicado en otras entradas, ya que es evidente que un conjunto de investigadores no solamente no es mediocre, sino que publica en revistas científicas de primera línea y tiene una producción comparable con los mejores investigadores en el mundo. Pero cuando se estima la producción global de una población tan numerosa el promedio argentino cae por debajo de otros países latinoamericanos. Una cierta inflación del número de investigadores universitarios puede explicar en buena medida este indicador poco satisfactorio. Se trata de una realidad que la política actual detecta y lamentablemente generaliza sin definir una estrategia para cambiar el estado de las cosas. También es cierto que en los años previos poco se hizo para sincerar la situación y estimular las publicaciones científicas como sí lo hicieron con resultados notables Chile y Colombia, países que hoy superan a Argentina en tal indicador.
El plano de la vinculación
En cuanto a la transferencia de conocimientos al sector privado, el dato empírico debe ser evaluado también al menos en dos direcciones: de un lado las actividades de vinculación más tradicionales y del otro la generación de empresas de base tecnológica en dispositivos como las incubadoras, las aceleradoras y los proyectos conjuntos con empresas tecnológicamente dinámicas.
El problema de la vinculación tiene ya muchos años en la agenda de la política científica y tecnológica argentina. En 1992 se sancionó la ley 23.877 de Promoción y Fomento a la Innovación Tecnológica que dio lugar a las unidades de vinculación. Más adelante las universidades fueron creando sus oficinas de transferencia y vinculación y en 2004 comenzó a funcionar la RedVITEC que articula las áreas de vinculación tecnológica de las universidades nacionales. Esta red se propone ofrecer soluciones a demandas sociales. Las universidades han adoptado esta línea de gestión en un esfuerzo reconocible, aunque no siempre se hayan alcanzado resultados de mucha trascendencia. Una política ajustada a una mirada estratégica que aspirara a estimular la relación de las universidades y los centros de investigación con el sector productivo tendría un amplio campo de acción en fortalecer todas las iniciativas de vinculación. Por el contrario, en vez de fortalecerlas, el gobierno ha producido varios centenares de despidos de personal, entre ellos muchos especialistas en temas de propiedad intelectual, convenios y transferencia.
Cabe en este momento del análisis interrogarnos acerca de la conducta del sector privado. ¿Estarían las empresas dispuestas a invertir en el sistema público de I+D si los conocimientos que en él se producen les resultaran útiles, como parece suponer el gobierno? Es difícil saberlo en el contexto económico en el que desenvuelve la actividad productiva. De hecho, según las estadísticas oficiales, las empresas (públicas y privadas) financian solamente el 20.65% de la inversión del país en I+D. El dato es de 2022 y expresa una tendencia casi constante. Más exactamente, este porcentaje viene disminuyendo año tras año desde 2019 cuando el valor era de 23.63% de la inversión total.
Es probable que el indicador acerca del financiamiento de la I+D por parte de las empresas no sea demasiado preciso para dar cuenta del dinamismo tecnológico del sector privado, o quizás remita a un conjunto más tradicional de actividades empresariales, ya que en los últimos años surgieron, como fenómeno novedoso, las startup y los unicornios como empresas de base tecnológica que irrumpen revolucionando mercados. Unas y otras tienen en común al menos la disponibilidad de recursos humanos altamente calificados, lo que las vincula necesariamente con las universidades en las que se forman tales profesionales. Muchas veces, incluso, estas empresas nacen asociadas a universidades y centros públicos de investigación. En ambos casos el desempeño argentino es excelente, ya que el país exhibe los mejores números en América Latina.
En el país hay ejemplos brillantes de generación de empresas de base tecnológica, como es el caso del Parque Tecnológico del Litoral Centro, que impulsa la creación y el crecimiento de empresas innovadoras a las que proporcionan servicios de alto valor agregado. Es muy interesante su estructura institucional, ya que se trata de una sociedad anónima con participación estatal mayoritaria integrada por la Universidad Nacional del Litoral, el Gobierno de la Provincia de Santa Fe, el CONICET, las municipalidades de Santa Fe y Paraná, la Confederación General Económica y la Confederación General de la Industria. También en esta oportunidad caben pocas dudas acerca de que una sana política debería apuntar a replicar esta experiencia en distintas regiones del país. Probablemente no se requieran grandes inversiones y además el conjunto de instituciones participantes podría aportar gran parte de los recursos necesarios. Más que dinero este tipo de emprendimientos demanda políticas con objetivos claramente definidos.
A modo de conclusión
El sistema científico y tecnológico argentino, al igual que el universitario, exhibe varios ejemplos virtuosos y también severas debilidades. Fortalecer los aspectos positivos y mejorar lo que debe ser mejorado implica una política completamente distinta a la no política que en ambos casos aplica el gobierno actual. Se trata de una política científica insólita que expresa la arrogancia de una mirada que reduce la mayor parte de las dimensiones de la realidad a la economía. ¿Qué nos dice una política de este tipo con respecto al gobierno que la pone en práctica? Recortar los vínculos con los distintos intereses y actores sociales a la única dimensión de la macroeconomía, sin respetar tradiciones, sin tomar en cuenta otras dimensiones y sin escuchar otras demandas es autoritario y agrava los males que denuncia, ya que debilita aquellos aspectos más valiosos sobre los que se podría construir una renovación de las instituciones científicas y las universidades nacionales.
No es el sector privado por sí mismo el que va a salvar a la ciencia y a la educación superior en Argentina. Es necesario valorizar lo que el país tiene como recursos y crear o fortalecer vínculos virtuosos, para lo que resulta imprescindible un papel activo del gobierno.
Octubre de 2024
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