La política educativa y la escuela concertada: salir del letargo
La financiación de los colegios concertados debe hacerse mediante contratos-programa, dando recursos suplementarios a los que efectivamente sean corresponsables con la escolarización de alumnado vulnerable
La relación entre el sector público y el sector concertado está, desde hace demasiado tiempo, en estado de letargo. Un letargo voluntario y aceptado por las partes interesadas: las administraciones proveen plazas escolares a menor coste, los centros legitiman sus cobros a las familias en la infrafinanciación, y las familias se quejan poco o nada porque al pagar buscan obtener mejores prestaciones y distinción social. Se trata, pues, de una situación de equilibrio que invita al inmovilismo y a la que se suman también las voces que reclaman la supresión del sector concertado, una posición maximalista ―alejada de la posibilidad del sistema de prescindir de toda la red concertada― y simplista ―pues plantea este punto como solución única a todos los males de la educación―. La suma, por tanto, es perfecta para que nadie mueva ficha en el tablero. Las voces resurgen para enconarse en sus posiciones, entre el lamento de la infrafinanciación, la crítica a la discriminación del sector y el mejor no meneallo de los gobiernos.
Nuestro estudio confirma intuiciones compartidas sobre los distintos tipos de escuela concertada: infrafinanciada o sobrefinanciada, que presta servicios básicos o servicios premium, que cobra más o menos. Pero aporta por primera vez datos que no pueden ignorarse y constituyen una invitación a actuar. Veamos los más destacados. Primero, no es cierto que toda la escuela concertada esté infrafinanciada. La hay con problemas de financiación y la hay con saldo positivo antes de cobrar cuotas e incurrir en gastos no concertados. La diversidad de efectos de la política de conciertos existe entre comunidades autónomas y dentro de las mismas. El tamaño del centro o los módulos de cálculo son factores que generan esta desigualdad dentro del sector y, por tanto, las comunidades autónomas deberían revisar lo poco equitativo internamente que es el sistema de reparto. Según datos de la propia contabilidad de los centros, solamente un 38% están infrafinanciados antes de contar las cuotas. Evidentemente, es legítimo debatir sobre qué costes no cubre el concierto y debería cubrir, pero no todos los centros están en situación precaria antes de solicitar aportaciones a las familias. Segundo, las diferencias en las cuotas del sector concertado son alarmantes. Entre los 300 euros de cuota anual que pagan las familias con menor poder adquisitivo a los más de 1.000 euros de las más pudientes. Hay por lo tanto un tipo de escuela concertada para cada segmento de renta familiar, pero todas pueden acceder en las mismas condiciones al concierto con la administración pública. Tercero, hay una parte del sector que está muy lejos del interés público que motiva su concierto y que se lucra con su actividad. Son centros bien financiados, pero que además cobran cuotas por encima de sus gastos no concertados. Los cuantificamos entre un 15% y un 17%. Y cuarto, hay un volumen importante de centros que no está en situación económica precaria, pero cuyas cuotas se sitúan por debajo de sus gastos no concertados. Este grupo (casi un 30% del sector) puede reunir desde centros cuyos gastos no concertados son básicos, hasta centros al que las cuotas no les alcanzan porque ofrecen muchos servicios extra, servicios que sería necesario conocer y auditar.
Este ejercicio de cuantificación de la diversidad interna de la escuela concertada aporta una evidencia que desacredita el reduccionismo de determinadas posiciones e interpela a las partes ―y sobre todo a las administraciones educativas― a cambiar las reglas del juego del sector. El interés público en educación es incompatible con el cobro de cuotas ―aunque se planteen formalmente como voluntarias― en tanto que actúan como barreras de acceso y exclusión y, por consiguiente, acaban siendo un mecanismo de segregación. Del mismo modo, es razonable entender que no se puede exigir corresponsabilidad en la escolarización de alumnado vulnerable si no se compensan situaciones de infrafinanciación o el alumnado no puede acceder a determinadas ayudas por el hecho de escolarizarse en centros concertados.
Despertar del letargo exige valentía política, prácticamente ausente desde la aprobación de la LODE en 1985, y requiere de menos recursos económicos de los que pudiera parecer. Es necesario ordenar el volumen, características y precios que ofrece el sector concertado, condicionando el concierto a lo que sea efectivamente un servicio de interés público. Conviene, por ejemplo, regular los precios del comedor escolar (a menudo una fuente de financiación indirecta de los centros concertados) y equipararlos con el sistema público. Es necesario asimismo auditar la contabilidad de los centros para poder distinguir qué gastos son susceptibles de ser concertados con la administración y qué cuotas no pueden cobrarse porque rompen con el principio de gratuidad del servicio y son generadoras de exclusión. Debe recurrirse al contrato-programa como instrumento de financiación de los centros concertados, dando recursos suplementarios a los que efectivamente sean corresponsables con la escolarización de alumnado vulnerable. Finalmente, el déficit de financiación del sector puede resolverse con redistribución interna. No es justo ni razonable mantener conciertos por valor de 1.250 millones de euros con centros que obtienen beneficio económico. Destinar esos recursos a cubrir las necesidades de los centros infrafinanciados no sólo es viable, sino que según nuestras estimaciones generaría incluso ahorro público.
En definitiva, una política de talla única no puede resolver el problema de un sector tan diverso y desigual. Es necesario establecer costes teóricos por plaza escolar en todas las comunidad autónoma y solo mejorar la financiación si se cumplen unas nuevas reglas de juego para acceder a la misma, que pasan inevitablemente por asegurar que los centros concertados cumplen con la función y los principios de un servicio público educativo. Solo así conseguiremos que la diversidad del sistema educativo no se traduzca en desigualdad.
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