Estudiantes, UCH y la academia frente a la guerra en Gaza
Junio 19, 2024

Los últimos días proliferan titulares de prensa como estos: “El acampe por dentro: ocupación de la U. de Chile cumple un mes, en medio de alta tensión”; “académicos destapan crisis de tolerancia al interior de universidades”; “Universidad de Chile”; “profesores marcados”; “estudiantes de la Universidad de Chile: ‘nos preocupa que periodistas, autoridades e incluso el Presidente criminalicen en base a la desinformación’”; “profesores y convenios: la creciente cultura de la cancelación en universidades chilenas a académicos e instituciones de Israel”; “a desalojar”.

En la presente columna larga ensayamos un análisis de esta situación considerando, primero, su enmarcamiento global; segundo, la conciencia que tiene el pequeño núcleo de estudiantes movilizados de ser parte de una cruzada internacional; tercero, la proyección ideológica de esa conciencia estudiantil desde lo global a lo nacional y hacia la radicalidad política.

Luego pasamos a ubicar el conflicto antes descrito en el marco histórico de la autonomía de las universidades y su concreción en la realidad latinoamericana, con sus peculiares rasgos de politización. Finalmente retomamos la perspectiva internacional para revisar cómo -dentro del contexto de la autonomía- se elabora una doctrina que afirma simultáneamente la libertad académica, el pluralismo de ideas y valores en el seno de la comunidad académica y la neutralidad institucional frente a hechos de alta intensidad moral como la guerra en Gaza, sin convertir a la universidad en una entidad militante.

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Quizá lo más llamativo de los “acampes” o campamentos y las tomas que han estado ocurriendo en algunas universidades chilenas es lo que expresan del mundo estudiantil; de sus minorías movilizadas y mayorías apolíticas, anti políticas o impolíticas, que representan otras tantas versiones de indiferencia, extrañeza, alienación o crítica respecto de la política representativa de los partidos y la competencia electoral.

En cuanto al mundo estudiantil movilizado, lo primero que destaca es el hecho de formar parte de un movimiento global. Según el titular del diario inglés The Guardian del 7 de mayo pasado “De Bagdad a Copenhague”, las manifestaciones contra la acción militar de Israel en Gaza han ido en aumento en los campus universitarios de todo el mundo. Una selección de  fotografías retratan protestas en lugares seleccionados: en el campus Roeterseiland de la Universidad de Ámsterdam, en la Universidad de California, Los Ángeles, en la UNAM (México), en el campus de la Universidad de Bagdad, en las afueras de las Universidades de Helsinki (Finlandia) y de Copenhague, en la Universidad de Columbia (cuyo acampe llenó las pantallas de TV durante varios días), en los patios de la universidad de Sidney (Australia), en las proximidades del museo de historia nacional de la Universidad de Oxford, en el patio del Instituto de Estudios Políticos de la ciudad de Lyon en Francia, en un campamento instalado en la Universidad de Chicago y otro levantado en los pulcros jardines del Trinity College, Dublín, Irlanda, y en las calles alrededor de la Universidad de Texas, en Austin.

Completan la selección una foto de manifestantes (de suyo una muestra internacional de estudiantes) con sus brazos entrelazados después de derribar las vallas y abrir un campamento en el prestigioso MIT en Cambridge, Massachusetts, y, finalmente, una imagen de jóvenes universitarios participando en una protesta pro-Palestina en Berlín, donde uno de los manifestantes muestra un cartel que dice: “en 7 meses hay en Gaza más niños muertos que en todo el mundo en 4 años”.

Se trata pues de una ola auténticamente global de manifestaciones. Efectivamente, durante el mismo mes de mayo pasado, se registran acampes o campamentos en las principales universidades de Nueva Zelanda, Tokio, Bangladesh, en la universidad Nacional de Seúl (Corea del Sur), al igual que en las Universidades Americanas de El Cairo y del Líbano. La lista de ciudades donde se han producido protestas similares parece interminable: Newcastle, Bristol, Warwick, Leeds, Sheffield, Oxford, Cambridge y Londres en Inglaterra; Berlín, Frankfurt, Leipzig y Bremen en Alemania; Bolonia, Roma y Nápoles en Italia; Barcelona, Valencia, el País Vasco y Madrid en España; Québec, Toronto, Ottawa y Calgary en Canadá. Según la información más reciente, aparecida a comienzos de esta semana, en EE.UU. se han producido protestas en más de 500 campus universitarios.

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Los estudiantes que en Santiago de Chile participan en este movimiento glonacal de protesta (global-nacional-local) son conscientes de su proyección transnacional. Según expresa el núcleo del encampe de la Casa Central de la UCH: “Nuestra movilización, en solidaridad con la causa palestina, es internacional. Hemos articulado la Coordinación Internacional de Estudiantes por Palestina (CIEP) con universidades y comités de México, Brasil, Estados Unidos, España, Francia, Suiza, Alemania, y más. Los estudiantes del mundo estamos organizados para exigirles a nuestros gobiernos que tomen acciones concretas para poner fin al genocidio del pueblo palestino”.

Según varios académicos de universidades del norte global, esta onda de protestas sería la mayor manifestación de descontento estudiantil de lo que va corrido del siglo XXI. Es probable que así sea.

Los motivos son transversales alrededor del mundo: condenar al Estado de Israel y el genocidio en Gaza; exigir el fin de la guerra y justicia para las víctimas, especialmente mujeres y niños; romper relaciones con el gobierno de Netanyahu y el Estado de Israel; fin de los convenios con las universidades israelíes por su inevitable complicidad, se sostiene, con la maquinaria de guerra del Estado de Israel y, en los países del norte occidental, presionar además a las universidades a divulgar la información sobre sus vínculos con universidades de Israel y a desinvertir en cualquier empresa que se beneficie de la guerra entre Israel y Hamas.

En Chile, entre tanto, la protesta es una “manifestación a favor de Palestina que está llevando a cabo un pequeño puñado de estudiantes desde mediados de mayo”, según el diario El País. Sin embargo, este pequeño puñado -mediante el campamento levantado en la Casa Central de la UCH, y a través de tomas y protestas en varias Facultades de dicha casa de estudios- mantiene en tensión al conjunto de esta Universidad.

El núcleo compuesto por algunas decenas de estudiantes, así como tiene conciencia de su participación en un movimiento global, encabeza en Chile un proceso similar de resistencia y convocatoria en favor de Palestina y contra las fuerzas del sionismo mundial. Afirma, seguramente con una conciencia exagerada de su propia importancia, que “a raíz de nuestra movilización el escenario nacional ha cambiado: se han formado comités por Palestina en diversas facultades y universidades a lo largo del país. […] Aparte, nuestra movilización visiblemente ha sido un eje de coordinación y motivación de distintos comités en todo el país. En nuestra institución han surgido comités en el Campus Doctora Eloísa Díaz, en el Campus Sur, en el Campus Andrés Bello, en el Campus JGM y en Beauchef. Además, se ha impulsado o inspirado la creación de comités en la USACH, la UMCE, la UPLA, la Universidad de Valparaíso, la UAH, la Universidad de Antofagasta, entre otras universidades a lo largo de todo el país. Se ha llegado incluso a la paralización o toma de espacios en algunas de estas instituciones. Es relevante destacar que, desde la USACH, la Vicerrectoría de Vinculación con el Medio ha suspendido dos acuerdos que su Casa de Estudio mantenía con la Universidad de Haifa y Technion-Israel Institute of Technology. Estos se encuentran suspendidos y no finalizados, sin embargo, constituye un gran avance y debería ser un ejemplo para nuestra rectoría”.

Así como los estudiantes protestatarios en los EE.UU. conciben que “el conflicto de Gaza” en que se hallan envueltos “es una lucha por la justicia” vinculada a cuestiones tales como “la represión policial, el maltrato a los indígenas, la discriminación de los negros estadounidenses y el impacto del calentamiento global”, según reportaba el New York Times del 1 de mayo 2024 (It’s Not Just Gaza: Student Protesters See Links to a Global Struggle), la minoría movilizada en Chile entiende su propia lucha como una forma de acción colectiva (de “minoría activa”, más bien) contra el autoritarismo universitario y en favor de la democratización  de la universidad.

Según manifiestan los dos núcleos más activos en estos días dentro de la UCH -“Acampe Casa Central” y “Toma Campus Juan Gómez Millas”- su llamado incluye el “fin a los convenios con universidades israelíes cómplices del genocidio al pueblo palestino; mejoras básicas en la infraestructura de nuestras Facultades; y mejoras sustanciales en las condiciones laborales de las y los funcionarios, con el foco en un trato digno y de respeto hacia quienes trabajan diariamente para mantener el buen funcionamiento de nuestras dependencias”. La consigna es: “¡Por una Universidad de Chile libre de apartheid y democrática!”

Dicha visión estratégica de la minoría radicalizada que lidera el acampe y las tomas a nivel de Facultades de la UCH se encuentra bien representada en un artículo de La Izquierda Diario de la última semana de mayo pasado, donde se propone la línea a seguir por el movimiento. Allí se plantea que “la lucha en contra de los convenios con instituciones sionistas va de la mano de un fuerte cuestionamiento al autoritarismo universitario y la educación de mercado. […] Es necesario unificar la lucha por la ruptura de los convenios y contra la precarización en la educación, la que se encuentra en una grave crisis a nivel nacional”.

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Tal imbricación entre el frente externo -esto es, la lucha pro-Palestina y contra el sionismo- y el frente interno -la lucha por la democratización del poder universitario- se focaliza ahora en su punto neurálgico. Según el mismo artículo que venimos siguiendo, “el gran problema de la universidad es quién toma las decisiones, como por ejemplo la repartición desigual de los recursos. En última instancia estas decisiones recaen en la rectoría: en Rosa Devés, su jefe de gabinete Simón Boric y todo el séquito de autoridades que ganan sueldos de gerentes (superiores a los 10 millones de pesos al mes en varios casos) y que son los mismos que se han negado a romper relaciones con instituciones de Israel, convirtiéndose en cómplices de un genocidio, y que han estado en el acampe de Casa Central hostigando a las y los estudiantes”. Esta esquemática visión de la organización del gobierno de la UCH, en extremo simplista, se tiñe con la imagen de complicidad con el genocidio, un completo absurdo, pero nada ingenuo. Se busca, en efecto, cancelar la figura de la Rectora, a la vez que, de carambola, implicar al Presidente Boric por vía de su hermano. 

La dirección del núcleo estudiantil va más lejos aún en cuanto a la importancia que se auto-atribuye. En efecto, sostienen que “la lucha por la ruptura de los convenios con Israel y para que los Estados rompan relaciones diplomáticas, económicas y militares con un Estado genocida, ha significado el inicio de una recomposición del movimiento estudiantil, no solamente en Chile, donde hace muchos años no se convocaba, por ejemplo, a una movilización estudiantil unificada, sino que alrededor del mundo, donde las y los estudiantes han protagonizado importantes acampes y sufrido la represión de las autoridades y las policías, lo que ha provocado que distintos analistas y medios de comunicación importantes comparen este movimiento con el Mayo del 68 y la lucha en contra de la guerra de Vietnam”.

En este estado de verdadera efervescencia, el núcleo del campamento de la Casa Central de la UCH accede a un nuevo imaginario de su lucha. Este conecta hacia el pasado con el París de 1968 y con las protestas antibelicistas por la guerra vietnamita. Y, hacia el futuro, como se vio, con la hermandad global de los estudiantes movilizados contra la guerra en Gaza. Y, por tanto, con la planetarizacion de esta nueva ola de radical cuestionamiento del sistema. Como se señala en otro escrito, “la lucha es contra el imperialismo. La lucha es contra el sistema capitalista. Por lo mismo, la pelea es que esta nueva generación que se moviliza horrorizada por un genocidio transmitido en vivo se transforme en una juventud antiimperialista y anticapitalista”.

Dentro de esta visión grandiosa se sitúa la perspectiva por la transformación radical de la educación en Chile. Así, la vanguardia del núcleo acampado, declara:  “Es necesario tomar este impulso y utilizar todo el potencial del movimiento estudiantil para abrir un gran cuestionamiento a la educación de mercado y al autoritarismo universitario, para, por ejemplo, poner al centro la lucha por un cogobierno universitario triestamental donde no sea la casta de autoridades universitarias las que tomen las decisiones, que además son elegidas por voto censitario donde valen solo los votos de los académicos privilegiados. Que este cogobierno universitario permita que las decisiones sean tomadas por la gran mayoría que compone la comunidad educativa, como lo son las y los estudiantes, trabajadores y académicos que en su mayoría también son precarizados”

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Estamos pues de lleno en los antiguos temas del gobierno universitario, la autonomía de las instituciones y el sometimiento de las comunidades de maestros y alumnos a un marco común de reglas y a un ethos común de cultura institucional.

Desde su aparición en la baja Edad Media, las universidades mantuvieron una tensa relación con su entorno externo e intentaron administrar sus conflictos internos con independencia de los poderes de la época: la iglesia católica, el emperador y los monarcas, y los burgueses pudientes de las ciudades, allí donde ellos ejercían la autoridad local. Nacidas para conservar, reproducir y transmitir los saberes más complejos de su tiempo, las universidades aspiraban a ganar un espacio propio en contra de los poderes eclesiásticos, políticos y comunales.

De allí arranca también la extensa y rica historia de la autonomía universitaria; facultad que permitía a estas instituciones autogobernarse, determinar sus enseñanzas -dentro de los límites asentados por la teología y las autoridades escolásticas- y resolver los asuntos de convivencia más peliagudos al interior de los claustros, sin interferencias de los poderes establecidos.

Efectivamente, la relación de las universidades con su entorno externo no siempre fue pacífica o armónica. Sobre todo, los estudiantes eran un grupo de permanente preocupación para los burgueses de las ciudades universitarias, sus autoridades y las policías. Así consta en las crónicas de la época, que recoge la historiografía contemporánea: “En París la policía real interviene brutalmente en 1229 con motivo de las querellas entre estudiantes y burgueses. En Oxford, en 1214, la universidad dará los primeros pasos hacia la independencia después de haber sido ahorcados arbitrariamente dos estudiantes por los burgueses exasperados a causa del asesinato de una mujer. Por fin, en Bolonia el conflicto entre la universidad y los burgueses es tanto más violento cuanto que hasta 1278 la comuna gobierna prácticamente la ciudad bajo la soberanía lejana del emperador que, en 1158, en la persona de Federico Barbarroja, había acordado privilegios a los profesores y estudiantes” (Le Goff, 1996, p. 74).

De esta manera fue afirmándose la autonomía de las universidades, sobre la base del triple privilegio que ellas conquistan para sí y que los poderes de la Cruz y la espada le terminan por reconocer. En primer lugar, la autonomía jurisdiccional, de acuerdo con la cual sólo a la propia corporación universitaria le corresponde juzgar sobre el comportamiento de sus miembros, incluso por faltas y delitos cometidos fuera de los límites físicos de la universidad. En segundo lugar, el derecho a declararse en huelga e, incluso, a la secesión; maestros y estudiantes abandonaban la universidad y se incorporaban a otra, o bien, creaban una nueva en otro lugar, dañando así a la comunidad territorial que hasta ese momento se había visto favorecida con el prestigio, los ingresos económicos y un flujo continuo de maestros, estudiantes y saberes asociados a la presencia de una universidad. Finalmente, en tercer lugar, el privilegio que, a la postre, resultaría el más importante; cual es, el monopolio de conferir grados universitarios.

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La larga e intrincada historia de la autonomía universitaria acompañó también la difusión del modelo institucional de la universidad europea hacia todos los continentes y países del mundo, partiendo por su migración hacia América Latina en el siglo XVI con la creación de las dos primeras universidades de la región en Santo Domingo (1538) y Lima (1561). De modo tal que mientras la universidad religiosa y sacerdotal fue una parte fundamental de los procesos de colonización del Nuevo Mundo, de la misma forma su sucesora, la universidad republicana, laica y nacional se convierte en un elemento esencial de los Estados modernos de la región, surgidos tras la independencia en la primera mitad del siglo XIX.

Sin embargo, una idea propiamente latinoamericana de universidad aparece recién entrado el siglo XX, con la famosa Reforma de Córdoba, Argentina, del año 1918. Como señala un estudioso de dicho movimiento, “la Reforma se propuso dos conquistas claves: la autonomía y el cogobierno universitario. Mediante la primera se trataba de lograr la mayor independencia posible para el quehacer universitario, sacudiendo las trabas que le imponían su supeditación a la iglesia, el Gobierno y las clases dominantes de la sociedad. [Nótese el similar gesto de emancipación que aquí reproduce las luchas iniciales, medioevales, de la universidad por su autonomía]. Mediante el segundo, se buscaba combatir el exclusivo control interno de la institución por una casta profesional cerrada y retrógrada. El reclamo de autonomía, que históricamente podía justificarse como la recuperación por parte de la comunidad universitaria de antiguos privilegios medievales, tenía, sin embargo, un sentido más profundo: se veía en ella el instrumento capaz de permitir a la Universidad el desempeño de una función hasta entonces inédita: la de crítica social”.

Tal es, entonces, el concepto latinoamericano de autonomía universitaria; independencia de la dominación social, política y religiosa asociada, hacia el exterior, al ideal de un Estado docente -“gobernar es educar”- y, hacia el interior de sí misma, a un ideal según el cual “el demos universitario, la soberanía, el derecho a darse el gobierno propio, radica principalmente en los estudiantes», según proclama el Manifiesto de Córdoba de 1918.

Se trata de una concepción esencialmente política de la universidad; en última instancia, de su “politización”, en el mismo sentido que la universidad napoleónica suele definirse por su burocratización, a imagen y semejanza del Estado, al que representa a la manera de un ministerio o superintendencia de la educación. De hecho, según apunta nuestro historiador I. Jaksić, el mismísimo Andrés Bello “sabía que, de acuerdo con el artículo 153 de la Constitución de 1833, la educación pública era una ‘atención preferente del Gobierno’ y que el artículo 154 declaraba que ‘habrá una superintendencia de educación pública, a cuyo cargo estará la inspección de la enseñanza nacional, y su dirección bajo la autoridad del Gobierno”. Este último artículo le dio [ a Bello] la justificación para proponer que la Universidad de Chile, como en Francia, asumiera el papel de superintendencia de educación pública contemplada en la Constitución” (I. Jaksić, 2001, p. 158).

Esta visión “burocratizada” de la universidad, que liga su suerte con la suerte que corre el Estado en las luchas entre clases y grupos por la hegemonía de la sociedad, se politiza fácilmente, como ocurrió en Chile, por ejemplo, a partir de los años 1960. Dicho proceso alcanzó su máxima intensidad durante los revolucionarios años 1970,  cuando el intelectual brasileño Darcy Ribeiro, antropólogo y primer rector de la Universidad de Brasilia, llamaba a “responder a la politización reaccionaria [de la universidad] con una contrapolitización revolucionaria, [intencionando] toda acción dentro de la Universidad en el sentido de hacerla actuar como un centro de concientización de sus estudiantes y profesores, que gane a los mejores de ellos para las luchas de sus pueblos contra las amenazas de perpetuación del subdesarrollo” (Ribeiro, 1973, [2006], p. 25).

Desde el lado del reformismo-no-revolucionario, José Medina Echavarría, uno de los principales sociólogos latinoamericanos de aquel momento, advertía ya a fines de los años 1960 que “el mayor peligro que amenaza hoy al destino de la Universidad latinoamericana […] es el de la excesiva “politización” […]; su tendencia a convertirse en “Universidad militante”. (p.170). Aquella “que se deja invadir sin tamiz alguno por los ruidos de la calle y reproduce en su seno, en exacto microcosmos. La tarea científica desaparece y sólo quedan los gritos sustituyendo a las razones” (Echavarría, 1967, p.169].

La instauración de las dictaduras autoritarias, tal como sucedió también en Chile, vino a “resolver” ese conflicto entre politización reaccionaria y revolucionaria, lo mismo que el conflicto al interior de los claustros de los gritos sustituyendo a las razones. Resolución con un solo golpe de fuerza que permitió al Estado imponer la “universidad vigilada”, caracterizada por el filósofo Jorge Millas como aquella que sofoca el pensamiento y la expresión libre de las ideas, es decir, la que niega su propia esencia.

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Luego de este excursus por la autonomía universitaria y sus vicisitudes, volvamos a conectarnos con el tronco central de este ensayo sobre acampes estudiantiles y la lucha por transformar a las universidades -ahora intervenida desde dentro por grupos radicales de estudiantes (minorías activas)- en instituciones militantes contra el genocidio en Gaza, a la vez que gobernadas triestamentalmente por el demos estudiantil (minorías activas, núcleos de vanguardia que presumen de la más alta conciencia político-estudiantil revolucionaria), capaces de actuar como ariete anticapitalista y antiimperialista.

¿Qué actitud pueden adoptar las autoridades universitarias ante estas situaciones, donde se pone en juego la vocación de las ciencias y las humanidades y el papel de la institución como un lugar regido por las libertades de investigación, enseñanza y aprendizaje bajo la inspiración de un ethos cultural que viene desarrollándose a lo largo de los siglos, desde el origen de las universidades?

Sin duda, se ven puestas en jaque por la irrupción de grupos estudiantiles que buscan someter a los claustros a la fuerza y arrancar concesiones políticas de las autoridades centrales y de las facultades. En el conflicto actual, se quisiera hacer parte a la UCH de una causa beligerante -contra la guerra y el genocidio de Gaza- como trampolín desde donde luego poder saltar a etapas superiores de politización, conduciéndola a compromisos militantes cada vez más intensos. Es este un camino peligroso y abriría un nuevo ciclo de degradación institucional.

Según expresa el reciente Report on Institutional Voice in the University, de la Universidad de Harvard (2024), “si la universidad y sus dirigentes se acostumbran a emitir declaraciones oficiales sobre asuntos que van más allá de la función principal de la universidad, inevitablemente se verán sometidos a intensas presiones para hacerlo por parte de múltiples bandos enfrentados en casi todas las cuestiones imaginables del momento. Esta es la realidad de la vida pública contemporánea en la era de las redes sociales y la polarización política. Esas presiones, procedentes de dentro y fuera de la universidad, distraerán la energía y la atención del propósito esencial de la universidad. La universidad no es un gobierno, encargado de abordar toda la gama de cuestiones de política exterior e interior, y sus dirigentes no son, ni deben ser, seleccionados por sus convicciones políticas personales”.

De manera parecida, el famoso informe del Comité Kalven de la Universidad de Chicago, de 1967 (conocido también como los principios de Chicago), llamaba a respetar el carácter no militante, sino neutral, de la universidad, declaración que desde entonces sirve de base a numerosas tomas de posición similares de las universidades de los EE.UU. Sostiene que “la neutralidad de la universidad como institución no surge, pues, de la falta de valor ni de la indiferencia y la insensibilidad. Surge del respeto a la libre investigación y de la obligación de valorar la diversidad de puntos de vista. Y esta neutralidad como institución tiene su complemento en la plena libertad de sus profesores y estudiantes como individuos para participar en la acción política y la protesta social. También encuentra su complemento en la obligación de la universidad de proporcionar un foro para el debate más profundo y sincero de las cuestiones públicas”.

En este contexto es importante asimismo considerar la actitud que antes llamamos como apolítica, antipolítica o impolítica de una mayoría de los estudiantes de la educación superior chilena, que en una cifra superior a un 1,3 millón se reparten en alrededor de 140 instituciones, incluyendo 58 universidades. En la ecuación de autonomía, neutralidad, libertad académica y respeto hacia el pluralismo interno de los claustros y de los cuerpos estudiantiles, esa masiva presencia -por ausencia- de la voz de los estudiantes refleja, a lo menos, un claro distanciamiento respecto de las visiones y acciones empujadas por las minorías activas extremas de los campamentos y tomas que, en total, no llegan seguramente a más de un uno por ciento de la población estudiantil.

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Más bien la pregunta que surge es por qué ha llegado a admitirse, incluso por una parte significativa de los claustros académicos, que la única voz a la que cabría atender es la de las minorías activas más radicalizadas, que reclaman para sí una suerte de moral superior, desde la cual impugnan la neutralidad de la institución, exigen su compromiso político, imponen la cancelación de las voces disidentes y determinan cuáles son las causas que se debe asumir y vocear públicamente. Por ejemplo, contra Gaza, pero no a favor de Ucrania; de condena a Netanyahu, pero de solidaridad con Putin.

Por el contrario, la doctrina que podemos llamar clásica -donde se expresa aquella ecuación mencionada más arriba- sostiene que las universidades pueden y están obligadas a hablar con la voz institucional solamente cuando sus funciones esenciales propias están en riesgo inminente de ser interferidas desde el exterior. “En consecuencia, la universidad tiene la responsabilidad de alzar la voz para proteger y promover su función central. Sus dirigentes deben comunicar el valor de las actividades centrales de la universidad. Deben defender la autonomía y la libertad académica de la universidad cuando se vean amenazadas; si, por ejemplo, fuerzas externas pretenden determinar qué estudiantes puede admitir la universidad, qué asignaturas puede impartir o qué investigación apoya. Y deben pronunciarse sobre cuestiones directamente relacionadas con el funcionamiento de la universidad”. Tal es la posición del Report de la Universidad de Harvard del 29 de mayo pasado, citado más arriba.

También el informe del Comité Kalven razona en el mismo sentido. Dice que “una universidad, si quiere ser fiel a su fe en la investigación intelectual, debe acoger, ser hospitalaria y fomentar la más amplia diversidad de puntos de vista dentro de su propia comunidad. Es una comunidad, pero sólo para los fines limitados, aunque importantes, de la enseñanza y la investigación. No es un club, no es una asociación comercial, no es un grupo de presión. Dado que la universidad es una comunidad sólo para estos fines limitados y distintivos, es una comunidad que no puede emprender acciones colectivas sobre las cuestiones de actualidad sin poner en peligro las condiciones de su existencia y eficacia. No existe ningún mecanismo por el que pueda alcanzar una posición colectiva sin inhibir la plena libertad de disensión de la que se nutre”. Con todo, “de vez en cuando surgirán casos en los que la sociedad, o segmentos de ella, amenacen la propia misión de la universidad y sus valores de libre investigación. En tales crisis, la universidad, como institución, tiene la obligación de oponerse a tales medidas y defender activamente sus intereses y valores”.

Lo mismo vale, sin duda, e incluso con mayor razón, en aquellas situaciones en que grupos o fuerzas internas amenacen, desde dentro de la propia institución, su misión y el libre desarrollo de sus funciones esenciales. Es lo que ocurre en estos días en la UCH con acampes, tomas, ocupaciones o cancelaciones de profesores y clases, todas formas de impedir o interferir con las actividades fundamentales de la universidad y su gobernanza estatutariamente establecida.

Cómo salir al paso de tales situaciones es algo que corresponde decidir a las autoridades de cada institución. Dependerá de decenas de variables de contexto y del clima y tradiciones organizacionales de cada universidad. No hay una única manera de hacerlo, ni un recetario que indique a la autoridad qué pasos seguir, ni una solución predeterminada para superar el impasse producido.

Más bien, como muestra el acampe o campamento y las tomas de la UCH, hay un sinuoso y difícil camino que transitar donde deben atenderse reglas formales, la vocación académica de la Universidad, la opinión de las facultades y de los diversos consejos deliberativos de la institución, las asociaciones gremiales en su interior, las corrientes y contracorrientes que recorren al estudiantado con sus orgánicas minorías activas e inorgánicas mayorías apolíticas, el prestigio de la institución, los sentimientos de la opinión pública, los riesgos de corto y largo plazo y el papel de los medios de comunicación con sus propias preferencias ideológicas y sugerencias prácticas de cómo proceder. Llamar a intempestivos desalojos es tan equivocado como no hacer nada y dejar que los estudiantes decidan por la fuerza del acampe.

Una vez superado el conflicto habrá tiempo para hacer balances de ganancias y pérdidas de poder, influencia, gobernabilidad, convivencia y clima interno de la Casa de Bello.

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