Hacia el cierre del ciclo constitucional: ¿y luego qué?
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Hoy se cumplen cuatro años desde la suscripción del Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución. La motivación de dicho Acuerdo fue encauzar el estallido y las protestas masivas que durante los 30 días previos habían puesto en jaque al gobierno y amenazado con desbordar el Estado de derecho. Así quedó registrado en el preámbulo del documento:
“Ante la grave crisis política y social del país, atendiendo la movilización de la ciudadanía y el llamado formulado por S.E. el Presidente Sebastián Piñera, los partidos abajo firmantes han acordado una salida institucional cuyo objetivo es buscar la paz y la justicia social a través de un procedimiento inobjetablemente democrático”.
Frente a la crisis, la mayoría de los partidos representados en el Congreso, con la excepción del Partido Comunista y el Partido Republicano, optaron pues por encauzar la arrolladora movilización social a través de una promesa de cambio constitucional. Según se convino esa noche,
“Se impulsará un Plebiscito en el mes de abril de 2020 que resuelva dos preguntas:
a) ¿Quiere usted una nueva Constitución? Apruebo o Rechazo
b) ¿Qué tipo de órgano debiera redactar la nueva Constitución? Convención Mixta Constitucional o Convención Constitucional”.
Para culminar dicho proceso, “una vez redactada la nueva Carta Fundamental por el órgano constituyente ésta será sometida a un plebiscito ratificatorio”, que se realizaría “mediante sufragio universal obligatorio”.
Sabemos lo que ocurrió a partir de ese momento y durante los 48 meses siguientes, hasta llegar al momento presente. Se eligió una Convención Constitucional ampliamente dominada por las izquierdas, imbuidas por el espíritu del octubrismo. Se redactó un texto constitucional refundacional y maximalista, que debía producir una ruptura institucional e institucionalizar las demandas de cambio movilizadas en octubre de 2019.
Dicho texto fue sometido a un plebiscito ratificatorio el 4-S y rechazado por una amplia y contundente mayoría. Ante esta situación, los partidos representados en el Congreso, con excepción del Partido Republicano, suscribieron un segundo pacto, denominado Acuerdo por Chile. En efecto, “con fecha 12 de diciembre de 2022, el presidente del Senado, Álvaro Elizalde, y el presidente de la Cámara de Diputadas y Diputados, Vlado Mirosevic, dieron a conocer el Acuerdo por Chile, iniciando el nuevo proceso constitucional, en cuya virtud se buscará la redacción de una nueva Carta Fundamental para el país”. El documento fue firmado por los representantes de los partidos políticos de Unión Demócrata Independiente, Renovación Nacional, Evópoli, Partido Demócrata Cristiano, Partido Radical, Partido Liberal, Partido Socialista, Partido Comunista, Partido por la Democracia, Partido Comunes, Partido Federación Regionalista Verde Social, Convergencia Social, Revolución Democrática y Acción Humanista, y de los movimientos Amarillos por Chile, Demócrata y Unir.
Este Acuerdo estableció unas Bases Constitucionales sobre las cuales se debía trabajar en la redacción de la nueva Constitución y creó tres órganos para el proceso constitucional:
- Consejo Constitucional compuesto por 50 personas elegidas por votación popular, cuyo objeto era discutir y aprobar una propuesta de texto de nueva Constitución.
- Comisión Experta conformada por 24 personas que tendría a su cargo la redacción de un anteproyecto, al estilo de una idea matriz del nuevo texto constitucional.
- Comité Técnico de Admisibilidad compuesto por 14 personas cuya tarea sería la revisión de las normas aprobadas, a fin de determinar una eventual inadmisibilidad de éstas cuando sean contrarias a las bases institucionales.
Esta segunda fase del proceso constituyente estuvo marcada por la posición dominante de las fuerzas de derecha, particularmente su sector más conservador, el Partido Republicano, que contaron con mayoría absoluta del Consejo. Esta aprobó en días pasados una nueva propuesta de Carta Fundamental, la que será plebiscitada el próximo día 17 de diciembre.
Dicha propuesta vuelve a dividir a la sociedad chilena entre un bloque de derechas A favor y un bloque de izquierdas En contra, con un reducido centro político que, a su vez, se inclina en ambas direcciones, pero en roles subordinados.
Tras cuatro años, entonces, seguimos bregando dentro de un cauce impecablemente institucional por encontrar un nuevo marco institucional que ofrezca condiciones de gobernabilidad al Estado y a la sociedad.
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¿Significa todo esto que hemos perdido el tiempo y seguimos dando vueltas a la noria?
No es así. En efecto, hemos ido adquiriendo -a través de este largo proceso de intercambio y lucha de ideas y posiciones- una visión más mesurada del papel de la Constitución en nuestra vida colectiva y en la comunidad imaginada que nos congrega como nación.
De un momento constitucional revolucionario, romántico, exaltado, refundacional y rupturista al comienzo hemos transitado por un valle de disputas y lamentaciones para emerger al final a una situación donde, cualquiera sea el resultado del plebiscito, tendremos una Constitución mejor asentada. Será, si no una “casa común”, a lo menos un sitio donde todos pueden acampar con su familia ideológica, sus intereses contradictorios, y su diversidad de proyectos.
Vistas así las cosas, resulta notable cómo ha evolucionado la concepción constitucional de las diferentes fuerzas.
El Partido Republicano, el mayor oponente a cambiar la Constitución de 1980 y el más renuente a hacerse parte de este proceso largo de transformación, aparece hoy encabezando con fervor el movimiento por instalar una nueva Constitución que promete será mejor aunque no muy distinta en su inspiración ideológica, a aquella impuesta por Pinochet.
En el extremo opuesto, el PC, mayor impulsor del proyecto de la Constitución rupturista de la Convención, último testimonio octubrista, se pliega ahora como segunda voz al coro del En contra, aprobando en sordina situarse al amparo de la Carta de 1980 reformada por el Presidente Lagos, que hasta ayer acusaba de tener el mismo andamiaje neoliberal recubierto por una pátina de transición democrática.
Las derechas, en general, están A favor del nuevo texto que reclaman como suyo. Se sienten cómodas con él pues moderniza la Constitución de Pinochet, sin romper con su línea valórica de fondo. En ella confluyen la tradición jurídico-moral católico-conservadora, la seguridad nacional como eje, una visión de economía política neoliberal y el principio de subsidiaridad que garantiza la libertad de elegir servicios provistos por entidades estales y no estatales.
Las izquierdas, en general, se manifiestan En contra del texto de segunda fase porque se sienten excluidas del lápiz con que se escribió, repudian su conservadurismo y el rol asignado a los mercados. Sobre todo, temen que la nueva Carta Fundamental fije límites y demarque territorios -a través de los mecanismos de provisión mixta de bienes públicos- que dejen fuertemente anclado el modelo de economía política neoliberal. Tal es su rechazo que, aún al costo del profundizar la confusión y el descrédito intelectual y político-cultural, aceptan mascullando la permanencia de la Constitución de 1980 reformada por la Concertación.
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Con todo, puede especularse que -pase lo que pase el 17-D- saldremos con una Constitución con una mayor legitimidad de origen que aquella con que gozaba la Carta que nos regía hace cuatro años.
De imponerse la Constitución republicana, su origen democrático no podrá ser impugnado pues ha tenido un largo recorrido de deliberación dentro de las reglas e instituciones establecidas. Podrán no gustar muchos de sus contenidos, pero su procedimiento de formación ha sido compartido por la clase política y habrá sido ratificado por el pueblo.
Al contrario, si se impone el En contra y se rechaza esta segunda propuesta, seguirá vigente, ahora con el voto reflejo de una mayoría, la Constitución de 1980 firmada por Lagos, cuyos contenidos tendrán variable aceptación o desaprobación, pero cuya falla de origen habrá sido reparada por este plebiscito.
Esta rara y antitética convergencia de visiones y posiciones -que está operando subterráneamente- produce un fenómeno de relativo apaciguamiento de la confrontación plebiscitario-electoral que se avecina.
No hay un clima de efervescencia. No hay una movilización intensa de expectativas y pasiones. Sólo existe el consabido espectáculo argumentativo -ya bastante rutinizado- en las pantallas de televisión, las frecuencias de la radio, las páginas de la prensa escrita dedicadas a la política y en las redes sociales.
Entre tanto, esa polarización dentro de la clase política a nivel de la agenda pública, del choque oficialismo-oposición y del debate legislativo mantiene una difundida sensación de débil gobernabilidad y de ausencia de un horizonte de futuro compartido.
Esto, en adición al hecho de que el gobierno se encuentra enfrentado a un conjunto de situaciones críticas, como los casos de corrupción, crímenes de alto impacto e inseguridad, rezagos en la atención de salud y fallas de este sistema, el conflicto en torno a los SLEP y los desbarajustes de la gestión educacional, un escaso dinamismo de la economía, la guerrilla parlamentaria en torno a la ley de presupuesto, etc.
Asimismo, la sensación de que en este cuadro conviene llegar pronto a un cierre del proceso constituyente, sensación compartida por todos los grupos políticos, resta también dramatismo al desenlace de este proceso.
De hecho, existe la idea de que el día siguiente al 17-D, no traerá consigo ni un vacío de poder ni una alteración del curso institucional de las cosas.
Más bien, servirá para calibrar hasta dónde continúa creciendo -y se proyecta hacia el ciclo que viene- la sorprendente tendencia de recuperación de las derechas tras del 18-O, y, en particular, la hegemonía de republicanos.
A su turno, cómo quede parado el gobierno Boric tras el plebiscito, y qué panorama de nuevas tensiones puedan abrirse al interior de las izquierdas, especialmente si se impone la nueva Constitución, es un asunto que incidirá sobre un esquema de gobernabilidad, de suyo debilitado. Incluso si en el plebiscito se impone el En contra, el gobierno experimentará una derrota ideológica, menos grave sin duda, al verse reafirmada la Constitución reformada de 1980, cuyo reemplazo ha sido la principal bandera del FA y el PC desde hace cuatro años.
En fin, tras el cierre del ciclo político inaugurado el 15-N -cuyo cuarto aniversario se cumple hoy- se abrirá efectivamente un nuevo ciclo, dominado por los temas de futuro; tanto en términos de agenda corta como de mediano y más largo plazo.
Temas inmediatos, de agenda corta, serán la aprobación del presupuesto de la nación 2024, un posible ajuste del equipo de gobierno para la nueva fase, el destino de las reformas promovidas por el gobierno (salud, previsional y tributaria), el manejo de los casos de corrupción vía fundaciones, y de la emergencia de los incendios de verano.
Asuntos de mediano plazo, a partir de marzo próximo, serán el mini-programa de gobierno para el período restante de la administración Boric, la reactivación de la economía y el próximo ciclo electoral en sus dos caras. Por un lado, la elección del 27 de octubre próximo de alcaldes y concejales, y de gobernadores y cores. Por otro lado, los aprontes, negociaciones, competencias y juegos de fracciones y liderazgos personales con vistas a las elecciones parlamentarias y presidencial de 2025.
A más largo plazo, la pregunta que volverá a plantearse -una vez cerrado el ciclo constitucional- es cómo el país retoma, después de la intensa y a ratos agobiante discusión de los últimos cuatro años, el horizonte de políticas públicas para la segunda mitad de la presente década y más allá. Este es el principal desafío que tenemos por delante. Volveremos sobre él en las próximas semanas.
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