“Se profundiza el desequilibrio entre una política que se mueve a alta velocidad pero sin brújula, y una economía estancada”.
En su magnífico libro “Chile, un caso de desarrollo frustrado” (1959), título que sigue vigente, Aníbal Pinto analiza la relación entre política, economía y cultura en sociedades capitalistas democráticas. Habla de la necesidad de una correspondencia entre esas esferas, de manera que la democracia quede asentada sobre pilares sólidos. Su fortaleza dependería tanto de elementos objetivos (estructura económica) como subjetivos (de la acción social e individual frente a aquellos).
Su argumento es que allí donde esa correspondencia no se asienta, como en el caso de Chile, se produce un desequilibrio frustrante. Y el andamiaje político democrático construido sobre él, si bien abre oportunidades y crea expectativas, tiene mucho de una fachada con cimientos precarios.
Esta cuestión nos persigue. La cabeza política tiende a la hipertrofia (lucha entre partidos y facciones, batalla ideológica, subjetividades dislocadas, imaginarios polarizados), mientras el cuerpo económico social se queda atrás, atrapado por la baja productividad, escasa inversión, pobreza multidimensional y desigualdad entre hogares.
Tal desequilibrio está de regreso. Luego de un alto crecimiento per cápita en los años 1990, se redujo a 3,7% anual durante 2003-2014, y será casi nulo entre 2014 y 2023, un 0,6% anual, con una tendencia decreciente.
Efectivamente, el cuerpo económico social se halla debilitado: los espíritus animales de la empresa parecen domesticados, no hay grandes proyectos de inversión, la conversación sobre crecimiento terminó refugiándose en aulas y webinars, la viga maestra de cobre está torcida. Recién el Gobierno anuncia medidas procrecimiento. Y, para qué decir, estamos en las antípodas de un Estado emprendedor, estratégico, con misión e interesado en nuevos tipos de asociaciones público-privadas.
Mientras tanto, la cabeza político-ideológica está en intensa ebullición. Del estallido del 18-O al incremento del gasto público durante la pandemia, a la puesta en marcha del proceso constitucional de la Convención, la elección del gobierno Boric (FA+PC), al plebiscito del 4-S que rechazó los cambios de paradigma y a la posterior elección de consejeros constitucionales, hasta el más reciente remezón del gabinete (para mejorar gestión), dicha cabeza no para de girar sobre sí misma.
Así se profundiza el desequilibrio entre una política que se mueve a alta velocidad pero sin brújula y una economía estancada, junto con una creciente frustración subjetiva de la población. La democracia aparece cada vez más como una fachada con cimientos precarios.
Este cuadro sintomático precede habitualmente a las apuestas autoritarias, populistas e iliberales que ofrecen remedio para la frustración a cambio de suspender, reducir o sustituir la democracia
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