Cambiar para cambiar. Pero cambiar no es destruir…
Mario Albornoz, viernes 18 de agosto de 2023
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Cuando me dispongo a editar la tercera entrega de la saga sobre la necesidad de cambios profundos en la política científica y tecnológica ha estallado en todos los medios la noticia de que Javier Milei se propone terminar con el CONICET, además del Ministerio. Sinceramente, no creo que pueda llegar a hacerlo, pero el clima se ha enrarecido mucho en 24 horas en torno a la política científica. Frente a la irracionalidad con poder es muy difícil argumentar. Y cuando repentinamente la discusión se polariza (en un país aficionado a toda clase de grietas) es difícil también sumarse a alineamientos dogmáticos, de un lado o del otro. En una entrevista publicada en Clarín, Lino Barañao reconocía que “hay que realizar ‘una modificación’ en el Conicet, como generar una mayor difusión de las cosas que se hacen e impactan en la sociedad” para evitar que algún Milei pretenda liquidarlo. Si de eso se trata, Lino, que fue ministro durante doce años ¿por qué no lo hizo? Seguramente por la dificultad que implica hacerlo.
Consciente de la dificultad que encontrar un camino intermedio, seguiré con la argumentación que venía desarrollando en las entradas anteriores, aunque la aceleración de los sucesos de estos días pueda hacer que suene extemporáneo, pero las discusiones in extremis no deben anular la posibilidad de pensar y decir lo que se piensa. El CONICET debe cambiar. La política científica debe cambiar, pero nada debe ser destruido. El país necesita fortalecer, no debilitar o aniquilar su capacidad científica y tecnológica, ya que le es necesaria para desarrollarse.
El debate no puede ser establecido entre aniquilación o statu quo. Pero hay que reconocer, parafraseando con algún desparpajo a Francis Bacon, que es necesario dejar de lado ciertos ídolos para poder pensar. Y en materia de ciencia y tecnología en este país hay muchos ídolos que deben ser al menos revisados. Estamos muy orgullosos de la historia de la ciencia y la tecnología en Argentina, por los premios Nobel que tuvimos en ciencia, porque existieron los Jorge Sabato y tantos otros en materia de desarrollo tecnológico, por la capacidad alcanzada en materia nuclear y espacial, también en medicina y en farmacia. Pero gran parte de eso pertenece al pasado y, en cambio, hoy existen lastres pesados que es necesario remover.
En la entrada anterior, después de comprobar que no es correcto atribuir la decaída performance de las publicaciones científicas a las ciencias sociales, decía que hay que examinar la influencia de los aspectos culturales y las cuestiones institucionales y operativas. Sobre estas dimensiones propias de la política científica trato de indagar en este tercer episodio de la saga.
Revisar el diseño institucional
Creo que es necesario comenzar por abordar las cuestiones relativas al diseño institucional, lo que además del mapa de los organismos centrales del sistema científico tecnológico incluye como un aspecto central la distribución de los investigadores. Aunque ya he incursionado bastante en la bibliometría, voy a reincidir por un momento, ya que algunos datos permiten arrojar alguna luz sobre el comportamiento de los investigadores en relación con su dependencia institucional.
De acuerdo con el MINCYT, Argentina cuenta con más de noventa mil investigadores, de los cuales casi tres cuartas partes se encuentran en las universidades nacionales. El CONICET, según los datos oficiales, agrupa casi una cuarta parte de los investigadores con los que cuenta el país. Pero lo peculiar del CONICET es que la mayor parte de sus investigadores se encuentran en las universidades nacionales, ya sea como docentes investigadores o en institutos de doble dependencia. Se trata de un conjunto superpuesto con las universidades nacionales el cual, como veremos, es el más productivo desde el punto de vista de artículos recogidos en SCOPUS. El siguiente cuadro expresa lo que he dicho.
Investigadores y publicaciones por sector de pertenencia
El cuadro permite comprender que los investigadores de las universidades nacionales, al ser el grupo más numeroso, marca la tendencia general en lo que se refiere a la productividad medida a través de los artículos científicos recogidos en la base SCOPUS. En cambio, la producción promedio de los investigadores del CONICET casi triplica la de los investigadores universitarios. Pero resulta curioso que el grupo que ocupa la intersección entre las universidades y el CONICET da un valor un poco más alto: 44 artículos por cada cien investigadores.
¿Cómo puede ser que el aporte de las universidades, que son mucho menos productivas, eleve el promedio del CONICET? La respuesta surge de una análisis realizado por el Centro REDES hace cinco años, que mostraba que el primer decil de los investigadores universitarios era de muy alto nivel y que su productividad superaba a la del CONICET. Debido a esto, la intersección entre ambos alcanzaba un valor más elevado. La otra conclusión casi paradójica es que si el primer decil es de tan alta calidad, el resto de los investigadores universitarios debe ser muy poco productivo para que el promedio general baje tanto.
Mencioné antes que solamente un tercio de ellos fueron autores en 2020, por lo que parece evidente que una parte sustantiva no publica en revistas de perfil internacional, o lo hace muy esporádicamente. Los datos permiten deducir que ese conjunto bastante numeroso corresponde mayormente a investigadores universitarios, a excepción del primer decil que, como se ha visto, tiene una productividad muy alta.
¿Cuántos investigadores tiene el país?
Muchas preguntas surgen desde este punto. La primera es relativa al número de investigadores con los que cuenta el país. La cifra que proporciona el MINCYT no está tergiversada sino que, por el contrario, se ajusta a la norma del Manual Frascati de la OCDE, que permite la comparabilidad internacional de los datos relativos a I+D. Pero como en tantas otras dimensiones, Argentina es un país peculiar. Un problema para la correcta comprensión de los datos es que las universidades argentinas tienen un número muy limitado de docentes con dedicación exclusiva y a pesar de eso se sostiene el ideal de que todo docente es investigador. Dicho de otro modo, la investigación forma parte de las obligaciones básicas de todos los docentes, aunque en la práctica esto no es siempre así.
Desde el regreso de la democracia este problema era conocido y se ensayaron diversas políticas para fortalecer la investigación universitaria. Sin duda, las más destacadas fueron el Sistema de Apoyo para Investigadores Universitarios (SAPIU), creado en 1988 durante la gestión de Carlos Abeledo en el CONICET, y el Programa de Incentivos a los Docentes Investigadores creado en 1993 durante la gestión de Juan Carlos del Bello como Secretario de Políticas Universitarias.
El SAPIU tendía a reemplazar gradualmente la rígida carrera del investigador por un sistema flexible centrado en la categoría de “docente universitario dedicado a docencia y a la investigación”, el cual era remunerado por un subsidio sujeto a evaluaciones periódicas. Durante la gestión de Matera en el gobierno de Carlos Menem se lo dio por terminado.
Por su parte, el Programa de Incentivos a los Docentes Investigadores estableció una escala de categorización de docentes investigadores, un sistema de evaluación normalizado y un reconocimiento económico que inicialmente fue el principal atractivo para la incorporación de los docentes al programa. Con el tiempo aparecieron diferentes problemas, algunos relativos al monto del subsidio, a la real dedicación de muchos de los docentes a la investigación, al diseño de las categorías en relación con el escalafón del CONICET, a las complejidades de la evaluación y la burocratización del programa. Muchas de estas dificultades se fueron resolviendo en el tiempo, como la exclusión de los docentes con dedicación simple y el programa tuvo un rediseño general. De todas maneras habría que verificar su eficacia y evaluar su impacto sobre el sistema. De hecho, subsiste la siguiente pregunta:
¿Son investigadores los docentes que investigan?
Reconocer la dedicación a la investigación de los docentes que investigan es una sana política universitaria que, con matices, se aplica en otros países. Sin embargo, el diseño adoptado en Argentina tiene algunos problemas que producen los efectos ya mencionados pero, sobre todo, encubren la diferencia entre aquellos investigadores universitarios del primer decil, cuya productividad es muy alta, con la de una muchedumbre de docentes investigadores cuyos resultados son inferiores, lo cual es lógico porque dividen su tiempo entre las distintas funciones universitarias y, por si fuera poco, muchas veces no tienen dedicación exclusiva. Se trata por lo tanto de un conjunto de docentes muy meritorios que hace investigación, lo cual es muy necesario para mejorar su capacidad docente y de extensión, pero no los convierte en investigadores, en el mismo sentido de quienes se dedican fundamentalmente a esta actividad. Tal circunstancia no les da un menor rango ya que su función como docentes se potencia y el país tiene un gran déficit de recursos humanos altamente capacitados.
Quizás para hacer evidente que este país tiene más investigadoras e investigadores que el resto de los latinoamericanos, o simplemente por disciplina estadística, consideramos como investigadores al total de quienes se dedican de uno y otro modo a la investigación. El Manual Frascati permite distinguir entre “personas físicas” y “equivalencia a jornada completa” (EJC). Esta última consiste en un cálculo de la suma de las horas dedicadas a la investigación por quienes la ejercen parcialmente, dividiéndolas por el tiempo de una jornada laboral completa. Es decir, que un investigador EJC no es una persona real; es un constructo cuya utilidad es sobre todo estadística. En la práctica, el número real de quienes personas se reduce a poco más de la mitad. ¿Por qué no reconocer que se trata de dos conjuntos diferentes: el de quienes investigan como dedicación principal y el de quienes son docentes que además investigan?
La paradoja, entonces, es que el CONICET se “apropió” de los investigadores universitarios y las universidades convirtieron en investigadores a sus “docentes que investigan”. Es una situación anómala que se debe revisar, tanto en el desempeño del CONICET, como en la investigación universitaria. La confusión perjudica a ambos grupos.
Inclusión o excelencia
Otro aspecto del problema es la contradicción entre inclusión y excelencia que ha primado en la política de recursos humanos para la ciencia y la tecnología. El CONICET ha crecido a niveles tales que casi la totalidad de su presupuesto se destina a salarios que, además, son muy bajos. ¿Por qué sorprenderse de que la escasez de subsidios, equipamiento e infraestructura, en tantos casos, conspire contra los resultados? Los investigadores chilenos, por mencionar un ejemplo que duele, reciben mejores salarios y cuentan con más recursos, entre los que se incluye el costo de la publicación en ciertas revistas (el cargo por procesamiento de artículos, APC), lo que alcanza a muchas de las de acceso abierto. Este arancel es un limitante de gran importancia para los investigadores argentinos, muy agravada por la escasez de dólares en la economía nacional. Los autores argentinos carecen, en general, de apoyo para financiar este coste que permite la publicación en tales medios.
La política de puertas abiertas al CONICET no significa que no haya condiciones de acceso muchas veces severas, sino que el cupo de becas y cargos que se ofrece anualmente es desproporcionado con relación al presupuesto del organismo. Esto se agrava cuando en la práctica se convierte en la única posibilidad de acceder a un cargo de investigación con dedicación exclusiva. Probablemente sería más sensato limitar el acceso al CONICET pero abrir otras oportunidades en las universidades y otras instituciones. Esto requeriría que las universidades -públicas y privadas- se involucren fuertemente en crear mecanismos de apoyo y fomento a la investigación, además de cargos con dedicación exclusiva.
En el caso de las becas de posgrado, el CONICET se ha convertido también en un embudo, ya que los graduados que requieran el apoyo de una beca para doctorarse tienen como oferta principal, casi única, a este organismo, más allá de que la UBA también tiene una oferta que en los inicios del programa UBACYT aspiraba a ser más atractiva que la del consejo. El problema es que las becas del CONICET están concebidas en función de una trayectoria de investigador y no todos los que aspiran a doctorarse esperan ser investigadores. Sería probablemente más funcional que las becas sean otorgadas a ciertos programas de posgrado previamente evaluados, al modo que lo hace CAPES en Brasil, en temáticas que sean prioritarias en función de la estrategia de desarrollo que adopte el país. El destino laboral de estos becarios no debería estar garantizado en el acceso a una carrera, sino que deberían encontrar oportunidades en el sistema universitario y sobre todo en el sector privado, en aquellas empresas que están accediendo -o se preparan para hacerlo- a la denominada “cuarta revolución industrial”. No son pocas.
No quiero dejar de lado que la antigua ANPCYT, hoy Agencia I+D+i también otorga becas de dedicación a tiempo completo en el marco de proyectos aprobados por el FONCYT. Estas becas están orientadas a la formación doctoral o posdoctoral e incluso a la capacitación de jóvenes, tanto de nacionalidad argentina, como extranjera. La Agencia tiene su propio sistema de prioridades, por lo que merece un análisis que excede el propósito de este texto.
No se trata sólo del CONICET
El sistema no son solamente las instituciones públicas o privadas que producen conocimiento. Incluye numerosos actores que producen, demandan y aplican dicho conocimiento. Algunos autores, siguiendo a Bruno Latour y al brillante filósofo español Javier Echeverría acuñaron el término “tecnociencia” para referirse al complejo de investigadores, ingenieros, empresarios y funcionarios, entre otros, que garantizan que la creación de nuevo conocimiento conduzca a su aplicación. Otra mirada, en cierto modo similar, es la de los sistemas de innovación que incluyen a los investigadores, los educadores, los empresarios, los prestadores de servicios públicos y los tomadores de decisiones políticas. Moraleja: mirar el problema de la ciencia argentina y su contribución al desarrollo del país no es lo mismo que mirar solo el CONICET. Los científicos deben dejar de mirarse el ombligo. La ciencia debe ser vista desde una mirada del total del país.
No hay que cerrar el CONICET ni privatizarlo y menos cuando los privados en general no se han mostrado demasiado motivados por invertir en la producción local de conocimiento científico y tecnológico. Pero hay que modificarlo y crear algunas instancias nuevas para los becarios. Además, hay que crear condiciones para alentar al sector privado para que sea realmente innovador. De esto hablaré en la próxima entrega de la saga.
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