Las dinámicas que llevan a la elección del 7 de mayo
A pocos días de la elección de consejeros constitucionales, hay un clima de relativa apatía política. Una rápida mirada al paisaje preelectorallo confirma. Más difícil es desentrañar las razones y motivos de esta situación.
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La prensa y los columnistas habituales hablan de desinterés. Los expertos en opinología, las encuestas y sondeos, y los analistas de los medios de comunicación, coinciden en que existe una desconexión de la población respecto del proceso constitucional. Según estos estudios, menos de un tercio de los votantes potenciales se halla interesado en el evento del próximo domingo 7 de mayo. Incluso se habla de fatiga constitucional y se señala que hay otras urgencias que reclaman la atención de la gente.
Sin duda, existen intensas preocupaciones vitales. Desde hace varias semanas, el foco casi exclusivo de los medios de comunicación se dirige hacia los problemas hobbesianos de violencia, crímenes, narcotráfico, delitos de alta connotación social, crimen organizado, bandas, robos en calles y hogares, golpizas, tiroteos y toda suerte de conductas delictivas. Por lo mismo, la población está atemorizada y se siente insegura, inquieta, exasperada. Esto se traduce además -muchas veces injustamente-en desconfianza, rechazo y culpabilización de los y las migrantes, identificados como protagonistas de malas conductas y generadores de violencia.
En paralelo corren los demás problemas relacionados con las difíciles condiciones de vida de la mayoría de las personas y hogares, tales como bajos ingresos, cesantía e informalidad, inflación, problemas de salud, vivienda y transporte urbano.
La apatía estaría motivada también por problemas propios de la esfera política. Se apunta al Gobierno por no haber informado oportuna ni suficientemente sobre la importancia del evento electoral del próximo 7 de mayo. La propia Cámara de Diputados aprobó el 19 de abril-por 71 votos contra 46- una Resolución donde “manifiesta su profunda preocupación respecto de la falta de actuación del Gobierno en informar a la ciudadanía respecto de la elección y solicita a S. E. el Presidente de la República la urgente realización de una campaña informativa”. El llamado tuvo escaso éxito. El Gobierno hizo bien en no involucrarse sustantivamente en el proceso constitucional. Pero hace mal al no usar los medios a su disposición para llamar a votar y espantar la apatía.
A su turno, participantes directos en la contienda -partidos, coaliciones y candidatos- han hecho poco por motivar al electorado. En la práctica, la importancia de la futura Constitución casi no se menciona. Los partidos más establecidos, tanto de izquierda como de derecha, permanecen semi ocultos tras sus respectivos pactos, con nombres de fantasía, indistinguibles: Unidos por Chile (Revolución Democrática, Partido Comunista, Convergencia Social, Comunes, Acción Humanista, Federación Regionalista Verde, Partido Socialista, Partido Liberal); Todo por Chile (Partido por la Democracia, Democracia Cristiana, Partido Radical); Chile Seguro (Renovación Nacional, Unión Demócrata Independiente y Evópoli). Además concurren -separadamente y sin pactos- el Partido de la Gente y el Partido Republicano. Este frondoso bosque de pactos, con sus lemas y consignas, no deja ver a los candidatos, que pasan raudos por la pantalla. La mayoría son escasamente conocidos a nivel nacional, salvo unas pocas excepciones; su elección dependerá pues de su reputación regional. La franja reglamentaria de propaganda electoral en la TV, en vez de traer mayor claridad, más bien contribuye a subrayar la diversidad de motivos, paisajes, caras y mensajes, en un remolino cuyo rating no ha sido espectacular según informa el CNTV.
En suma, los candidatos aparecen desperdigados y son de bajo perfil, sus mensajes carecen de foco, su posicionamiento es confuso, y la dinámica electoral dentro de la cual se insertan es de mínima intensidad. La elección de consejeros constitucionales se halla situada, además, al medio de un proceso que -en su actual etapa- no genera mayor interés público ni un compromiso especial de parte de los principales actores políticos, incluido el Gobierno. Por el momento todos parecen concentrados en el único tema que atrae la atención de la opinión encuestada; esto es, la inseguridad y el temor frente al crimen.
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Este cuadro no puede atribuirse meramente a motivos psicológicos-sociales, como ocurre con frecuencia. Se dice, por ejemplo, que prevalecería un cierto agotamiento con el asunto constitucional, producto de la mala experiencia anterior con la Convención. Su alta intensidad, desorbitadas pretensiones, escandalosa escenografía y ruidosas desavenencias, efectivamente terminaron por exasperar a la ciudadanía, como quedó de manifiesto el 4-S. Sin embargo allí, más que agotamiento, se manifestó la decisión de rechazar esa propuesta desorbitada, acto que estuvo coadyuvado por la obligación legal de concurrir a votar.
De cualquier forma, es un hecho que a partir de ese día el clima de opinión, o el estado de ánimo del país cómo gustan decir algunos editorialistas, giró y la marea cambió de sentido. De la exaltación octubrista que la Convención Constitucional pretendió convertir en carta refundacional del país se pasó, rápidamente, a un anhelo colectivo de orden y seguridad y a una reacción defensiva de la sociedad ante la amenaza hobbesiana. Prontamente disminuyó el diapasón público y se acrecentó la involución privada, doméstica, de vuelta al hogar, al ingreso familiar, las deudas, los problemas de salud y, sobre todo, el miedo de ser víctima de un robo o un crimen.
Lo que experimentamos en el ambiente como un fenómeno de apatía política -o sea, de dejadez, indolencia, falta de vigor o energía, según la RAE; en fin, un clima bastante depresivo, donde los problemas no parecen encontrar soluciones- tiene sin embargo razones más profundas en términos de las lógicas propias de la esfera política. La apatía es nada más que un síntoma coyuntural, que aparece subrayado por aquella falta de interés. Y una suerte de desidia frente a la elección del domingo próximo.
Su razón de ser, en cambio, tiene que ver con las actuales circunstancias que caracterizan a dicha esfera como resultado de las transformaciones que ella experimenta.
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Lo primero a observar es que esta sensación de cansancio, futilidad, exasperación incluso, se explica en buena medida por la falta de productividad de la esfera política. Existe la percepción de que nada se resuelve. Por ejemplo, el proceso constitucionallleva recorrido un largo camino -llegó a convertirse en un verdadero espectáculo- pero no muestra resultados. Ni siquiera se halla asegurado su objetivo. Los asuntos que generan mayor preocupación -ya lo vimos- tampoco encuentran solución ni parecen hallarse mínimamente bajo control. Las largas esperas para recibir atención de salud son un ejemplo cotidiano de que las cosas no funcionan. El estilo marcadamente retórico, controversial, sin plazos definidos ni progresos tangibles que muestra la política partidista y parlamentaria, proyecta una larga sombra de inefectividad e ineficiencia sobre la esfera completa de la polis.
A su turno, los clivajes ideológicos tradicionalesque facilitaban la comprensión e interpretación de los hechos políticos han ido desapareciendo o se han debilitado grandemente. Por ejemplo, en la elección de consejeros del próximo domingo, los principales pactos aparecen más preocupados del balance interno de poder entre sus propias fuerzas que de ganar a los pactos y partidos adversarios. A la derecha le interesa ante todo saber si los republicanos sobrepasarán en votos a los partidos de Chile Vamos. Y a las izquierdas, cuál de las dos alianzas -si Apruebo Dignidad o el Socialismo Democrático- resultará victoriosa.
Al fondo, los partidos y sus pactos están más atentos a las futuras elecciones que a las decisiones que los votantes adoptarán el domingo. Lo mismo ocurre con los dos partidos que compiten fuera de los pactos, el Republicano y el de la Gente. Como favoritos para incrementar su respaldo, ambos prosperan; uno en un clima de clamor por ley, orden y seguridad, el otro en un ambiente de apatía y frustración con la política.
En el actual escenario tampoco han surgido figuras políticas que proyecten liderazgos carismáticos, ni del lado del oficialismo ni de las oposiciones.
En el oficialismo y las izquierdas, el Presidente Boric no goza de un caudal de popularidad tal que pudiera compartir con las fuerzas que lo acompañan. Ni éstas han logrado levantar figuras rectoras ante la opinión pública, aunque hay un grupo de mujeres en el gabinete presidencial -integrado por Tohá, Vallejo y Jara– y en la dirección de los partidos –Vodanovic y Piergentili- que destacan en un entorno relativamente plano. Por el lado de la derecha, son sus alcaldes metropolitanos –Matthei, Cárter y Codina– los que aparecen con mayor proyección. En el caso de los partidos fuera de pactos la situación es distinta, pues ambos son, de hecho, partidos congregados en torno de sus líderes, Kast y Parisi, respectivamente.
Todo esto habla de una democracia con escasas energías internas de renovación y cambio. No hay gran entusiasmo ni a izquierdas ni a derechas, aunque este síntoma es más agudo en la siniestra -que no termina por reponerse tras el rechazo del 4-S- que en la diestra. Sin embargo, también esta se debate entre un proyecto más extremo y otro más mainstream, lo cual afecta su proyección de cara al futuro.
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Las dinámicas que transformaron el cuadro político luego del triunfo de Boric, y por casi un año alimentaron desde la Convención Constitucional la ilusión -y, al reverso, el temor- de una alteración radical de las relaciones de poder en la sociedad chilena, han ido todas en retroceso y ceden ahora ante a la ola de apatía que hemos visto avanzar desde el plebiscito del 4-S.
¿Qué impulsó este cambio de marea en el trasfondo de este cuadro?
Por lo pronto, un eje que emergió con fuerza en los días del estallido social y de las grandes protestas masivas –pueblo contra élites- se debilitó progresivamente en los meses siguientes. El pueblo como sinónimo de masas movilizadas,movimientos sociales agrupados en torno de variadas demandas y exaltación del resentimientos de clase contra clase, alcanzó a perfilarse en el seno de la Convención Constitucional, estuvo presente en las listas del pueblo y contribuyó al triunfo electoral de Boric con un programa de radical transformación del paradigma de gobernabilidad legado por la Concertación.
A su turno, esta dinámica fue entendida como una palanca para producir un completo recambio de la élite política -a la vez generacional, partidista e ideológica- que luego llevaría a un recambio de las demás élites, de suyo debilitadas, se decía, como la élite económico-gerencial, militar, religiosa, académica, mediática y cultural. Esta ilusión no demoró en desvanecerse, sin embargo.
Por un lado, la élite política ascendente -no aquel pueblo heteróclito y movilizado que alcanzó a vislumbrase en los días de la revuelta de octubre sino sus representantes organizados, Frente Amplio, PC y otros grupos reunidos en Apruebo Dignidad– se convirtió de pronto en la nueva élite gobernante, con las responsabilidades y privilegios del poder, de los cargos y de la figuración pública.
Por otro lado, las demás élites, cada una articulada a partir de sus propios campos de acción, con relativa autonomía de la política, mantienen sus propias lógicas de circulación y renovación, dando lugar a continuos procesos de pugna entre incumbentes y contendientes, herederos y competidores. La idea de que la jerarquía de estos poderes sociales caería por una suerte de efecto dominó a partir del cambio de Gobierno resultó ser nada más que una apreciación voluntarista, como tantas otras igualmente implausibles.
De modo que a pocos meses de haberse inaugurado el nuevo Gobierno, y sobre todo luego del rechazo de la propuesta de una nueva Constitución refundacional, únicamente la esfera política mostraba un recambio generacional de su élite. Pero también este recambio perdió el impulso original y la nueva generación encargada del Gobierno debió recurrir a políticos, tecnócratas y technopols provenientes de la antigua Concertación para contar con su experiencia en el manejo del Estado y de los laberintos de la administración gubernamental.
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Habiéndose difuminado aquel clivaje de pueblo contra élite que mencionamos antes, y también este otro de jóvenes contra viejos, irrumpe a la superficie un nuevo panorama ideológico post plebiscito del 4-S, que ayuda a explicar el actual cuadro de apatía y de distanciamiento respecto de la política por su escasa productividad. Si bien este nuevo panorama se halla todavía en pleno desarrollo, hay ciertas tendencias que parecen irse asentando.
El fenómeno del octubrismo, como espíritu de la revuelta del 18-O que luego se proyectó a lo largo del proceso de la Convención Constitucional, terminó deshilachado tras el 4-S. Desde entonces se ha ido reduciendo a la impotencia política de quienes, en la izquierda, reclaman para sí dicho espíritu. En la actual coyuntura, esta ultraizquierda ha vuelto a situarse fuera de juego y llama a movilizarse activamente contra la elección de consejeros constitucionales del 7 de mayo. Así lo expresa un grupo de intelectuales y dirigentes sociales, personalidades y organizaciones, en el manifiesto “Abajo el espurio y antidemocrático Acuerdo Constitucional: Este 7 de mayo llamamos a votar nulo, ¡A retomar la lucha por las demandas populares y de los trabajadores!”.
Este grupo caracteriza el momento actual como expresión de un frente común reaccionario: “Ahora el Gobierno de Gabriel Boric se ha sumado a los partidos tradicionales en la búsqueda de reponer la legitimidad de la vieja institucionalidad y la gobernabilidad neoliberal, la cual quieren reinstalar con promesas vacías al pueblo trabajador mientras por arriba otorgan permanentes regalías al gran empresariado y gobiernan junto a la ex Concertación y aceptando la agenda de la derecha”. En este marco, sostiene, “el nuevo proceso constitucional es clave en su búsqueda por recomponer la gobernabilidad y legitimar las instituciones del Chile neoliberal, iniciando lo que podríamos llamar una nueva transición, retomando la política de los consensos que primaron en la política tradicional de los años 90. Es un proceso anti democrático desde su origen, diseñado por los mismos partidos de siempre y ajeno a las necesidades de las y los trabajadores y del pueblo”.
Ante este escenario, llaman a enfrentar “este fraude constitucional, planteando la necesidad de retomar el camino de la movilización en pos de una verdadera Asamblea Constituyente Libre y Soberana, sin trabas ni ataduras que pueda cuestionarlo todo (…) y adelantamos nuestro voto nulo de cara a la elección del Consejo, a la vez que llamamos a todos los sectores que se ubican contra este fraude constitucional a adherir públicamente”.
Tal es la paradoja del octubrismo y, en general, del movimiento destituyente: tras fracasar en el intento de derogar «el sistema» para refundarlo como utopía, ahora llama a abstenerse, a tomar distancia de la política real, a no votar -ni siquiera por el PC y el FA- y a movilizarse sólo en el plano de las palabras, mientras crece el riesgo real de una restauración popular-autoritaria. Por su lado, un variopinto grupo de parlamentarios ha convergido posteriormente hacia esta misma posición, mostrando cómo ella se alimenta desde una variedad de perspectivas de derechas e izquierdas.
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Mientras tanto, las izquierdas situadas dentro del espectro real de las luchas por la transformación de la sociedad, lejanas por lo mismo de la apatía y decepción que inmoviliza al octubrismo, enfrentan la elección del próximo 7 de mayo separadas en varias corrientes que se entrecruzan, combinan y vuelven a apartar. En la superficie concurren divididas en dos pactos, uno de centroizquierda y otro de izquierda oficial. Ambos, conformados por partidos y tradiciones en plena revisión de sus ideas, identidades y composiciones organizacionales.
A un lado, el pacto de la izquierda oficial reúne electoralmente a tres vertientes principales, cada una con corrientes internas y liderazgos en competencia.
La primera vertiente, correspondiente al PC, el que ha dejado de ser un partido monolítico y exhibe fisuras generacionales, burocráticas y de sensibilidades ideológicas distintas (frente a los comunismos reales y el fantasma de la URSS, al octubrismo, a la democracia liberal y los DD.HH., a las alianzas y las estrategias de reforma y revolución, etc.).
La segunda vertiente, el FA, es de suyo una amalgama de grupos de neo izquierda generacional, abiertos a los temas de las libertades posmodernas e identitarias, las disidencias e interseccionalidades, los tópicos medioambientales, el feminismo militante, los enfoques decoloniales y del buen vivir, el antiglobalismo, la preferencia por los movimientos sociales y la protesta, y por las formas democráticas de asambleas horizontales en continua descomposición y recomposición, como de hecho ocurre en el mundo estudiantil.
La convivencia entre esas dos izquierdas -una histórica de tradición soviética y otra reciente, de origen estudiantil y concepciones posmodernas- al interior de un Gobierno que tras el 4-S se quedó sin programa y ha tenido que reconstruirse como reformismo socialdemócrata que teme decir su nombre, ha sido sin duda difícil, a ratos tormentosa, incómoda y de continuos reacomodos para asegurar un mínimo de gobernabilidad.
Para esto el Gobierno debió incluir además, desde el comienzo, a una tercera vertiente de las izquierdas, la del Socialismo Democrático (PS, PPD y PR) heredero de la renovación socialista, la Concertación y del proceso de transición y recuperación de la democracia y modernización de la sociedad chilena, que gradualmente fue haciéndose cargo de la conducción real del Gobierno de Boric, bajo la inspiración y el liderazgo coalicional del propio Presidente. Pero de esta última vertiente, solo el PSconcurre el 7 de mayo dentro del pacto de la izquierda oficial.
Al otro lado, las demás colectividades del Socialismo Democrático (PPD y PR), junto con la DC y otras personalidades y grupos de centro, participan bajo un pacto distinto en la elección de este fin de semana. En los hechos, una agrupación de centroizquierda y talante reformista moderado, que en parte votó por el Rechazo en el plebiscito del pasado 4-S y hoy comparte el giro reformista de Boric, en la misma medida en que se aparta de la izquierda del PC y FA.
Tan inestable agrupación de diversas corrientes, grupos y subgrupos de izquierda presenta serias dificultades de identificación para el electorado, desde el momento que su legibilidad es de difícil comprensión. Se trata, en verdad, de una izquierda líquida, maleable, en pleno proceso (largo) de ebullición, con perfiles ideológicos variados y cambiantes y con programas que se deshacen y rehacen sobre la marcha, a partir de un cúmulo de distintas ideas, ideales, vocabularios, propuestas y cajas de herramienta de política pública. No es de extrañar, entonces, que no provoquen fácilmente la adhesión de votantes más allá de sus grupos tradicionales de seguidores. Al contrario, contribuyen a la lejanía con que mucha gente mira hoy a la política, dificultan la coherencia del Gobierno -que da muestras claras y evidentes de tener dificultades para decidir- y mantienen altos grados de incertidumbre respecto de su propia evolución futura.
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No muy distinto es el panorama de las derechas que también se acercan desde tres flancos a la elección del domingo próximo.
El primero es el del Pacto de la derecha tradicional –RN y UDI– a los cuales se suma Evópoli, una agrupación menor y con pretensión de renovación ideológica pero que, hasta el momento, no ha logrado alterar las inercias de la derecha. Los dos partidos tradicionales, entre tanto, exhiben diferencias más bien organizacionales, aunque poseen también énfasis ideológicos distintos.
RN es un partido de líderes y grupos regionales, sueltamente asociados, sin una ideología marcada, con elementos desde liberales hasta nacionalistas, con orientación hacia valores del emprendimiento y un discurso que adopta elementos del social cristianismo, el liberalismo y el neoliberalismo, orden y ley e ideas de modernidad consistentes en bienestar y consumo difundidos. El piñerismo constituyó la versión electoral más lograda de este melting pot de ideas, proyectándolo (dos veces) como alternativa de gobierno que se proclamaba eficaz y eficiente con base en personal gerencial y de empresa, pero sin lograr dotar al país de una nueva gobernabilidad.
La UDI, en tanto, es un partido que arrastra una tradición de fuerte organización, de cuadros, entrenamiento y doctrina, con un origen gremialista-corporativo, ideas de democracia protegida combinadas con una fuerte visión neoliberal de predominio de los mercados y la libre elección de bienes (pero no de valores). En el espectro de la derecha representa la herencia de la revolución refundacional de Pinochet y de la Constitución de 1980, al interior de la cual evolucionó hasta el punto de hallarse comprometida hoy, junto con RN y Evópoli, en el proceso de elaboración de una nueva carta fundamental.
Al lado de esta coalición de partidos se ha desarrollado durante los últimos años -en torno a J.A. Kast, ex diputado UDI- un partido Republicano que aparece en el espectro de la derecha chilena como una suerte de vuelta a los orígenes de la UDI, con posiciones doctrinarias más conservadoras en materias de familia y valores privados, integración social jerárquica, patria y nación, subsidiariedad en favor de cuerpos intermedios, moral católica y, sobre todo, orden y seguridad en manos de un Leviatán que mantiene a raya el desorden, los excesos liberales y las amenazas a la conservación de los rangos sociales bien articulados de arriba hacia abajo.
Por último, también con un posicionamiento de derecha -pero no de derecha burguesa, en el sentido de clases- surge en 2019 el Partido de la Gente (PDG), partido autodefinido como ciudadano, independiente, regional, transversal, sin ideologías políticas, autofinanciado; “el Poder de la gente”. En su declaración agrega: “Somos los desilusionados del sistema actual y los que buscan nuevas políticas de Estado en favor de las personas y no de los mismos de siempre. Nos aburrimos de ver cómo la clase media y clase media emergente es la más abandonada por el Estado chileno. Muchos años hemos esperado a que los actuales políticos trabajen en pro del bienestar ciudadano, pero hoy estamos más cerca de lograrlo gracias a (…) tu apoyo”. En lo básico, es un partido de cuño popular-centrista, sin ideología fija, pero crítico de la política, las élites y el sistema, de la democracia representativa y las tecnocracias, que aspira a un gobierno simplificado, directo en todo lo posible, concreto, que responda a las necesidades y demandas de la gente.
Este tridente de derechas -tradicional intentando renovarse, republicano con pretensión de restauración del orden y de populismo mesocrático- enfrenta la elección del próximo domingo ampliamente favorecido por el clima de apatía, inseguridad, temor, crítica a la política y deseo de conservación y protección que caracteriza el momento actual de la opinión pública encuestada.
De hecho, este clima que viene desde el plebiscito del 4-S -con el fin de la propuesta maximalista articulada por la Convención Constitucional- creó un ambiente donde cualquier cambio parece sospechoso y donde se desconfía de las posturas de los adversarios políticos sin siquiera estudiarlas.
Esta atmósfera confrontacional y de suspicacias-en un cuadro desde ya de gran confusión política, escasos liderazgos y baja gobernabilidad- explica en medida no despreciable el estado deprimido, desinteresado, desaprensivo, apático y de desconexión que recorre nuestra política y hace tomar distancia de ella. Como muestra nuestro análisis, hoy izquierdas y derechas no están en condiciones de articular proyectos relativamente coherentes para impulsar la gobernabilidad y el desarrollo del país, menos aún sus expresiones más extremas.
Con todo, un resultado relativamente equilibrado entre las diferentes fuerzas en la elección del domingo próximo, permitiría por ahora seguir trabajando en una Constitución que refuerce la legitimidad de las instituciones del Estado y amplíe razonablemente los derechos sociales dentro de los límites del crecimiento del país. A mediano plazo, el riesgo continúa siendo que la política se entrampe en su actual estado de confusión y baja productividad, abriendo las compuertas ya bien a soluciones autoritarias o bien a enfrentamientos disruptivos dentro de la sociedad.
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