Boric: ¿cambio de opinión o incipiente transformación cultural?
Lo que está sucediendo es una transformación del paradigma con que el propio Presidente Boric, y su equipo, interpreta la sociedad chilena, sus estructuras e instituciones, y las políticas más apropiadas para incidir sobre ellas.
La prensa del último fin de semana -columnistas, entrevistas, cartas al editor y editoriales- resulta implacable: estaríamos ante la bancarrota del gobierno de Apruebo Dignidad y la ruina del Presidente Boric. A propósito del cambio de opiniones del oficialismo, partiendo por su vértice superior, se plantean diagnósticos dramáticos (quiebre moral); hay reacciones escépticas (sus promesas son palabras al viento); surgen dudas razonables (¿oportunismo? ¿ambigüedad? ¿confusión? ¿ambivalencia?); se pide un test de autenticidad (¿mera conveniencia o cambio de fondo?); se pregunta hasta cuándo (¿cuántos giros más?), o se formulan encrucijadas existenciales (¿convicción o abdicación, traición?).
El espacio de la deliberación pública se vuelve tóxico. En vez de razonar en público impera una lógica tuitera: golpear al otro, sembrar sospechas, descalificar, cancelar, circular argumentos fake (y no sólo falsas noticias), competir por el pulgar arriba (likes, me gusta), mostrarse intransigente e impresionar.
Mi lectura de la situación diverge de este remolino de cuestionamientos y recelos. En particular, disiento de la exigencia al Presidente de emprender el camino a Canossa (¿ante quien debería postrarse?). Se recordará que en el invierno de 1077, Enrique IV, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, luego de deponer al Papa Gregorio VII y de que este contraatacara excomulgándolo, salió a su encuentro para reconciliarse con él. Pasó tres días a las puertas del castillo de Matilde de Canossa, hasta que el Santo Padre finalmente admitió al real penitente y le dio la absolución. Este episodio suele ser recordado como la humillación de Canossa.
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Puesto en perspectiva, asistimos a la transformación que experimenta el bloque de izquierdas que hace un año accedió al gobierno, integrado originalmente por una nueva generación de izquierda radicalizada (FA) y la antigua izquierda comunista radicalizada ella también (PC). Llega al poder con un discurso y un programa de ruptura con el reformismo (socialdemócrata-concertacionista-liberal) e imbuido de espíritu octubrista forjado a la sombra del estallido social y las protestas masivas del 18-O.
Suele olvidarse que ese origen marcó a fuego (literalmente) el imaginario político de este bloque de izquierdas, su diagnóstico antisistémico (el «modelo» neoliberal) y su perspectiva utópica fuertemente influida por las corrientes ideológicas «emancipatorias» del feminismo, ecologismo, de-colonialismo, identidades disidentes de todo tipo, solidarismo socialista, anti globalismo y anarco-democratismo comunitario.
Su expresión más acabada se produjo al interior de la Convención Constitucional que, inspirada en esas corrientes, sistematiza el espíritu octubrista en un proyecto refundacional y maximalista que quedó expuesto en la Carta Fundamental. Dicho proyecto debía justificar al bloque de Gobierno ante la historia.
En efecto, no se repara lo suficiente que allí -en ese texto, en esos días previos al plebiscito de septiembre 2022, con el compromiso activo asumido por el Presidente Boric y sus principales ministros- se manifestaba la naciente cultura política de ese bloque. Su síntesis ideológica, sus diversas vertientes, su carácter posmoderno, postilustrado, rupturista, romántico, identitario, juvenil y a la vez anacrónico; una revolución paradigmática operada desde el seno mismo de una democracia (neo)liberal.
Un triunfo del Apruebo en el plebiscito del 4-S habría alterado la historia. Al confluir y conjugarse con el programa del gobierno de Boric, ese proyecto radical-utópico habría adquirido la fuerza de un doble mandato popular, inaugurando un nuevo «momento refundacional». Habría significado la inauguración de una etapa de intensa agitación político-ideológica y cultural, apuntando a un cambio radical de las bases institucionales y socioeconómicas de la gobernabilidad del país, con la revivida emoción del octubrismo a su favor. Nada más preciso podemos aventurar de cómo en concreto se habría perfilado dicho proceso; de sus vaivenes, resistencias y efectos sobre los poderes fácticos del capital, la calle y los enclaves ideológicos de la sociedad.
Al contrario, sabemos bien lo que significó el Rechazo del 4-S en todos los planos relevantes que aquí interesan para nuestro diagnóstico del momento actual.
Primero, el Gobierno reconoció prontamente el verdadero parteaguas que había ocurrido con la consecuente necesidad de redefinir sus propias bases de sustentación.
Segundo, optó por una reorganización del propio bloque que lo sostiene, girando explícitamente hacia un perfil reformista, con pivote en el Socialismo Democrático y una recuperación de elementos intergeneracionales y de experticia tecnoburocrática. Debe precisarse, de todas formas, que ese perfil se hallaba parcialmente presente, desde el comienzo, en el manejo de la hacienda pública.
Tercero, puso en marcha una redefinición de su programa con un claro sentido de moderación, repriorización, realismo (con renuncia) y evaporación de las aristas ideológicamente más puntiagudas (o bien su sublimación en el nivel simbólico).
Cuarto, encabezado directamente por el Presidente Boric, inició -quizá la parte más desgarradora de esta evolución- una verdadera mudanza discursiva. Del discurso transformador (de paradigmas, instituciones y estructuras) a la transformación discursiva de la propia visión de mundo y posición en él. Es decir, un verdadero giro discursivo, que arrastra consigo la imagen de sí mismo, los otros y de la realidad circundante.
La expresión más notoria -y a la vez anuncio anticipado- de la dirección hacia donde se desplazaba la conciencia histórica del gobernante fueron las palabras de Boric pronunciadas durante el descubrimiento del monumento del Presidente Aylwin, el 30 de noviembre pasado. Aquel fue un acto de reconciliación con la historia de la transición a la democracia, con la Concertación que llevó adelante dicho proceso, con los 30 años que preceden al arribo de AD a la administración del Estado y, sobre todo, con una visión reformista de la política como responsabilidad de avanzar las convicciones hasta el límite de lo posible.
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Sin embargo, la evolución político-discursiva del Presidente y su equipo no termina ahí. Su cambio de opiniones y actitudes ha sido más amplio aún. Al punto de llevar a un apreciado colega columnista a preguntarse: “¿se puede cambiar de opinión en pocos meses no sobre una cosa sino sobre casi todas: delincuencia, Carabineros, estados de excepción, infraestructura crítica, inmigración ilegal, retiros de fondos previsionales, el gobierno de Aylwin, ‘los treinta años’, etc.?”
Efectivamente, el Presidente y su equipo vienen dando cuenta, discursivamente, de esos cambios y de varios otros, algunos incluso de mayor fondo y calado: inserción global de Chile y tratados de libre comercio, colaboración entre el Estado y los privados en la provisión de bienes públicos, alianza público estatal y de la sociedad civil para la reactivación educacional, condonación limitada de deudas estudiantiles, preferencia por una Constitución de amplio consenso que prolongue la tradición constitucional chilena, no más indultos para presos del estallido social, entendimientos con la oposición de derechas en el Congreso, fin de la soberbia generacional, paso de la refundación de Carabineros a acompañar sus procedimientos en las calles. Y esta lista podría seguir hasta casi agotar los asuntos objeto de la política y las políticas públicas.
El hecho es que estamos, no ante cambios de opinión uno por uno, sino que frente a una transformación de la matriz o del paradigma con que los más variados asuntos de la política son pensados, procesados y enunciados. He aquí la paradoja más profunda.
En vez de introducir un «cambio de paradigma» en la política nacional, como anunciaba el bloque de izquierdas al asumir el poder, o sea, un modelo radicalmente distinto de ideas, marco discursivo e instrumentos de política, lo que está sucediendo es una transformación del paradigma con que el propio Presidente y su equipo -en sus propias cabezas, digamos así- interpreta la sociedad chilena, sus estructuras e instituciones, y las políticas más apropiadas para incidir sobre ellas.
Sin duda, donde más evidentemente puede apreciarse ese desplazamiento -de cambiar el paradigma (hegemónico) de la política «allá afuera» a modificarlo «aquí dentro» de la propia mente y del sustrato de ideas del colectivo al que pertenezco -es en los asuntos de seguridad, los más grávidos de la conciencia política moderna desde Hobbes. Ahí convergen los tópicos de la violencia criminal y la violencia legítima, del temor y la represión, de las fuerzas de seguridad del Estado y del Estado de Derecho, del político revolucionario y la moral democrática y tantos otros que la joven generación de izquierdas apenas alcanzó a visitar, deslumbrándose, el 18-O, mientras los mismos tópicos han acompañado como una sombra al PC durante décadas de acrítica fidelidad al modelo soviético.
Como advertía Max Weber al final de la Primera Guerra Mundial, “Quien quiera en general hacer política y, sobre todo, quien quiera hacer política como profesión, ha de tener conciencia de estas paradojas éticas y de su responsabilidad por lo que él mismo, bajo su tensión, puede llegar a ser. Repito que quien hace política pacta con los poderes diabólicos que acechan en torno de todo poder”.
Un fenómeno de transformación discursiva de la conciencia política de una generación como la que estamos presenciando, no puede evaluarse ni juzgarse, por lo mismo, como un mero giro de lenguaje, seguramente oportunista y pragmático. Sostengo que esa lectura, conveniente para la polémica de oposición, qué duda cabe, simplifica las cosas y no sirve para entender lo que podría estar sucediendo.
En vez de reducir ese complejo proceso de transformación de una matriz de ideas -esto es, de aquel paradigma ideológico generacional de izquierdas construido «contra» la Concertación y la transición y los treinta años (e incluso más, en algunos casos, contra la estrategia de derrotar institucionalmente a la dictadura)- a un mero juego de lenguaje, parece necesario entenderlo como un proceso de aprendizaje social, de cambio cultural. Es decir, como algo que compromete ideas, conocimientos, emociones, identidades, esperanzas; en breve, una visión de mundo y sus justificaciones, orientaciones de valor y trayectorias vividas.
No estamos aquí pues frente a un mero cambio de preferencias en el mercado, o de localización territorial, o de posturas frente a un u otro asunto objeto de políticas. Tampoco frente a un proceso individual de conversión.
Más bien, es la socialización de una generación de izquierdas con sus experiencias de lucha, su cultura política, sus trayectorias colectivas, sus ideas e ideales, su vocación revolucionaria, sus rechazos y animadversiones, sus lecturas sobre movimientos sociales y convicciones anti-neoliberales, lo que está modificándose granular y gradualmente ante la mirada del público. ¿Cómo así?
Mediante una compleja interacción con las realidades del poder, la maquinaria y dispositivos del Estado, las encuestas semanales de la Secretaría General de Gobierno, las opiniones diarias de la prensa y la TV, el incansable monitoreo de las redes, la competencia entre liderazgos, grupos y fracciones, los límites de la burocracia, la escasez de recursos (de todo tipo), el consejo de expertos, y las demandas ciudadanas de orden y seguridad.
¿Podría esta verdadera -aunque incipiente- transformación cultural, que opera sobre la base de procesos emergentes de aprendizaje, garantizar desde ya un resultado determinado, como demandan algunos?
Estos aprendizajes, ¿son duraderos, definitivos, sin vuelta atrás? ¿Ocurren linealmente, de manera coherente y sin asomo de ninguna contradicción? ¿Nacen del oportunismo o de una intelección de la realidad? ¿Responden a convicciones profundas o a una racionalidad puramente adaptativa? ¿Son auténticos o para recibir patente de credibilidad deben Boric y los suyos ir primero a Canossa, cubiertos de cenizas, en actitud de penitencia y rendir prueba de arrepentimiento? ¿Era sincero acaso el emperador Enrique al hincar su majestad frente al Papa Gregorio y el Santo Padre actuó sin cálculo al perdonarlo?
Todas estas interrogantes se formulan a un proceso en curso y por ende no tienen respuestas claras, seguras y definitivas. Exigen seguridades que no existen en una sociedad democrática y que la política no puede otorgar ni el análisis anticipar. Llevadas al extremo supondrían que no hay aprendizaje social posible y que las ideologías son inamovibles. Creo que la sociedad chilena, durante los últimos cincuenta años, aprendió que ni lo uno ni lo otro es verdad.
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