La lucha por la legitimidad del proceso constitucional
Febrero 15, 2023

La lucha por la legitimidad del proceso constitucional

En realidad, el mayor riesgo que enfrenta el proceso constitucional es perder su legitimidad. Es también el objetivo que empujan las fuerzas que —desde uno y otro extremo— desean su fracaso.

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Desde el plebiscito del 4-S que rechazó lo avanzado hasta ese día por el proceso constituyente han transcurrido apenas cinco meses. Durante este breve periodo de tiempo el presidente Boric absorbió una derrota (autoinfligida); el gobierno experimentó un ajuste mayor en su conducción política; la alianza oficialista corrigió su orientación programática y acordó con las oposiciones un nuevo diseño e itinerario para continuar el proceso constitucional.

Todo esto en medio de un clima de opinión adverso, un cuadro económico social restrictivo, una situación de pandemia que no concluye y una doble crisis medioambiental de sequía y mega incendios. Agréguese un mundo convulsionado, un vecindario volátil y un entorno global con profundos desajustes geopolíticos, comerciales, tecnológicos y socioambientales.

El esfuerzo que viene realizando la sociedad chilena desde el 18-O de 2019 por restablecer la gobernabilidad, tras un estallido violento y masivas protestas en las calles, ha logrado, efectivamente, estabilizar un cauce institucional a pesar de  las difíciles circunstancias.

Con todo, el clima prevaleciente entre columnistas, comentaristas de televisión, académicos con presencia pública, technopols, etc. (las chattering classes como las llaman peyorativamente en Inglaterra), es francamente negativo, con efectos potencialmente desastrosos, como veremos más adelante.

En efecto, el ambiente dentro de esos grupos, en su mayoría partidarios del ‘apruebo’ (aunque no todos), ha sido de un marcado pesimismo. El país se pronunció, contrariamente a lo esperado, por sepultar el texto que se le había propuesto. Según la élite opiniológica, esto solo podía explicarse por su incomprensión del texto. Los ciudadanos habían sido inducidos a votar ‘rechazo’ por presión, temor o la circulación de fake news. Sobre todo, habían sido engañados por la derecha y su imperio medial. Y, más grave aún, habían dejado en manos de la clase política el futuro del proceso constituyente.

Este último elemento es clave. Significaba, para una fracción importante de los hacedores de opinión, que los mismos “políticos” ahuyentados por la revuelta del 18-O, estaban de regreso y se aprestaban a retomar la conducción del proceso.

Se pasaba por alto, en cambio, que el proceso constituyente había nacido no del estallido sino del Acuerdo del 15-N, suscrito por los partidos representados en el Congreso Nacional (con excepción del PC). Y, enseguida, que el proceso se había estropeado precisamente por ausencia de conducción política al interior de la Convención Constitucional, vacío que había sido ocupado por colectivos identitarios y escaños reservados, todos con una fuerte vocación refundacional y maximalista.

Pues bien, con posterioridad al 4-S, la clase política— mediante un amplio Acuerdo por Chile, suscrito desde la UDI al PC, auto excluyéndose únicamente Republicanos y Partido de la Gente—reencauzó el proceso constitucional. Lo hizo través de un acuerdo que contempló:  12 ‘bordes’ fijados por escrito (equivalen a bases constitucionales o contenidos mínimos obligatorios que la nueva Constitución deberá incluir); una Comisión de Expertos (24) designados por el Congreso Nacional para elaborar un borrador de la nueva propuesta constitucional; un procedimiento para la elección popular (el 7 de mayo próximo) de 50 consejeros, encargados de elaborar y aprobar el texto de la nueva propuesta de carta fundamental; la configuración de listas de candidatos que en nombre de las alianzas y los partidos competirán por los cargos de consejeros (al momento hay 345 candidatos válidamente inscritos para este efecto); y un grupo de 14 árbitros (Comité Técnico de Admisibilidad) que velará por el cumplimiento de las bases o bordes. Este laborioso y sofisticado diseño—algunos lo califican de laberíntico, ¡y lo es!— operará hasta el 17 de diciembre del presente año, fecha en que se aprobará o rechazará el texto aprobado por el Consejo Constitucional.

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Contrariamente a lo que se podía esperar, este arreglo ha sido objeto de un persistente cuestionamientodesde el día en que fue suscrito (12 de diciembre de 2022). Las principales objeciones formuladas por los grupos opinantes, y repetidas con múltiples variaciones por distintos medios y redes sociales, hasta transformarse en un clima de opinión, giran en torno a cinco aspectos.

  1. El nuevo proceso sería plano, gris, aburrido, nada de rutilante y sin intensidad alguna —todo esto en comparación con el anterior nacido en la huella del 18-O— pues no reflejaría auténticamente la movilización de un pueblo en rebeldía sino un conjunto de transacciones al interior de la clase política. Es decir, sería un arreglo de fuerzas muy distinto de un verdadero “momento constitucional”. Este corresponde —según B. Ackerman, autor de esta potente imagen— a una de aquellas “grandes ocasiones en la vida política en que la gente interviene más directa y autorizadamente (…). Durante estos episodios, una ciudadanía de masas insiste en hacer algo más que elegir a sus gobernantes; algo que es mejor interpretado como dar a sus gobernantes órdenes de movilización”. Estos serían los verdaderos “momentos constitucionales”, episodios “en los que el pueblo habla con un acento distinto del que lo caracteriza durante la política normal”. Hoy, en cambio, estaríamos de vuelta en las rutinas de la política democrática normal, circunstancia que está en las antípodas del romanticismo propio del “momento constitucional” y, por cierto, también, del fuego y el furor de la revuelta popular.
  2. Enseguida, el proceso que tenemos por delante estaría fuertemente restringido por los bordes o bases institucionales que concordaron los partidos, a la manera de un marco general y con el propósito de evitar los desbordes a los que habría llevado la noción de partir desde cero (“hoja en blanco”) y frente a un horizonte ilimitado,  noción que presidió el trabajo de la Convención Constitucional. Ahora bien, ¿cuánto restringen esos bordes o bases al nuevo poder constituyente? Según un reputado constitucionalista de la UCH identificado con el PS: “… estas bases objeto de acuerdo son contenidos iusfundamentales valiosos desde la perspectiva del constitucionalismo liberal, democrático y social, que son los elementos culturales tradicionales del constitucionalismo republicano de dos siglos. Sin embargo, son contenidos muy generales, que pueden dar pie a debate acerca de si efectivamente estas ‘bases’ son un límite al poder constituyente; y, por otra parte, tal generalidad brinda un margen de decisión constituyente adicional a un proceso ‘limitado’, como el diseñado desde la política y los poderes constituidos”. En suma, son límites movibles, interpretables, para nada un cerrojo.
  3. Los expertos representarían la principal falla del acuerdo del 12-D. Esto, se argumenta, por tres motivos principales. Primero, fueron designados por el Congreso lo que los volvería vulnerables a las influencias de los partidos, sus mandantes. Segundo, sus atribuciones serían excesivas y/o recortarían las facultades del órgano elegido, al cual presentarán el anteproyecto que elaboren, para ser discutido, modificado y decidido por los 50 miembros del Consejo Constitucional. Una vez instalado este, los comisionados expertos se integrarán a él y podrán asistir a las sesiones y a las distintas comisiones, y también tendrán derecho a voz, pero no a voto.  Tercero, se ha dicho, su composición consistiría más en notables que en expertos, pues no todos sus miembros reunirían las condiciones de excelencia, lo cual reforzaría la idea de que estamos frente a un órgano más político que técnico. En fin, cuando se trata de expertos, verdadera nobleza de las sociedades de conocimiento, es bien sabido que las querellas por títulos y rangos, origen académico y distinción epistémica, son interminables como en cualquier otro orden cortesano.
  4. El denominado Comité Técnico de Admisibilidad es criticado, ante todo, pues representaría un cerrojo adicional que limitaría la acción del Consejo Constitucional. Tiene a su cargo la revisión de las normas aprobadas en las distintas instancias que se presenten en la Comisión Experta y/o el Consejo Constitucional, a fin de determinar una eventual inadmisibilidad de éstas cuando sean contrarias a las bases institucionales. Por las reglas de quórum establecidas para este Comité, hayquienes piensan que podría desvirtuarse su sentido de un órgano de admisibilidad y verse transformado en un mecanismo de bloqueo. La naturaleza de este organismo-árbitro constituye, efectivamente, una suerte de reaseguro que muestra una relativa desconfianza tanto frente a la instancia experta como al órgano elegido. Además, tanto en el caso de este comité como de la Comisión de Expertos se critica la exclusión  de representantes de los pueblos originarios, lo que indicaría, según un crítico,  que había vuelto a imponerse el racismo.
  5.  Por fin, la preparación para la batalla electoral del 7 de mayo, día en que serán elegidos los consejeros constitucionales, aparece, a la vista de nuestro estamento opinante, como otro momento menor y subalterno frente a la épica del “momento constitucional” ackermaniano que habríamos tenido como herencia del estallido social y las protestas masivas. La intervención de Boric y el gobierno (a la postre frustrada) para imponer una lista oficialista única; la negociación de candidaturas dentro de las alianzas; la formación (novedosa) de una lista de centroizquierda; la subsistencia de una división también entre una derecha de corriente principal y una derecha extrema; la activación del PDG estimulada por su líder de paso en Chile, todas estas escenas—propias de la política normal—chocan, qué duda cabe, con la visión de la política cultivada por los opinólogos.  Al tiempo, alimentan el discurso anti-políticallamando la atención hacia el abismo que existiría entre pueblo y élite, entre la gente y aquellos que se preocupan nada más que de sus intereses de “casta” y defienden sus posiciones de poder. Este rechazo se hace valer, generalizadamente, contra todo el espectro de los candidatos a consejeros: muy jóvenes y desconocidos algunos, demasiado viejos y sobre expuestos otros; sin suficientes méritos; elegidos por las camarillas de los partidos; buenos para los discursos pero faltos de calle y terreno; sin la necesaria formación jurídica, etc. Además, se cuestiona si ellos estarán en condiciones de movilizar a los electores y si acaso gozarán de la necesaria independencia o serán cooptados por intereses ajenos.

En suma, desde el primer momento de su etapa actual, el proceso constitucional ha corrido el riesgo de quedar perfilado bajo una luz negativa, a espaldas de la opinión pública encuestada. Y esto no porque los cuestionamientos referidos más arriba sean contundentes; más bien, vistos uno por uno, su validez es baja y los argumentos esgrimidos fáciles de refutar. Sin embargo, estimulados por la opinionología, aquellos cuestionamientos resuenan con, y se aprovechan del, clima generalizado de desconfianza y rechazo hacia la política. Este tópico dominará el desenlace del proceso constitucional y puede tener serias proyecciones en los años que vienen.

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En realidad, el mayor riesgo que enfrenta el proceso constitucional es perder su legitimidad. Es también el objetivo que empujan las fuerzas que —desde uno y otro extremo— desean su fracaso.  Asimismo, es el efecto producido por los cuestionamientos referidos más arriba, sea esa su intención o no.  Pues su mensaje latente, y a veces abierto, es siempre el mismo: el proceso carece de legitimidad.

Bien se sabe que la legitimidad de un proceso cualquiera en la esfera política tiene dos caras. Por un lado, la cara de la legitimidad objetiva, en el sentido que el proceso en cuestión adquiere validez y produce los efectos estatuidos pues se despliega dentro de un marco de normas preestablecidas.  En nuestro caso, bajo el imperio de la reforma constitucionalpromulgada el 13 de enero de 2023, que estableció justamente  el procedimiento para la elaboración de una nueva Constitución Política de la República, en los términos que aquí hemos analizado.

A este respecto, el proceso que se inició con el Acuerdo por Chile del 12-D y adquirió su forma jurídica a través de la reforma constitucional recién mencionada, ha transcurrido plenamente ajustado al legítimo ordenamiento legal y nadie ha reparado esa impecable trayectoria. Mas no basta. ¿Cómo así?

Según enseña la sociología política de Max Weber se requiere, por el otro lado, que esa validez objetivamente asegurada se acompañe por una cara de legitimidad subjetiva. Esto es, la creencia compartida intersubjetivamente a nivel colectivo, de que esa validez objetiva  hace sentido también en y para la vida cotidiana de la gente.  Como dice B. Netelenbos, cientista social holandés, autor de un libro (2016) donde estudia este doble aspecto de la legitimidad weberiana: “En efecto, podemos entonces conceptualizar la legitimidad política como un acuerdo normativo subjetivo con las instancias y procesos objetivos de la política”.

Para que este acuerdo normativo (creencia, significado) pueda formarse y mantenerse en la conciencia colectiva se requiere, ante todo, confianza en las instituciones (instancias, mecanismos, procedimientos y resultados) y en los actores involucrados en ellas, esto es, en la validez percibida de sus motivos, comportamientos, comunicaciones, promesas, etc.

La relevancia crítica que posee este segundo aspecto de la legitimidad para el desenvolvimiento de nuestro proceso constitucional no puede escapar a nadie, a la luz de lo ocurrido con el primer ejercicio de elaboración de una nueva carta fundamental a cargo de la Convención Constitucional. Dicha instancia y sus actores, provistos todos de plena legitimidad objetiva, sin embargo, fracasaron rotundamente a la hora de crear y consolidar la necesaria legitimidad subjetiva. Más bien, actuaron de manera tal —en sus dichos, comportamientos, ceremonias y propuestas— como para tornar imposible el asentimiento subjetivo a aquello que se hallaba objetivamente, estructuralmente, asegurado. El resultado fue el rechazo del texto constitucional en el plebiscito del 4-S básicamente por su falta de legitimidad subjetiva.

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Probablemente, en las actuales circunstancias hay mejores condiciones de base inicial para lograr la legitimidad subjetiva del proceso constitucional en curso; mas no sea por el aprendizaje previo que razonablemente cabe esperar del anterior fracaso.

De allí también la especial gravedad que cabe atribuir al discurso de nuestras chattering classes, opinólogos —“doctores en opinión y profesionales del punto de vista”, como irónicamente han sido llamados también— con sus constantes cuestionamientos de un proceso objetivamente legítimo, pero al cual, claro está, le falta mucho para gozar, además, de legitimidad subjetiva.

Al contrario, lo que hace la opinionología es corroer la creencia en la legitimidad del proceso, al representarlo —desde distintas perspectivas y con diversos motivos— precisamente como falto de legitimidad subjetiva: controlado por poderes político-partidistas, poco representativo de la gente, en manos de un personal lleno de insuficiencias, con escasos talentos y pocos méritos, y que solo vela por sus intereses corporativos.

Sorprendentemente, no se trata de una campaña orquestada ni de una estrategia comunicacional coherentemente planificada por algún grupo. Al contrario, es producto de la persistente acción individual de aquellos opinólogos que, llevados por su propia lógica de diferenciación y búsqueda de notoriedad mediática, compiten por cuestionar el proceso y desprestigiarlo, volviendo más difícil la obtención de su legitimidad subjetiva. He aquí una cuestión de candente interés para la academia: la mano invisible que regula el ecosistema nacional de redes de comunicación.

¿Quiénes ganan como resultado del fenómeno descrito?

Ante todo, quienes efectivamente —en ambos extremos, de derecha e izquierda— desearían que este nuevo proceso constitucional no prospere; unos porque desconfían visceralmente de cualquier cambio y prefieren el status quo, los otros porque estiman que el actual proceso no conduce a una real refundación ni creará, por ende, un nuevo orden político, económico y social.

Enseguida, todos quienes —en un amplio espectro y por muy diversos motivos— desconfían de la política y de la capacidad de su elenco de actores para llevar a puerto una empresa tan compleja como la de establecer un nuevo orden constitucional.

En este contexto, los diversos cuestionamientos, por idiosincrásico que sea su origen —desde disgusto con un experto hasta el rechazo de uno o más bordes, desde nostalgia octubrista hasta el oculto deseo de recuperar una Constitución pinochetista— se suman entre sí, proyectando acumulativamente un clima negativo en torno al proceso.  Pasado un cierto umbral, y cuando ese clima comience a manifestarse en la opinión pública encuestada (como ya parece estar ocurriendo), el malestar se retroalimenta a sí mismo en una espiral ascendente de rechazo.

Estamos pues en un punto crítico. El diseño constitucional se ha completado; al momento solo falta la elección de los consejeros. En marzo próximo se pondrán en acción la Comisión de Expertos y el Comité de Admisibilidad. Por fin, los bordes serán puestos a prueba. Habrá que ver cómo funcionan las instancias de participación ciudadana y cómo intervienen las universidades. El 7 de junio se instalará el Consejo que en un plazo de breves cinco meses deberá aprobar un texto que luego será sometido —el 17 de diciembre del presente año— a un plebiscito que lo ratificará o rechazará definitivamente.

A lo largo de esos meses —en medio de condiciones adversas, de inseguridad ciudadana, restricciones económicas, inestabilidad del sistema de salud e intensa  lucha parlamentaria— habrá que construir confianza en el proceso y generar legitimidad subjetiva, de manera de no repetir el fracaso anterior.

En juego estará la política como tal, pues es ella, en última instancia, la responsable de producir legitimidad en su doble faz, objetiva y subjetiva. Me parece que nuestra clase política ha sido sorprendentemente eficaz en la primera de estas tareas, y pienso que no ha recibido el debido reconocimiento por ello.

Pero resta por hacer la tarea más difícil: crear legitimidad subjetiva. Esto es, hacer sentido común (colectivo) de que este proceso de suyo complejo —intrincado, especializado, técnico y esencialmente discursivo— es un momento constitucional democrático decisivo para la sociedad chilena y su futuro.

*José Joaquín Brunner es académico UDP y ex ministro.

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JOSÉ JOAQUÍN BRUNNER

Académico UDP y exministro

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