José Joaquín Brunner. Todavía bajo los efectos del 4-S: Adaptación y preacuerdos
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La mejor demostración de que el 4-S provocó un cambio de marea es la forma cómo el gobierno Boric ha debido adaptarse al nuevo cuadro de fuerzas.
Habiéndose preparado para lanzar una ofensiva político-programática luego de la victoria en el plebiscito pero, sobre todo, con el envión que habría significado contar con una Constitución refundacional y maximalista, el gobierno y su principal coalición—Apruebo Dignidad (AD)—se encuentra ahora haciendo el balance de pérdidas y reacomodando su estrategia y hoja de ruta para lo que resta de su periodo.
Efectivamente, la derrota experimentada por el gobierno y AD no ha sido meramente electoral y táctica, como insiste en decir Guillermo Teillier, presidente del partido Comunista (PC). Fue estratégica en el más evidente sentido de ese término: “de importancia decisiva para el desarrollo de algo”. En este caso, ese algo es el programa Boric prometido por el Frente Amplio (FA) y el PC.
Un programa con su propia impronta misional-refundacional y que anunciaba variados cambios paradigmáticos, estructurales y de modelo—desde la propia Constitución hasta la matriz productiva, pasando por salud, educación, previsión, medio ambiente, relaciones internacionales, etc.—conjuntamente con un nuevo Estado emprendedor (y no subsidiario según suele subrayarse), relaciones sociales igualitarias, plurinacionalidad, transición energética, construcción de una policía democrática, sistema de cuidados y no de abusos y así por delante. Tan ambiciosa propuesta de un ‘país reimaginado’ acarreaba consigo, ¡cómo no!, un notable aumento del gasto público; en su momento, en plena campaña electoral, llegó a estimarse en un mínimo de 8 puntos porcentuales del PIB.
Ahora basta con mirar alrededor de uno, escuchar a los directivos de AD o al propio Presidente Boric y sus equipos, o bien leer entre líneas—incluso a quienes se niegan a aceptar que el 4-S haya sido algo más que un traspié electoral—para darse cuenta del cambio de marea que está ocurriendo.
De partida, la refundación constitucional tan anhelada por el gobierno Boric no ocurrió y quedó sepultada el 4-S. Sin duda, habrá nueva Constitución. Pero nacerá desde el Congreso, involucrará a todos los partidos allí representados y será elaborada con base en unos principios previamente acordados. No será maximalista ni fundará una nueva República. Seguirá la evolución esperada dentro de la tradición del constitucionalismo democrático, alejándose de la retórica y los contenidos del neo-constitucionalismo latinoamericano.
Habrá un Estado social democrático de derechos, dentro de un horizonte de acceso gradual al bienestar para todos. Es de esperar que, además, se consagre un vector de modernización del Estado como un imperativo para ese futuro.
Se consolidará y perfeccionará, seguramente, un régimen de clara separación de poderes, con independencia plenamente garantizada del Poder Judicial, un legislativo bicameral con cámaras relativamente simétricas, y un poder presidencial sólidamente anclado en la tradición con correcciones para un mejor control parlamentario.
Habrá un acomodo cuidadoso entre un Estado con una mayor capacidad de iniciativa emprendedora y una economía de mercado con acento en la competencia, el resguardo de las comunidades y el medio ambiente y la generación de beneficios sociales.
Se volverá a discutir—ahora en la nueva instancia constituyente, aún no determinada—el capítulo relativo a sistemas mixtos de generación de bienes públicos con participación de proveedores estatales y no-estatales, mejorando las reglas y los mecanismos existentes, pero sin sustituir a la sociedad civil y a las familias por aparatos estatales ni entregar la suerte de su destino exclusivamente a los mercados. Es probable que este tema crucial—que dice relación con la variedad de capitalismo y el tipo de Estado de bienestar que Chile espera construir—se erija como uno de los más intensamente polémicos y difíciles de concordar por parte de los redactores de la nueva carta fundamental.
Un segundo frente donde aparece con nitidez el cambio de marea en curso es aquel relativo al proyecto de presupuesto para el año 2023. Éste no anticipa ni avala ningún cambio abrupto de dirección; al contrario, es realista desde el punto de vista del gasto fiscal y procura, de la manera más directa posible, sintonizar con el ‘momento conservador’ de la sociedad chilena. De hecho, las medidas propuestas se han agrupado en tres áreas bajo el concepto madre de seguridad: seguridad económica, seguridad ciudadana y seguridad social. Entonces, la consigna no es cambiar para llegar más lejos sino dar seguridad para salir del atolladero.
En cuanto a la seguridad económica, el énfasis está puesto en la bien probada tradición de políticas de inversión anticíclica: infraestructura para el desarrollo, subsidios y construcción de viviendas para emergencia habitacional, mejoramiento urbano y de barrios, infraestructura de educación pública, inversión en 18 nuevos proyectos de CESFAM, inversión en infraestructura deportiva, residencias y centros de apoyo para personas mayores, empleo (continuidad del IFE Laboral y el subsidio protege), fondos para agilizar la tramitación de inversión privada, créditos para MiPymes en instituciones financieras no bancarias. Nada pues que haga pensar en políticas económicas sin fundamento o demagógicas.
La inseguridad ciudadana se ha convertido en el mayor estorbo—ideológico y práctico—para la alianza gubernamental. El Ministerio de Hacienda entrega una respuesta presupuestaria frente a este desafío. En lo grueso, ella apunta a más policías, la recuperación del espacio público y el combate al narcotráfico y al crimen organizado. Contempla más recursos para Carabineros y la PDI, adquisición de más de mil nuevos vehículos policiales, ampliar el llamado al servicio e ingreso a la Escuela de Carabineros, implementar un sistema automatizado de identificación biométrica (prevención y control), inversión municipal en seguridad pública, atención integral de la violencia contra las mujeres, implementación de la Ley de Monitoreo Telemático (+ prevención y control) y equipamiento tecnológico anticorrupción y contra bandas criminales al interior de las cárceles. Sin duda, la izquierda gobernante sigue el empinado camino a Canossa, lo cual implica un acto de responsabilidad frente al ejercicio de la parte hobbesiana del Estado.
Finalmente, en lo tocante a seguridad social, el presupuesto de 2023 se focaliza en el gasto social para pensiones, salud, educación y niñez, incluyendo la ampliación de la cobertura de la pensión garantizada universal (PGU) a 2,2 millones de personas; extensión del Bono Canasta Básica Protegida; más recursos para la beca de alimentación para la educación superior (BAES); recursos para el Ingreso Mínimo Garantizado; recursos para gratuidad y otras becas de educación superior; inversión para enfrentar las listas de espera en cirugías y atención de salud; plan piloto de atención primaria universal y más recursos para la protección de los derechos de los niños, niñas y adolescentes. La PGU es el componente más costoso, llevándose un 60% de los recursos adicionales contemplados para el gasto público presupuestado.
No hay pues tampoco en materia de gasto social, tan próximo al corazón del FA, ningún atisbo populista ni se insiste en desembolsos superlativos pero mal calibrados, como dar un salto hacia la gratuidad universal de la enseñanza superior, condonar la deuda por créditos estudiantiles y pagar la deuda histórica con los docentes, compromiso este último que todavía tres días antes del 4-S estaba muy vivo entre las aspiraciones del ministro de Educación, bajo la forma de un proyecto de ley de reparación.
En suma, no cabe duda alguna que el cambio de marea del 4-S pasado alteró también el rumbo de la navegación, obligó al gobierno a identificar un nuevo puerto de llegada, a repriorizar sus objetivos y a recurrir a unos mapas—más socialdemócratas y nada de octubristas—que ni el capitán del barco ni la tripulación tenían a la mano el día de la partida de esta expedición.
Los demás signos de este giro son bien conocidos y están todos operando sinergicamente ahora: cambio de gabinete con rebalanceo de su núcleo estratégico (comité político); rápido reforzamiento de la segunda coalición del gobierno (Socialismo Democrático) situada ahora como contrapeso frente a AD; nuevo relato gubernamental (en construcción) con énfasis en lo difícil que resulta gobernar y lo complicado que es comprender a unas masas que reclaman no solo dignidad sino además propiedad, libertad de elegir, consumo, continuidad patriótica y mejores condiciones materiales y simbólicas asociadas al ascenso social familiar e individual.
Asimismo, este relato comienza a dejar atrás poco a poco la absurda leyenda negra de los 30 años; avanza hacia un reencuentro (de difícil procesamiento interno por parte de AD) con el capitalismo global y el valor de los bloques de países en las disputas por el comercio internacional (a propósito del PPT11); y busca diseñar una reforma tributaria más armónica con el momento económico del mundo y de Chile y una expectativa menos ilusoria de recaudación (ahora reducida a 3,5 puntos porcentuales del PIB, cifra similar a la que en su momento postuló la reforma de Bachelet-II, aunque terminó ingresando menos de la mitad).
Los resultados del 4-S han afectado entonces profundamente al gobierno y a sus dispares coaliciones, forzando un cambio de rumbo y a adoptar una nueva carta de navegación como se refleja en múltiples aspectos de la gestión gubernamental; sobre todo, en la pérdida de su principal ariete político-programático—una Constitución refundacional y maximalista—y en el giro realista hacia un Presupuesto 2023 construido en torno a la idea fuerza de la seguridad multidimensional.
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Sin embargo, hay otra lectura posible de la situación en que se encuentra el gobierno; una lectura diametralmente distinta a la anterior pero coherente con ella.
En efecto, cabría postular que el gobierno, y la sociedad chilena en su conjunto, gracias al resultado del plebiscito del 4-S, esquivaron un desplome de la gobernabilidad que pudo producirse de haber sido aprobada una Constitución refundacional y maximalista, la cual habría venido a legitimar, reforzar y acelerar la aplicación del programa Boric, también maximalista y refundacional en su propio registro como promesa electoral.
Efectivamente, se habría creado una coyuntura ideal para un resurgir del octubrismo, no necesariamente en las calles pero sí en los ‘espíritus animales’ de la política; en AD y en sectores radicalizados de la sociedad. El cambio de marea habría operado igual pero en sentido contrario: como un gran acelerador de partículas ideológico-políticas, exacerbación de expectativas rupturistas, celebración de las expectativas y consignas del 18-O.
El Presidente habría sido ungido como abanderado de un proyecto de metas máximas, con una consiguiente radicalización discursiva, mayor empoderamiento del FA y el PC y un desplazamiento del Socialismo Democrático hacia una situación subalterna.
Los discursos destituyentes habrían regresado al foro, ahora bajo la forma de un enfrentamiento definitivo entre el viejo orden, ya carente de cualquier remedo incluso de legitimidad, y el pueblo que—frente a las elites—ahora emergería dotado de un renovado poder legitimado por la nueva Constitución. El gobierno habría quedado atrapado bajo el enorme peso de tener que implementar la Carta Fundamental recién aprobada, lo más rápida y completamente posible.
Y en esa tarea, qué duda cabe, habría chocado con el triple escollo de: (i) una mayoría opositora en el Congreso, (ii) una situación económica altamente restrictiva con una caída aún más acentuada del crecimiento, y (iii) un aumento galopante de las tensiones en el seno de la sociedad civil, cuyas fuerzas de conservación y reivindicación del orden son, como es bien sabido, extraordinariamente fuertes. No habría demorado mucho en deteriorarse la situación de gobernabilidad e incrementarse las luchas por el poder, dentro del marco de una institucionalidad en suspenso; una parte vieja moribunda y una parte nueva ignota, sin uso todavía y con una funcionalidad incierta.
Recortándose contra ese fondo-que-pudo-ser, adquiere su propio perfil—y debería ser altamente valorado—el curso que ha ido tomando el proceso institucional post rechazo del 4-S. Hasta ahora, no ha existido un momento de fisura, vacilación o confusión respecto del camino a seguir. Por un lado el gobierno y las fuerzas del Apruebo derrotadas y, por el otro, las variopintas fuerzas del Rechazo, aparecen empujando en la misma dirección: hacia una nueva Constitución que, se subentiende, no será maximalista ni refundacional, no se inspirará en teorías decoloniales y otras epistemologias radicales, ni prolongará la retórica del neo constitucionalismo latinoamericano. Lo demás—contenidos precisos y modo de producirlos—se halla en plena discusión.
Puede decirse, entonces, que transcurrido un mes después del 4-S, impera en la polis el espíritu del 15-N. Los presidentes de ambas Cámaras, ambos pertenecientes al Socialismo Democrático, conducen sin estridencias el proceso institucional en su actual etapa. Los partidos de todo el arco de representación parlamentaria participan en la conversación y buscan generar los acuerdos necesarios para retomar la discusión constitucional. Hasta el momento, todos los actores se comportan disciplinadamente y con relativa efectividad. Priman, casi siempre, la sobriedad discursiva y la discreción de las negociaciones. Ningún grupo ha sido excluido. El gobierno participa a la distancia y cumple con el rol que le fue asignado por las instancias de conducción y coordinación del proceso; esto es, el rol de acompañante hasta que se encaucen los acuerdos y se ingrese a una etapa propiamente legislativa.
No puede pasarse por alto el significado profundamente democrático—político, institucional y cultural—que posee este proceso de reencauzamiento de nuestro ‘momento constitucional’ dentro del marco de una continuidad deliberativa y legal. Es este un segundo hito crucial, después del 15-N, que se erige frente al 18-O y a las fuerzas radicales y disolventes que anidan en la sociedad y a veces se expresan también en la esfera política. No se puede olvidar que en el momento del ‘estallido social’—y mientras duraron sus réplicas más visibles—el propio vértice de la actual administración, sus partidos e ideólogos, coquetearon con la idea de una ruptura del proceso institucional.
La reactivación del espíritu noviembrista significa que en la sociedad chilena hay un fondo de fuerzas políticas, sociales y culturales que mantienen vivas las creencias democráticas y rechazan la revuelta y las conductas anti sistema que amenazan los logros alcanzados durante los últimos 30 años.
Sin duda, el camino institucional inaugurado el 15-N y reimpulsado a partir del 4-S no se halla asegurado ni hay garantía de que nos llevará a la meta. Podría derrumbarse en cualquier momento, reinstalando el conflicto en la calle. O bien terminar en un callejón sin salida, si de pronto la negociación se estanca y la política de los acuerdos fracasa. O bien las confianzas tan trabajosamente construidas durante las últimas semanas podrían erosionarse y desembocar en un nuevo ciclo contencioso.
El tercer aniversario del 18-O será un momento decisivo pues mostrará si las reminiscencias octubristas solo evocan el pasado y los ritos de la violencia o anuncian nuevos ciclos de crisis política.
*José Joaquín Brunner es académico UDP y ex ministro.
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