Mineduc, ¿cambio de paradigma?
“En las circunstancias actuales de crisis de los aprendizajes, déficit de docentes, anomia juvenil y violencia escolar, restricciones del gasto fiscal, débil gobernabilidad y generalizado clamor por seguridad y aplomo institucional, ¿es razonable que la cúpula ministerial esté empeñada en una operación retórica en torno a un paradigma que supuestamente revolucionaría al sistema y la política educacional?”
Cambio de paradigma es hoy un cliché. En su trasfondo late la idea de cambio revolucionario; de hecho, la frase fue popularizada por el filósofo Thomas Kuhn en los años 1970, justamente para referirse a las revoluciones científicas. También en los estudios de política pública sirve para caracterizar un cambio de marco de referencia o de idea fundamental, a diferencia de cambios menores, rutinarios, de primer orden, o cambios de medios pero no de fines e ideas de base, que son de segundo orden.
En el campo de la investigación y las políticas educacionales, el cambio de paradigma ha sido usado hasta la saciedad, pero de manera desordenada. Describe una gran variedad de cambios —mayores o menores, rápidos o pausados, estructurales o de superficie, del sistema o las políticas— en las más diversas áreas de la educación: currículum, gestión escolar, financiamiento de universidades, evaluación del aprendizaje, carrera docente, ideales formativos, métodos pedagógicos, tecnologías de comunicación, gestión de las organizaciones, etc.
¿Cómo entender, entonces, el cambio de paradigma promovido por la autoridad ministerial?
Un documento del gabinete del Ministro de Educación de julio pasado, “Hacia el cambio de paradigma educativo – Nuevos sentidos comunes en educación”, introduce la materia con un anacrónico espíritu octubrista. “En los últimos años —dice— Chile se encuentra en un escenario de alto movimiento social, político y económico. Si bien la revuelta social y la pandemia han abierto distintas posibilidades y horizontes políticos, también han generado importantes desafíos […] para el sector educacional”.
Se trataría, en efecto, de pasar desde el actual paradigma, calificado por sus críticos más esquemáticos de neoliberal, privatista, mercantilizado, segmentado, competitivo, y acusado de sujetar a docentes y estudiantes a una lógica de constante evaluación, a uno diametralmente opuesto. ¿Cómo sería este otro? Recurriendo al mismo esquematismo anterior, podría ser caracterizado como neosocialista, estatista, burocratizado, unificado, monopólico y ser acusado de envolver a docentes y establecimientos en una maraña de reglas y controles.
Más allá de estos lenguajes carentes de profundidad y matices, desconcierta la vaguedad y ambigüedades de la hoja de ruta del ministro y su equipo para llegar al nuevo paradigma. Múltiples dicotomías simplificadas entre lo antiguo y lo nuevo, numerosos objetivos y ejes, escasa atención al personal requerido y los medios y recursos necesarios.
Por lo mismo, surgen numerosas interrogantes. Estas visiones paradigmáticas del sistema y las políticas, ¿no resultan anacrónicas tras el giro iniciado por el Gobierno después del 4 de septiembre? ¿Qué respaldo del Congreso y de las familias obtendría hoy la carta de navegación ministerial? En concreto, ¿cuántos recursos destina el Presupuesto 2023 para financiar este cambio de paradigma? ¿Qué modificaciones curriculares se propone introducir, justo cuando recién comienzan a aplicarse los nuevos planes y programas de estudio aprobados a comienzo de este año?
¿Cuáles modificaciones organizacionales adoptará el propio Mineduc para diseñar e implementar las transformaciones estructurales prometidas? ¿Es realista imaginar un ambicioso cambio de paradigma con una gran cantidad de focos de transformación, cuando el sistema no logra siquiera avanzar en una comparativamente sencilla operación, la desmunicipalización y traspaso de colegios a los servicios locales de educación pública?
¿Cuánto ayuda al aprendizaje de infantes, niñas y jóvenes el despliegue retórico de un cambio de paradigma? ¿Cómo progresarán en efectividad los colegios; esto es, en mayor calidad de los aprendizajes y en equidad de resultados? En concreto, ¿en qué contribuye el nuevo paradigma a enfrentar el reto mayor que tiene nuestro sistema, cual es, disponer de redes de cuidado y atención temprana de alta calidad para los infantes nacidos en hogares vulnerables?
En suma, en las circunstancias actuales de crisis de los aprendizajes, déficit de docentes, anomia juvenil y violencia escolar, restricciones del gasto fiscal, débil gobernabilidad y generalizado clamor por seguridad y aplomo institucional, ¿es razonable que la cúpula ministerial esté empeñada en una operación retórica en torno a un paradigma que supuestamente revolucionaría al sistema y la política educacional?
El ministro, con su buen talante y positiva disposición al diálogo, haría bien en despejar esta duda y responder al conjunto de las interrogantes planteadas. Además, necesitaría rediseñar su hoja de ruta para pasar del paradigma a la práctica, ofreciendo un plan reforzado de reactivación educativa, de atención prioritaria a la educación temprana, de apoyo a la mejora de resultados de los colegios y de tratamiento en serio de la violencia y la anomia escolar.
De lo contrario, corre el grave riesgo de quedar atrapado en la densa retórica paradigmática y en la inercia discursiva del programa gubernamental, guiado por una hoja de ruta que no lleva a ningún lugar real, o sea, un lugar que tenga existencia objetiva. ¿No es ese, precisamente, el sentido más propio de la palabra utopía? ¿Algo que no se encuentra en ninguna parte? Nuestra educación no merece ir a la deriva.
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