“El texto recién rechazado habría significado un definitivo retroceso. Ello por el afán de negar la visión educativa ultra privatista de la Constitución de 1980, pero sin percatarse de que la sustituía por una misma visión excluyente, solo que de signo inverso: el de un estatalismo anacrónico, de pretendida superioridad moral, el cual niega la diversidad de la sociedad civil y el trato igual entre niñas, niños y jóvenes, independiente del colegio al que asistan”.
El resultado del plebiscito del domingo pasado abre un nuevo espacio de conversación constitucional sobre la educación. ¿Cómo podemos aprovecharlo para alcanzar acuerdos que en el ciclo anterior fueron desahuciados?
Lo primero, y más difícil, es la necesidad de cambiar algunos supuestos de trasfondo que permean la visión jurídico-educacional que quedó consagrada en el texto rechazado.
Una es el supuesto, profundamente arraigado, que concibe la educación como una tarea exclusivamente estatal. Mira a la educación como una prolongación del Estado hacia la sociedad y la cultura; como un instrumento de homogeneización nacional y de integración social; como una plataforma de ciudadanía formal e igualdad legal.
Corolario de esta visión es definir al Estado por el monopolio de la educación (el Estado docente) y, a la vez, conferirle a este el monopolio del carácter público de la enseñanza.
Tal es el primer supuesto de una visión que, llevada al campo constitucional, exige consagrar a la educación estatal en un sitial preferente, definiéndola como eje estratégico del sistema, resguardada de cualquiera contaminación proveniente de la esfera de los intereses privados.
El segundo supuesto, también ampliamente difundido, correlativo del anterior, piensa a la educación privada como exenta de todo valor público. Al contrario, la percibe como estrechamente familiar, sujeta por ende a la clase social, o bien, como parte de la esfera del mercado, donde fácilmente se convertiría en un bien transable.
Así, la educación ofrecida desde la sociedad civil aparece en las antípodas del Estado, como un fenómeno mercantil y lucrativo, próximo al interés individual, la competencia y el estatus. En cualquier caso, situada moralmente a la zaga de, e inferior a, aquella provista por el Estado.
Esta dicotomía inspira un discurso de dos paradigmas opuestos de la educación; uno aparentemente progresista y valioso, el otro en apariencia neoliberal y execrable. Subyace al debate que durante veinte años tuvo lugar en la política, la academia y los medios de comunicación chilenos, al cual se asocian ideologías, emociones y sentimientos morales contrastantes.
El texto constitucional que acaba de ser rechazado, y la manera como se promovió y defendió, expresaban patentemente aquella división paradigmática.
Por un lado, instituía a la educación estatal como rectora del sistema; su modelo y sostén. Ella recibía, además, estatuto público y el privilegio de ser financiada “de forma permanente, directa, pertinente y suficiente a través de aportes basales”. Y se declaraba que era un deber del Estado ampliarla y fortalecerla.
Por otro lado, la educación privada era apenas reconocida, lo que significa admitirla como existente (¡cómo no!, si reúne un 62% de la matrícula escolar y a un 84% de la matrícula de educación superior). Pero en el texto carecía de valor estratégico; su financiamiento estatal no se hallaba asegurado —ni en forma ni en suficiencia—, y los colegios, para demostrar calidad, debían cumplir un conjunto de fines y principios cuya abundancia y ambigüedad habría podido fácilmente reducir a cero la autonomía de sus proyectos educativos.
Nótese que esta confrontación de visiones rivales y excluyentes se manifestaba también en la Constitución de 1980, dictada en plena dictadura. En efecto, más preocupada de consagrar la libertad de las familias para ejercer su derecho preferente de educar a sus hijos, y de los privados para crear establecimientos educacionales, dejó de lado el rol fundamental del Estado. Este se restringía a la protección del ejercicio de aquellos derechos privados y a financiar la gratuidad de la educación obligatoria. En suma, se instauraba un predominio absoluto de la libertad de enseñanza, sin otras reservas “que las impuestas por la moral, las buenas costumbres, el orden público y la seguridad nacional”.
Esa verdadera guerra cultural entre el derecho a la educación estatal, impuesto a la sociedad civil en nombre de una administración de la equidad, y la libertad de enseñanza, ejercida a espaldas del Estado en beneficio de las virtudes privadas, solo cedió con el intenso debate que condujo a la aprobación de la Ley General de Educación de 2009.
Allí se establece que el sistema educativo chileno se construye sobre la base conjunta del derecho a la educación y la libertad de enseñanza. No hay guerra pues entre estas visiones sino recíproco enriquecimiento. Se consagra, enseguida, la autonomía de los colegios (de todo tipo) para desarrollar sus propios proyectos educativos y la diversidad como un eje rector que el sistema debe promover y respetar, al igual que la diversidad cultural, religiosa y social de las poblaciones atendidas.
En breve, la ley afirma taxativamente que el sistema educacional “será de naturaleza mixta, incluyendo una de propiedad y administración del Estado o sus órganos, y otra particular, sea esta subvencionada o pagada, asegurándoles a los padres y apoderados la libertad de elegir el establecimiento educativo para sus hijos”. Y determina que es deber del Estado “resguardar los derechos de los padres y alumnos, cualquiera sea la dependencia del establecimiento que elijan”, introduciendo por esta vía el más fundamental de los principios: el igual tratamiento educativo de las niñas, niños y jóvenes por parte del Estado.
Como puede apreciarse ahora, el texto recién rechazado habría significado un definitivo retroceso. Ello por el afán de negar la visión educativa ultra privatista de la Constitución de 1980, pero sin percatarse de que la sustituía por una misma visión excluyente, solo que de signo inverso: el de un estatalismo anacrónico, de pretendida superioridad moral, el cual niega la diversidad de la sociedad civil y el trato igual entre niñas, niños y jóvenes, independiente del colegio al que asistan.
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