Universidades públicas: estatales y no estatales
“Las universidades se constituyen como públicas en una esfera intermedia situada entre el Estado y la sociedad civil, con independencia de si provienen de uno o la otra. En efecto, la esfera pública es algo distinto de lo estatal”.
Reducir lo público de una universidad al hecho de ser o no parte de la administración del Estado empobrece radicalmente esa noción. En realidad, las universidades se constituyen como públicas en una esfera intermedia situada, precisamente, entre el Estado y la sociedad civil, con independencia de si provienen de uno o la otra.
En efecto, la esfera pública es algo distinto de lo estatal, léase: aparato administrativo, burocracias centrales, estructuras de control y comando y monopolio sobre la creación de leyes y el uso legítimo de la violencia. También distinto de lo privado: dominio de asociaciones civiles, contratos, transacciones de mercado, intereses personales y movimientos sociales.
En este espacio intermedio —entre Estado y sociedad civil— las personas se comportan no como comerciantes o profesionales que negocian asuntos privados ni tampoco como miembros de un orden constitucional sujeto a las restricciones impuestas por una burocracia estatal (Habermas). Por el contrario, actúan como un cuerpo público que delibera sin restricciones sobre asuntos de interés general.
Las universidades, provengan de la sociedad civil o el Estado, forman parte de esa esfera donde concurren, bajo garantía de su propia autonomía —es decir, idealmente sin estar sometidas al control del Estado, el mercado o grupos de poder— a razonar en público a través de la enseñanza, la investigación, la erudición y la vinculación reflexiva con el medio.
En cambio, pierden su carácter público cuando actúan como aparato ideológico del Estado; o se dejan engullir por el mercado seducidas por el lucro; o, en vez de servir el interés general, se preocupan nada más que de beneficiar a sus propios miembros.
La propia idea moderna de universidad conecta con nuestra noción de lo público. Así Derrida, recordando a Kant y su exaltación de la razón pública, habla de una universidad sin condiciones; dotada de “una libertad incondicional de cuestionamiento y de proposición, e incluso, más aún si cabe, (d)el derecho de decir públicamente todo lo que exigen una investigación, un saber y un pensamiento de la verdad”. Lo mismo pensaba Wilhelm von Humboldt, quien sostenía que la educación pública debía “permanecer completamente al margen del marco dentro del cual el Estado ejerce su acción” y propiciaba una universidad del espíritu que asegura a sus maestros y alumnos un cierto aislamiento de la sociedad junto con garantizar las libertades de enseñanza, investigación y aprendizaje.
Así pues, lo público está lejos de una concepción limitada al estatuto, personal, recursos y vocación fiscales. Al contrario, esa visión limita y reduce el horizonte público de la universidad. Algo semejante ocurre con una universidad que se mercantiliza al extremo de transformarse en una entidad lucrativa, más preocupada de crear valor económico para sus controladores que valor público para la sociedad.
Chile —desde fines del siglo XIX— es ejemplo de construcción lenta, gradual, de universidades públicas de origen estatal y no estatal. La ley establece que el sistema de educación superior es de provisión mixta, y lo integran universidades estatales creadas por ley, universidades no estatales pertenecientes al Consejo de Rectores, y universidades privadas reconocidas por el Estado. La infinita riqueza de lo público tiene aquí raíces profundas y expresiones institucionales multifacéticas.
Sin duda, hemos experimentado también perversiones de lo público en variados frentes: universidades (estatales y no estatales) partisanas, corporativizadas, dominadas por oligarquías académicas, vigiladas por el gobierno, entregadas al tráfico de los mercados, condicionadas por fuerzas externas, sin libertad crítica, confundidas por los ruidos de la calle.
Contemporáneamente, el carácter mixto del sistema universitario se refleja en un régimen público donde las universidades encuentran su sentido y verifican su naturaleza como instituciones públicas autónomas. Todas se rigen por los mismos principios consagrados en la ley, son acreditadas bajo reglas y exigencias comunes por un único sistema de aseguramiento externo de la calidad, se hallan bajo la supervisión de la misma superintendencia, expiden los mismos títulos y grados, y se financian por una combinación similar de fuentes fiscales y privadas.
Asimismo, hay un sistema nacional de acceso a las universidades, una común arquitectura curricular, e idénticos criterios y estándares para evaluar la investigación científica y sus impactos. Instituciones estatales y no estatales compiten y colaboran en toda la extensión del territorio nacional. Unas y otras producen bienes públicos, buscan asegurar a sus graduados un razonable retorno privado, garantizan gratuidad a los estudiantes de menores recursos y cobran aranceles a valores fijados en un mercado regulado.
Frente a una realidad tan contundente de universidades estatales y no estatales que son parte de una común esfera pública, ¿cómo explicar la insistencia por querer reducir la riqueza y variedad de lo público a un único atributo, ser parte de la administración del Estado? ¿Cómo podría aceptarse que éste vuelva la espalda al sistema en su conjunto para dedicarse preferentemente a proteger, financiar, cuidar y beneficiar solo a un restringido grupo de universidades, profesores y estudiantes? ¿Tiene sentido, siquiera, defender una noción de lo público que excluye una parte esencial, como vimos, de nuestro sistema mixto? ¿Aquella, justamente, proveniente de la sociedad civil, la pluralidad cultural y la institucionalidad asociativa reconocidas y consagradas por el propio Estado en la ley?
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