Asaltos a la razón democrática
Marzo 19, 2021

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José Joaquín Brunner, 19 de Marzo de 2021
Una contradicción, cada vez más frecuente, aparece entre la demanda por autonomía y libertad de las personas y el reclamo por mayores controles y sanciones para ellas. Algunos dirán que se trata de la clásica confrontación entre principios liberales y conservadores; entre iniciativa individual y propensión al cambio por un lado y, por el otro, defensa del orden y las reglas necesarias para mantenerlo. Pero la contradicción es más enrevesada. Basta mirar a nuestro alrededor.

El progresismo político-cultural, que se proclama libertario, cae fácilmente en posturas disiplinarias y exige cuarentenas, tolerancia cero y mano dura frente a la pandemia. Al contrario, el conservadurismo moralizante se desliza sin dificultad alguna por la pendiente del laissez faire, especialmente en el plano los comportamientos económicos. En otros asuntos—seguridad ciudadana y crímenes, por ejemplo—las opiniones, de ambos lados, se inclinan rápidamente hacia el polo del máximo castigo.

Algo similar ocurre con la libertad de expresión; despierta reacciones negativas en un ancho espectro, desde la protección de ciertos valores—como decoro, honor y  autoridad—hasta el deseo de suprimir locuciones políticamente incorrectas o  funar y cancelar a personas o grupos con cuyas ideas y actitudes se disiente.

Se difunde así una marea que justifica los lenguajes excluyentes en nombre de las propias certezas morales. Algunos intelectuales europeos han llamado la atención hacia este fenómeno, caracterizándolo como de ‘supremacismo moral’,  al tiempo que denunciaban su fundamento antidemocrático.

En efecto, cuando se usa el lenguaje político no para tender puentes y producir acuerdos sino para minarlos y alimentar conflictos, se debilita la democracia y corroen sus frágiles bases culturales.

Algo de esto está en curso en la sociedad chilena. Es, además, un proceso global que, por primera vez, encuentra en las redes sociales y la comunicación masiva una infraestructura tecnológica que le ofrece un enorme poder expansivo.

El ánimo de revuelta y anomia que como un virus circula por el mundo, así como la aparición de movimientos anarquizantes que usan diferentes formas de violencia contra las instituciones, los bienes públicos y la policía, el comercio y las religiones, las escuelas y los monumentos, en fin, el sistema y sus símbolos, son una manifestación de aquel espíritu que siempre niega “pues todo lo que nace merece ser aniquilado”, como representa Goethe a este mal difuso en la cultura.

Sabido es que, a la vuelta de la esquina de esa violencia disgregadora, espera una forma diferente de violencia, más organizada, que se ejercerá en nombre de la revolución o de una restauración. Tal es la lección que nos legó el siglo XX.

En fin, como escribió Ralf Dahrendorf, gran sociólogo alemán de ese siglo, íbamos a la búsqueda de Rousseau y nos hemos encontrado con Hobbes. Lo cito a continuación: deseábamos una sociedad de ciudadanos autónomos y hemos creado una sociedad de seres humanos atemorizados o agresivos.

 

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