La experiencia de cursar estudios superiores
“A diferencia de lo que ocurría en generaciones anteriores, se trata de una vivencia cada vez más masiva. Pero tan positivo progreso trae aparejado una serie de dificultades”.
Ahora que la mayor parte de la población joven accede a la educación superior (ES) —incluso en circunstancias adversas como las creadas por la pandemia, la caída del ingreso de los hogares y las precarias perspectivas del empleo—, conviene reflexionar sobre el significado de la experiencia que espera a los estudiantes.
Lo primero es que se trata de una experiencia masivamente compartida y no, como ocurría en generaciones anteriores, de una experiencia reservada a minorías privilegiadas. En 1970, la tasa bruta de participación en la ES (proporción de la matrícula total respecto del grupo en edad de cursar estudios superiores) era en Chile de 8,4%. En las siguientes décadas crece a 12,4% en 1980; 20% en 1990; 35,4% en 2000; 67,9% en 2010, y 90,9% en 2018, último año reportado por la Unesco.
La cifra chilena más reciente es extraordinaria, considerando que el mismo año 2018, el Reino Unido alcanza a 61%, Portugal a 66%, Alemania a 70%, Canadá a 79%, Dinamarca a 81% y Finlandia a 90,3%
Tan positivo progreso trae aparejado una serie de dificultades para los jóvenes, condicionando su experiencia formativa en las instituciones de ES.
Por lo pronto, como ocurre precisamente en estos días, los jóvenes deben decidir qué estudiar, dónde, cómo y cuándo. Ahí se ponen en juego trayectorias educativas previas, el rendimiento en la educación media, intereses vocacionales, disponibilidad de vacantes coincidentes con la elección de los postulantes, selectividad relativa de las instituciones de ES, condiciones socioeconómicas, proximidad geográfica de las oportunidades de estudio, inversión de tiempo que el joven puede y está dispuesto a hacer, duración de las carreras, sus perspectivas de empleabilidad y retornos monetarios y sociales esperados.
Un tema esencial a tener en cuenta son los obstáculos económicos y académicos que enfrentan los jóvenes. Los primeros han ido reduciéndose en virtud de las políticas de gratuidad, becas y créditos para los estudiantes.
En cambio, los obstáculos académicos aumentan continuamente, en la misma medida que las instituciones de ES se hallan sometidas a estándares cada vez más exigentes y que el aprendizaje supone también un mayor esfuerzo personal. Esto debido no solo al covid-19 y a la forzada educación a distancia sino, más permanentemente, a la creciente abundancia y complejidad del conocimiento científico-técnico y a la variedad de competencias socioemocionales y del carácter —hábitos, disciplina, responsabilidad, iniciativa— que la sociedad reclama de sus profesionales y técnicos.
Luego, si es cierto que prácticamente todas las personas —independiente de su origen socioeconómico, nivel educacional de los padres, sexo, edad, etnia, religión y domicilio— pueden encontrar un lugar en la ES, universitaria o técnico-profesional, no siempre corresponderá a su primera preferencia ni necesariamente a sus expectativas.
En efecto, hay múltiples retos envueltos en la experiencia que los estudiantes comenzarán a vivir desde marzo próximo, los que deben ser adecuadamente enfrentados, administrados y resueltos si se desea coronar una carrera con éxito. Se requiere, ante todo, esfuerzo, dedicación, disciplina y autogestión de los propios recursos de aprendizaje por parte de los alumnos. Y, del lado de las instituciones de ES, docentes efectivos, servicios de apoyo, un clima institucional positivo, oportunidades de integración e inclusión de todas las y los estudiantes, de modo que cada uno pueda concluir sus estudios.
Sabemos que una proporción significativa de ellos cambia su decisión inicial y busca nuevas posibilidades. Las instituciones de ES deben facilitar y asistir a sus estudiantes en esos procesos de ajuste. Otros abandonan tempranamente y no vuelven a intentarlo, con importantes costos personales y para la sociedad. Son talentos y capacidades que no llegan a desarrollarse en plenitud.
Pues, a la hora de los balances, lo que la sociedad necesita es que la ES ofrezca a las personas unas experiencias transformativas que les permitan expandir sus propias capacidades. Debe proporcionar oportunidades de autoaprendizaje y de crecimiento individual dentro de unas comunidades donde se cultivan libremente unos saberes prácticos, se transmite entre generaciones la cultura científico-técnica y se convive con pares que se hallan en una misma etapa de su proyecto vital y cultivo de una vocación.
La sociedad, por su parte, necesita responder al enorme esfuerzo colectivo representado por esas trayectorias formativas y por el desempeño de las instituciones de ES, generando oportunidades de trabajo, retribución económica, reconocimiento social y de participación en la cultura para las personas que dedican años de su vida a ese esfuerzo formativo.
Hay momentos en que esa respuesta se vuelve temporalmente insuficiente por razones de una pandemia, como ocurre ahora, o del ciclo económico, o de un desarreglo de la política o de otras catástrofes naturales o humanas. Se supone que las sociedades encuentran maneras de superar esas crisis temporales y restituyen así el balance entre formación de capacidades y su aprovechamiento y valorización.
El riesgo mayor reside en aquellas otras situaciones donde la respuesta de la sociedad resulta crónicamente insuficiente, frustrando así las expectativas de esa masa en aumento de personas educadas, al no encontrar ellas oportunidades suficientes (o de suficiente calidad) de vida, empleo, ingreso, reconocimiento y participación en los beneficios de su época y cultura. Algo así mostraron las protestas del último trimestre de 2019.
Es de esperar que hayamos tomado conciencia del enorme riesgo que entrañan esas situaciones.
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