¿Basta con STEM para una buena vida en sociedad?
“La pandemia ha mostrado el predominio de las ciencias naturales, tecnología, ingeniería y matemáticas. A su lado, las ciencias sociales y humanidades aparecen disminuidas y descuidadas”.
Ese complejo de saberes ocupa la primera línea dentro de la operación global anti covid-19. Su aplicación, se dice, salva vidas (literalmente). La autoridad política ha debido medicalizarse para retener su precaria autoridad; promete dejarse guiar por la evidencia científica. Durante meses los ventiladores de soporte respiratorio ocuparon el imaginario de la sociedad; su mayor esperanza y, por ausencia, el temor a la muerte.
También las matemáticas han sido levantadas por esta ola ascendente; diariamente las estadísticas nos informan la probabilidad de contagiarnos y, a través de sofisticados modelos, simulan escenarios futuros que conducen las decisiones de política pública.
Asimismo, las pantallas de TV se hallan invadidas por noticias sanitarias y la presencia de expertos de salud. El gremio médico llegó al pináculo de su influencia; incluso, su presidenta figura con potencial electoral.
La red internacional de investigadores del sector, junto a la industria y los gobiernos, están envueltos en una carrera heroica para producir vacunas que asegurarían el control de la peste. El gasto fiscal en I+D se ha volcado hacia las ciencias médicas y de la salud y la ingeniería y biotecnología médicas. En breve, el núcleo STEM ha crecido imponentemente desde todo punto de vista.
A su lado, las ciencias sociales y humanidades (SSH, por su sigla en inglés) —es decir, los saberes reflexivos, hermenéuticos, orientados a las preguntas por el sentido (y los significados) y a indagar los fenómenos de la sociedad y la cultura emparentados con la tradición de la humanitas— aparecen disminuidas y descuidadas.
Sin embargo, su lugar en las universidades medievales y premodernas fue centralísimo, desde la teología en tiempos de Abelardo hasta la filosofía en tiempos de Kant. E incluso después, hasta la Segunda Guerra Mundial, ocuparon un destacado lugar en la educación superior. De ahí en adelante pasan a ser la segunda (y secundaria) de las dos culturas académicas, por detrás de las disciplinas STEM, aunque su horizonte existencial sea tan vital, o más, que el de estas.
Es un rico sector de saberes que alimentan la continua conversación sobre la experiencia humana, sostienen los mejores ideales de la cultura, indagan sobre la fragilidad y la muerte y elaboran una perspectiva normativa sobre la buena vida y el orden de la sociedad.
Dentro de la tradición occidental, los studia humanitatis —donde hoy caben filosofía, historia, literatura, antropología, ética, comunicación, sociología, lingüística, educación, crítica cultural, y las llamadas nuevas humanidades como la digital, global, ecológica, poscolonial, de género, de minorías excluidas o descartadas—mantienen su importancia para la formación y el autocultivo de las personas, además de proveer orientaciones a individuos libres en sociedades democráticas.
Con todo, su posición en la jerarquía político-burocrática de los saberes ha perdido relevancia. Basta mirar a nuestro alrededor; su poder institucional y económico comparado con STEM es casi imperceptible; su prestigio, menguado; su traducibilidad técnica, reducida; su utilidad inmediata —para el gobierno, los mercados, la industria, los ejércitos, las profesiones, las redes sociales, etc.—, ínfima.
¿Cómo entender esta enorme asimetría entre dos sectores claves de la cultura?
Primero, la universidad se ha vuelto favorable a STEM y desconfía de las SSH. Mientras aquella abre las puertas hacia la caja fiscal y los recursos privados, estas otras, en cambio, necesitan ser subsidiadas y, más encima, critican a las burocracias y desprecian el dinero. El desempeño de aquella y su impacto científico es fácil de medir (basta una elemental bibliometría), mientras resulta extraordinariamente difícil en el caso de las otras (¿cómo medir ideas, su irradiación e influencia).
En seguida, las propias SSH son revoltosas; se dividen entre paradigmas en lucha, corrientes opuestas, prejuicios mutuos, sectas en competencia, lenguajes esotéricos disímiles y complicidades ideológicas. Tanto así que, mientras STEM se erige en un frente cada vez más compacto—ahora impulsado por la nanotecnología, biotecnología, big data e inteligencia artificial en la perspectiva de una convergencia final de tecnología, conocimiento y sociedad—, las SSH, por su lado, cuestionan su propio fundamento en lo humano y se preguntan si esa noción no estaría referida, más bien, a una sola cultura (occidental), credo (cristiano), raza (blanca), clase (burguesa), familia (patriarcal) e ideología (colonialismo).
De modo que estamos ante una paradoja extrema: justo en el momento que la racionalidad moderna identificada con STEM alcanza un predominio global, sus efectos destructivos sobre el medio ambiente (calentamiento climático), las sociedades (desintegración, anomia y violencia), la economía (desigualdades entre y dentro de países) y la cultura (incertidumbre, riesgos y alienación), generan —como nunca antes— una sucesión de megacrisis y un estado generalizado de angustia que las propias STEM no pueden controlar y que las precarizadas SSH no están en condiciones de asumir reflexivamente en una conversación sobre el futuro de la humanidad.
Corremos por lo mismo un riesgo que Max Weber anticipó hace un siglo; que el mundo organizado quede vacío de espíritu, quizá definitivamente, y al término de un monstruoso desarrollo se vea envuelto en una ola de petrificación mecanizada y una convulsa lucha de todos contra todos. O bien, decía él, que surjan nuevos profetas y se asista a un pujante renacimiento de antiguas ideas e ideales.
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