AstraZeneca y otras empresas no deberían hacerse con la patente de una vacuna que necesitan tanto los países ricos como los pobres
La vacuna de Oxford produce una respuesta inmune contra la COVID-19, según resultados preliminares
Para poner fin a la pandemia, el mundo necesita una vacuna. Los primeros resultados de las pruebas de la desarrollada por la Universidad de Oxford indican que estamos cada vez más cerca de descubrir una.
Los datos publicados recientemente en la revista académica The Lancet demuestran que la vacuna de Oxford produjo anticuerpos y células T en unos 1.000 pacientes. La empresa farmacéutica AstraZeneca posee la licencia para producir esta vacuna desde principios de 2021 y ha firmado un acuerdo para producir a fines de ese año, junto al Instituto Serum de India, 1.000 millones de dosis para países de ingresos bajos y medios.
Pero esto está lejos de ser lo que el mundo necesita. Para que la vacuna llegue a toda la población mundial, se necesitan unos 7.800 millones de dosis, y lo antes posible. Si la vacuna que resulta exitosa requiere más de una dosis, o si se tiene que suminitrar anualmente –como parece probable–, la cifra será aún mayor. El mundo necesitará un abastecimiento casi permanente de vacunas. Solo entonces podremos tener la COVID-19 bajo control.
Una vez se descubra una vacuna segura y efectiva, el único obstáculo para proveer las dosis necesarias debería ser la capacidad productiva del planeta. Sin embargo, existen otros obstáculos artificiales. Las leyes de propiedad intelectual que les otorgan a las grandes farmacéuticas los derechos exclusivos para producir un medicamento específico durante cierta cantidad de años están hechas para premiar la inversión y la innovación que logran medicamentos nuevos.
A menudo se abusa de estos derechos de propiedad intelectual y se generan monopolios y, en el caso de la vacuna contra la COVID-19, estos monopolios amenazan con restringir el abastecimiento, causando demoras innecesarias y una escasez que puede resultar mortal.
Si una sola empresa obtiene los derechos exclusivos sobre la ciencia, el conocimiento y la propiedad intelectual de la vacuna contra el coronavirus, eso impedirá que el mundo reciba los miles de millones de dosis que necesita. Ninguna empresa privada, al margen de cuán comprometida esté con la distribución de la vacuna, debería tener el monopolio de este recurso público. Una pandemia mundial no es el momento para racionar artificialmente un medicamento en base a fallidas ideas sobre lo sagrado de la propiedad intelectual. Tampoco se debería proteger al mercado simplemente en beneficio de los intereses de las grandes empresas farmacéuticas.
También es importante remarcar que AstraZeneca no ha descubierto esta vacuna. El desarrollo y la producción de la vacuna contra la COVID-19 se están logrando gracias a miles de millones de euros que vienen de los impuestos. AstraZeneca ha recibido 1.000 millones de euros solo del Gobierno de Estados Unidos y, al menos, 92 millones de euros del Gobierno de Reino Unido. La empresa tampoco está corriendo sola con los riesgos de la innovación: los gobiernos ya se han comprometido a comprar la vacuna incluso antes de que sea producida.
En la carrera por resolver el desafío mundial de encontrar una vacuna contra la COVID-19, los líderes de los países ricos parecen confiar en la buena voluntad de las empresas farmacéuticas y en un enfoque caritativo hacia los países pobres, haciendo la vista gorda respecto de los obstáculos que representan la propiedad intelectual y otros monopolios. Parecen suponer que la única opción posible es un enfoque privado y de mercado, dirigido y controlado por las grandes corporaciones farmacéuticas. Esto sería un grave error, como lo dejaron claro el presidente de Sudáfrica Cyril Ramaphosa y el primer ministro de Pakistán Imran Khan, cuando recientemente se unieron a otras 140 figuras públicas para reclamar una “vacuna democrática”.
Los actuales planes de distribución de la vacuna de Oxford son un alarmante recordatorio de lo que sucede cuando se deja un recurso público en manos de una sola empresa. A los países en desarrollo se les han prometido unos 300 millones de dosis hacia fin de año, algo que ha sido bien recibido pero que se queda corto en comparación con los 400 millones de dosis que recibirán Estados Unidos y el Reino Unido. Los Países Bajos, Italia, Francia y Alemania se han asegurado 400 millones de dosis entre ellos. La Unión Europea y otros países ricos también están dando codazos para ponerse primeros en la fila. Muchos países de ingresos medios, como los de América Latina –donde la escala del brote es aterradora–, podrían quedarse completamente excluidos de estos acuerdos.
Cuando se le preguntó al virólogo estadounidense Jonas Salk quién sería el dueño de la patente de la vacuna contra la polio que él inventó, dio una respuesta que se hizo famosa: “No hay patente. ¿Acaso se podría patentar el sol?”. La Universidad de Oxford debería prestar atención a esta respuesta y demostrar su liderazgo, aportando su conocimiento y su propiedad intelectual al Fondo de Acceso a la Tecnología sobre la COVID-19 de la Organización Mundial de la Salud, donde se comparten tecnologías y tratamientos para beneficio de todos. De la misma forma, los Gobiernos y las organizaciones benéficas que están financiando prometedores proyectos de vacunas deberían insistir en que el conocimiento y la propiedad intelectual de los productos que financian se compartan en el Fondo de la OMS.
También son esenciales los intentos de la OMS de organizar un sistema global donde los tratamientos sean repartidos de forma igualitaria. Estos esfuerzos deberían ser apoyados por una infraestructura que ponga la distribución igualitaria en el epicentro de todas las decisiones, incluyendo el momento en el que las empresas firman los primeros acuerdos de financiación con Gobiernos y agencias sanitarias. Pero para que la OMS triunfe sobre el nacionalismo de las vacunas, también debemos hacer todo lo posible por maximizar el abastecimiento. Además de insistir en que se comparta el conocimiento y la propiedad intelectual, los países ricos deberían financiar urgentemente la expansión de la capacidad que tienen los países en desarrollo de fabricar vacunas de forma segura.
En este momento extraordinario, hace falta un enfoque mejor que el actual régimen de derechos monopólicos. Solo entonces seremos capaces de descubrir y producir, lo más rápido posible, una vacuna democrática.
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• Helen Clark es ex primera ministra de Nueva Zelanda y miembro de la Comisión Global de Políticas de Drogas. Ha sido elegida para codirigir el panel independiente encargado de examinar la respuesta internacional a la COVID-19. • Winnie Byanyima es directora ejecutiva de ONUSIDA. raducido por Lucía Balducc
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