No queremos ser una organización que “lo sabe todo” sino que “lo aprende todo” (Satya Nadella, CEO de Microsoft)
Años atrás participé, junto al resto de ponentes, en la cena de clausura de un congreso de neurociencias y aprendizaje. Todos los demás comensales eran psiquiatras y neurocientíficos eminentes y yo el único intruso en el grupo. Durante los postres, les lancé una pregunta: “¿el cerebro tiene capacidad finita?”. Me respondieron unánimemente “por supuesto, todo dispositivo físico tiene límites”. “Eso significa que, si el cerebro tiene límites, no puede encargarse de todo” les dije. “No podemos equivocarnos al decidir cómo lo utilizamos, es imprescindible priorizar”.
La Inteligencia Artificial (IA) no evitó la llegada del coronavirus simplemente por que no podía. La IA no es una lámpara mágica sino una herramienta creada por personas. Ha sido la humanidad la que no fue capaz de anticipar la pandemia. Quien decide qué problemas resolver usando la IA, dónde obtener los datos, construye los algoritmos para procesarlos, analiza los resultados y toma las decisiones son siempre las personas. La IA no nos podía ayudar porque no es mas inteligente que nosotros. Quizás sea momento de desmitificar la IA.
Absolutamente todas las encuestas sobre cuál será la próxima tecnología que revolucionará el mundo apuntan a la IA. Ya ha sido bautizada como “la nueva electricidad”. Que nuestro futuro dependa de la IA tiene una parte muy positiva: significa reconocer que el elemento capital de la economía es la inteligencia, o lo que es lo mismo, las personas. El ser humano ha progresado a lo largo de la historia desarrollando el musculo mental. Pero al mismo tiempo, la promesa de la IA es extremadamente arriesgada: construir máquinas inteligentes. Y lo es porque ni siquiera existe acuerdo sobre qué significa ser inteligente. Para mi la inteligencia es la “capacidad de tomar buenas decisiones y aprender rápidamente”. Una decisión es “buena” cuando contribuye a alcanzar los resultados que persigues. Para tomar buenas decisiones de manera recurrente (y no por suerte o casualidad) necesitas tener conocimiento y para contar con ese conocimiento, es imprescindible aprender. Por eso, la buena noticia es que el auge de la IA viene a confirmar el triunfo del conocimiento y el aprendizaje. Pero la inteligencia también requiere consciencia: ser capaz de explicar qué estás haciendo, por qué lo haces así y no de otra manera, cómo llegaste a esa conclusión, preguntarte ¿cómo me siento? o incluso conciencia de si es que beneficias o perjudicas a terceros. Por tanto, para considerar inteligente a una máquina, necesita conocimiento respecto de la tarea a realizar, capacidad de aprender autonomamente y ser consciente de lo que hace. El problema es ¿cómo diseñamos máquinas con esas características cuando todavía no sabemos cómo aprendemos y usamos el conocimiento las personas y ni siquiera entendemos cómo opera la consciencia? Antes que tecnológico, se trata de un problema biológico. Los neurocientíficos nos recuerdan que seguimos sin poder explicar qué es un pensamiento. Los proyectos de investigación dotados de los mayores presupuestos llevan tiempo trabajando en desvelar el enigma de cómo funciona el cerebro.
Hoy no tenemos máquinas inteligentes sino capaces de hacer algunas tareas mejor que nosotros y hacer otras que no podemos hacer, lo que siendo valioso, es muy distinto de ser inteligente. La IA solo puede tomar decisiones en un ámbito muy restringido de la realidad (en el que previamente ha sido entrenada) y tiene enormes dificultades para aprender cosas que para un niño de 2 años resultan elementales. La IA tiene una impresionante capacidad de procesamiento pero muy baja capacidad de entendimiento. Hasta ahora hemos desarrollado la parte más “sencilla” de la inteligencia: que las máquinas almacenen toneladas de información en múltiples formatos y la procesen a gran velocidad. Me recuerda a la época del colegio, cuando te aprendías las cosas de memoria pero no las comprendías ni podías explicarlas. Estudiábamos pero no aprendíamos y aprender sin hacer no es aprender. Sobre la parte desafiante de la inteligencia que incluye la curiosidad, imaginación, creatividad, iniciativa o improvisación, desconocemos cómo las ejecuta nuestro cerebro y por eso no podemos hacer que la IA las reproduzca. Con las máquinas todavía estamos en un nivel básico: son eficientes para lo rutinario pero torpes para lo que obliga a pensar.
Mientras progresamos en resolver los misterios del cerebro, hay que replantearse si en lugar de hacer máquinas inteligentes (bajo la definición de inteligencia humana), debiésemos diseñar máquinas que refuercen nuestra capacidad de decidir y aprender. La oferta de valor de la IA consiste en realizar predicciones. Promete anticipar problemas aprendiendo de lo que pasó anteriormente para, a partir de ahí, detectar oportunidades y tendencias. Pero pasamos por alto que para poder predecir lo que pasará, es imprescindible explicarse correctamente por qué pasa lo que pasa. Ser capaz de anticiparte te permite tomar la decisión correcta antes de que ocurran los acontecimientos, lo que te entrega una ventaja insuperable. Es el mismo ejercicio que hace tu cerebro 20 milésimas antes de que pasen las cosas: te provee el conocimiento que tiene y que necesitarás para lo que debiese ocurrir a continuación (para garantizarte un resultado exitoso) sirviéndose de lo que sabe que ha ocurrido cientos de veces en su experiencia pasada. Va siendo hora de acuñar un nuevo refrán que diga “Predice y vencerás”. Por esa razón, para predecir el futuro, la IA necesita datos históricos, y eso explica la explosión del big data. Sin datos no hay IA. Un sistema de IA requiere, en primer lugar, recibir un intenso entrenamiento en el ámbito en el que queremos que opere. A los niños también hay que “educarlos”, lo que demuestra que el aprendizaje es la base del conocimiento. Los humanos aprendemos a través de la experiencia y en ese proceso juegan un rol decisivo la memoria y las emociones. Las máquinas se ahorran ese largo recorrido y por eso su aprendizaje es más limitado. Los algoritmos de IA procesan millones de datos procedentes de distintas fuentes, cruzan múltiples variables, analizan patrones y nos entregan “recomendaciones” (no exentas de errores o sesgos). Pero el conocimiento para interpretar esas recomendaciones, darles significado y decidir lo atesoramos los seres humanos. Al fin y al cabo, la IA ha sido creada por personas y depende de datos suministrados por nosotros.
Y cuando no hay datos ni antecedentes a los que recurrir (como ha pasado en el caso del coronavirus), la IA se desempeña por debajo de las expectativas. A la hora de improvisar y lidiar con la incertidumbre, las personas se muestran insustituibles. Uno de los aprendizajes fundamentales de los últimos años consiste en aceptar que el pasado cada vez nos sirve menos como referencia para anticipar el futuro. El cambio permanente hace que el conocimiento caduque más rápido y nos obliga a enfrentarnos a situaciones (como el caso del Covid 19) inéditas donde la experiencia previa no es suficiente y el único camino es aprender. Aprender del futuro significa poner el énfasis en las preguntas, en lo que no sabemos. Aprender del pasado implica priorizar las respuestas, lo que ya se sabe que es el mundo del que siempre se ha ocupado el sistema educativo. La IA es cada vez mas precisa en entregarnos respuestas en un mundo en el que lo que marcará la diferencia son las preguntas. Pero la IA todavía no nos hace preguntas. Y es justamente en ese ámbito donde las cualidades humanas cobran aun mayor relevancia. Si queremos reimaginar la educación, tenemos que orientarla más a lo que no sabemos todavía que a lo que ya sabemos. Menos estudiar y más aprender.
Conclusiones:
Estamos en plena fiebre por los datos, con muchas empresas repletas de sensores que recogen montañas de señales en tiempo real de todo lo que sucede y desesperadas por contratar científicos de datos. Da la impresión de que para el mundo que se avecina, si no eres un genio de las matemáticas, te vas a morir de hambre. Sin embargo, el problema no va a ser la cantidad de datos disponibles sino tener claridad de para qué los recolectamos, qué hacer con ellos y sobre todo tener el conocimiento y la creatividad para decidir inteligentemente ante los desafíos que nos esperan. Cesar Alierta, presidente de Telefónica, comienza un artículo reciente con la siguiente frase: “Si los datos son el petróleo del siglo XXI, el recurso más valioso es el conocimiento”. Ya que la IA lo va a inundar todo, entonces nuestro futuro depende del conocimiento que tenemos y de la capacidad de aprender. Ahora bien, quien dispone hoy de los datos (o lo que es lo mismo, del poder) son las grandes corporaciones digitales. Sin embargo, no olvidemos que los datos son interpretados por personas, cada una con su propio modelo mental particular por lo que cada individuo genera un conocimiento distinto. Los datos son solo la materia prima, es el conocimiento para decidir lo que hace la diferencia. Tener datos y carecer de conocimiento es como tener un barco sin timón.
En la película “el día de la marmota”, su protagonista puede predecir exactamente lo que ocurrirá cada minuto de cada hora de cada día porque lo ha vivido cientos de veces. Pero si algo hemos aprendido es que el futuro dejó de ser extrapolación del pasado. La IA es muy poderosa en entornos estables. Un algoritmo que vence fácilmente a los humanos jugando al Go o al ajedrez, domina juegos cuyas reglas no han cambiado desde hace miles de años. Pero la IA tiene problemas cuando la realidad cambia y si algo caracteriza nuestra época es el cambio continuo. Lo que nos distingue a las personas es la capacidad de pensar.
La IA ha sido creada y diseñada por humanos y hemos sido nosotros los que no supimos anticipar ni evitar esta crisis. La IA puede exhibir una deslumbrante potencia de calculo estadístico pero no hace milagros. Es injusto pedirle lo que está fuera de sus posibilidades porque tiene las limitaciones que tenemos las personas. La IA tampoco nos salvará de la próxima catástrofe, nos salvaremos o condenaremos nosotros mismos. El desafío que tenemos por delante consiste en incrementar nuestra inteligencia más que la de las máquinas, justamente con el objetivo de colocar a las personas por encima del crecimiento y la eficiencia: No necesitamos IA para fabricar más, consumir más, acumular más, competir más o destruir más el medio ambiente sino para todo lo contrario. Los límites de la IA son más éticos que tecnológicos. El “por qué” tiene que anteceder al “qué” y al “cómo”. Una vez más, todo dependerá del conjunto de valores que las personas decidamos adoptar para guiar nuestra convivencia.
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