Ciencias y humanidades frente a las pandemias
“Como sucedió con la peste negra, las grandes catástrofes movilizan de manera intensa los recursos cognitivos de las sociedades. Hoy, además de la ciencia positiva y sus evidencias, la sociedad reclama interpretaciones intelectuales, relatos históricos y análisis hermenéuticos, entre otros, que doten de sentido las experiencias de fragilidad, temor e incertidumbre”.
Las grandes catástrofes movilizan de manera intensa los recursos cognitivos de las sociedades. Así, durante la peste negra de 1348 se buscaron con ahínco explicaciones, sin llegar lejos, pues el conocimiento a la mano fundía medicina con teología y astrología. El rey de Francia consultó, sin éxito, a los facultativos de la Universidad de París.
En cambio, la administración sanitaria avanzó en algunas ciudades; por ejemplo, aplicó el confinamiento, fomentó medidas de higiene y estableció cordones para evitar el contagio interurbano. La gente cambió su concepción de la muerte. Según escribió Jacme d’Agramont, médico de Lleida (1348), “aunque toda muerte es siempre tenida por muy terrible, la muerte súbita es particularmente peligrosa, especialmente para el alma (…) y aun más terrible cuando se acompaña de accidentes que causan terror”.
También un filón del arte y la literatura de la época dio vuelo a la cultura humanista. El historiador Philippe Ariès registra “un incipiente humanismo cristiano, pero en vías de secularización, con hombres como Petrarca, que enfrentan el dolor, apoyándose en su amor a la vida y al valor de esta”. Efecto paradojal: la vista de los cadáveres despierta pasión por la vida.
Amainada la peste, vuelve a florecer la enseñanza universitaria. El emperador Carlos IV invocó la noble defensa del “precioso conocimiento que la furia salvaje de la muerte pestilente ha sofocado en los reinos de este mundo” al fundar, ese mismo año de la plaga, la Universidad de Praga. Luego reconoció otras cinco en Orange, Perugia, Siena, Pavía y Lucca. La Universidad de Cambridge sumó tres nuevos colegios: Trinity, Corpus Christi y Clare.
Incluso, algunos historiadores sugieren que, en reacción ante la idea de que la peste fue una manifestación de ira divina contra los pecados eclesiásticos y seculares, se levantó una onda anticlerical y se puso en entredicho el sentido de una vida religiosamente fundada. Bocaccio va más allá; observa que, en medio de la “gran aflicción y miseria de nuestra ciudad (Florencia), la venerada autoridad de las leyes divinas y humanas se dejó caer y fue olvidada por aquellos que la administraban”.
En suma, ni el saber sagrado ni el profano —las facultades universitarias de teología y medicina— pudieron comprender o explicar la pandemia. Hasta hoy, las causas naturales y los efectos culturales de la terrible enfermedad continúan fascinando a los estudiosos. La ciencia se afana por explicar este fenómeno igual como el geólogo busca hacerlo con el terremoto o el climatólogo con la sequía. Otros, en cambio, desean comprender las reacciones que nuestros antepasados tuvieron frente a la pestilencia, desentrañando su significado social.
En el presente se busca lo mismo: explicar (erklären) el evento positivamente, según las reglas de la ciencia, y comprender (verstehen) su sentido según las convenciones de las humanidades y las ciencias sociales interpretativas. Son dos formas de captar el mundo —natural y de las personas, respectivamente— que, a mediados del siglo pasado, el físico y novelista inglés C.P. Snow bautizó como “dos culturas” contrapuestas: de los científicos naturales y los intelectuales letrados.
Entre ambos, decía, existe un abismo de mutua incomprensión. Y, a veces, de disgusto y hostilidad, que los lleva a sostener imágenes distorsionadas los unos de los otros. Aquellos ven a estos como románticos e ilusos, más preocupados por los símbolos que de la realidad. Al revés, los científicos son percibidos por los letrados como engreídos y dominantes, atribuyéndoles una concepción superficial y limitada de la condición humana.
Este tipo de recriminaciones mutuas luego perdió fuerza, en la misma medida que las ciencias naturales —biología, física, química, geología, astronomía— parecían avanzar arrolladoramente, incluso convirtiendo a una parte de las ciencias sociales y humanidades a sus propias lógicas y métodos explicativos, como sucede, por ejemplo, con la economía formal y el positivismo lógico.
Tanto es así que en la actualidad la ciencia se postula por algunos como una sola, con una única base epistemológica. Llegará el día, anuncian, en que todo será estudiado como naturaleza, incluido el homo sapiens, las máquinas inteligentes y sus interfases híbridas (Rees, 2020).
La pandemia del covid-19 abre un paréntesis reflexivo, sin embargo. ¿Acaso las ciencias no han tocado sus propios límites frente al virus? Los sofisticados modelos matemáticos, ¿no han fallado repetidamente? ¿No chocan los expertos entre sí? ¿Puede la contabilidad de los muertos ser el máximo indicador de eficiencia y de racionalidad científica?
Al mismo tiempo, la gente necesita comprender y dar sentido a sus vivencias; no solo escuchar explicaciones numéricas. Las estadísticas no sustituyen la narrativa que debe comunicar la experiencia colectiva.
Como muestra la historia, las grandes plagas no solo afectan la salud de las poblaciones, sino que, además, amenazan a las sociedades, su fuerza de trabajo, instituciones, organización estatal, estilos de vida, imaginarios y percepción del futuro.
Por ende, además de la ciencia positiva y sus evidencias, la sociedad reclama interpretaciones intelectuales, intuiciones de escritores y poetas, arte reflejado en las pantallas, reflexión filosófica, ciencia social comprensiva, obras de teatro, relatos históricos y análisis hermenéuticos —formas de sabiduría, en fin— que doten de sentido las experiencias de fragilidad, temor e incertidumbre. Solo de esta forma es posible convertir el sin sentido en una comprensión del destino humano.
Podría ser, entonces, que las dos culturas separadas por la razón moderna vuelvan a encontrarse a propósito de la peste.
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