Jon Lee Anderson, periodista: “Hoy por hoy, el mundo virtual y el mundo real no son reconciliables”
Diciembre 20, 2019

Captura de pantalla 2016-09-02 a las 3.53.58 p.m.Jon Lee Anderson, periodista: “Hoy por hoy, el mundo virtual y el mundo real no son reconciliables”

El periodista estadounidense, que reportea hace cuatro décadas los conflictos políticos del mundo y especialmente los de América Latina -recorría el altiplano boliviano al realizarse esta entrevista−, vincula los estallidos populares a una mezcla inédita de desigualdades sociales y angustias existenciales, propias de sociedades a las que llama de Segundo Mundo y que hoy están expuestas a las luces y sombras de la viralidad. De la alicaída cultura democrática y de la boyante cultura narco habla en medio de un momento histórico extraño, “de sociedades sin memoria y sin norte, es decir, donde todo es posible”.


Las explosiones de descontento han afectado a gobiernos de muy distinto signo, en casi toda América Latina. ¿Ves algún denominador común entre los casos?
Bueno, todos lo estamos buscando, ¿no? Y si nos cuesta tanto definirlo, creo yo, es porque internet y las redes sociales han sido un detonante crucial, pero aún no entendemos bien cómo el mundo virtual y el mundo real interactúan entre sí. Por un lado, hay desigualdades reales, materiales, que las plataformas virtuales han visibilizado como nunca antes. Pero, a la vez, haber dado satisfacción a las necesidades materiales más básicas -aquellas por las que se luchaba en el siglo XX− parece haber creado una especie de angustia, de desespere existencial, que el mundo virtual solo ayuda a amplificar.

En el debate intelectual, hace tiempo que hay dos bandos: unos atribuyen el malestar a las desigualdades sociales y los otros a la insatisfacción cultural propia de la modernidad. ¿Para ti son las dos cosas?

Sí, pero una mezcla inédita de las dos cosas. Las desigualdades son bastante obvias. Cuando voy a foros en América Latina, hace ya varios años que digo lo mismo: ojo, esta es una región democrática, pero también es la más desigual y la más homicida del mundo. ¡Algo anda mal aquí! Y las audiencias de esos foros pestañean, pero no van más allá, no buscan mucho las respuestas ni las políticas que arreglen el problema. Lo de Chile fue ahora la gran sorpresa, pero a mí siempre me chocó llegar a Santiago y ver esa pobreza al lado del Mapocho. Y provocaba a mis amigos chilenos: “Ustedes que se felicitan tanto por su progreso, ¿cuándo van a hacer algo por esa gente? ¿No les importa que eso sea lo primero que veo cuando llego a su país?”. Y ellos lo reconocían, sabían que Chile es desigual, pero más por estadísticas que en carne propia. Así las cosas, esa alternancia entre la centroizquierda de Bachelet y la centroderecha de Piñera parecía un limbo cómodo, ¿no? Pero de pronto surgió un detonante cualquiera -el pasaje del Metro− y entró en acción un nuevo combustible que cambia todo: la viralidad de nuestras sociedades actuales.

Las redes están poniendo la pólvora.
La interconexión del mundo virtual, sin duda. Estamos más vulnerables que nunca a los mensajes externos, muy expuestos a comportamientos emulativos de un nuevo tipo, cuya dinámica estamos lejos todavía de comprender y mucho más lejos de poder controlar. Hace unos pocos años, en una provincia de China, un tipo entró a un jardín infantil con un cuchillo y mató a varios niños. En las semanas siguientes, hubo cinco o más episodios parecidos por toda China, y hasta hoy ocurren cada tanto. Las masacres con armas semiautomáticas en escuelas de Estados Unidos responden al mismo efecto viral. Pero también los comportamientos inocuos: cosas raras que hacen los chicos en YouTube, selfies en precipicios y no sé qué vainas más. No hemos dimensionado los alcances de esta viralidad. Es obvio que ya no estamos en control de muchos de los comportamientos sociales. Quizás sea un poco gótico comparar las revueltas en América Latina con los apuñalamientos en China, pero, a la vez, es obvio que sí, que algo tienen en común.

Para que no se malentienda, ¿cuál sería el vínculo?
Que las pulsiones individuales han encontrado en esta viralidad una nueva forma de canalizarse hacia lo colectivo. Y esto corre en las dos direcciones, no lo puedes separar: los espacios virales crean organización política, pero también aglutinan angustia. Incluso, pueden ayudar a crearla, a fomentarla en quienes descubren que no están conformes, que ya no aguantan más. Entonces, cualquier demanda puede ser el detonante de un crack. Una demanda contagia a otra, porque ya casi todos -y este es el otro rasgo decisivo de nuestra época- comparten frustraciones y angustias parecidas: las de una gran mayoría que accedió a la sociedad de consumo. Por eso lo de América Latina tiene semejanzas con la Primavera Árabe, que, a su vez, fue antecedida por la “Revolución Verde” en Irán, en 2009, la primera en que los chicos de clase media se agitaron y se organizaron a través de las redes. Yo cubrí la revolución en Libia, que era de veinteañeros. Y al hablar con ellos, te dabas cuenta de que eran la primera generación de libios que tenía los ojos abiertos.

¿Por internet?
El gran cambio para ellos fue la llegada de la televisión por cable, y después, de internet. Porque unos años antes de la Primavera Árabe, los dictadores de esos países habían cedido a reclamos de las élites que pedían abrir las comunicaciones y las economías. Eso significó que las desigualdades, de evidencia restringida para sus padres, a ellos les saltaron a los ojos. Y la plata corría, pero se crearon sociedades que podríamos llamar de Segundo Mundo, tal como en América Latina: son países que en los últimos 20 o 30 años accedieron al gran mercado y no son aún del Primer Mundo, pero tampoco son ya del Tercero.

Sin embargo, hay un profundo disgusto con lo ocurrido en esos 30 años.
Por lo mismo que estamos hablando: tienen más que antes, pero ven todos los días que otros tienen mucho más. Y ese “más” incluye objetos de consumo, pero también libertades cívicas. Mira, en los años 80, tú llegabas a Lima y lo que veías entre el aeropuerto y el centro parecía un gran basural, con un sinfín de casitas de estera, de hojas entrelazadas. Hoy ves casas de concreto, grandes pancartas de Pepsi, avisos en chino de cigarrillos chinos, toda la fantasmagoría de una nueva sociedad de consumo. Este cambio hay que comprenderlo, porque las revueltas actuales son de gente que antes veía el lujo en las películas, “ah, los gringos viven así”. O sabían del barrio bien de su ciudad, pero no podían saber qué había realmente adentro de esas casas amuralladas. Vistos desde el Primer Mundo, muchos países de América Latina parecían vivir como ermitaños.

¿Cómo así?

Recluidos en su idiosincrasia, muy aislados del mundo del norte y sus bonanzas. Solo los argentinos y los venezolanos -mira la paradoja- iban a Miami a hacer shopping. Los demás estaban en su sitio y no tenían cosas. ¡No tenían cosas! Muchos de la clase media no tenían línea telefónica en sus casas. Cuando yo, como gringo, iba a cenar a una casa en Lima a principios de los 80, salían a comprar para tratar de impresionarme. ¿Sabes con qué? Con un enlatado. ¡A veces con vienesas! O sea, ya existía la sociedad de consumo, pero como aspiración. Sus nietos, en cambio, han conocido esto como una realidad cumplida. Quizás no tengan el Apple, pero tienen el Huawei. Quizás no tengan acceso a una buena educación, pero sí a tener cosas, combinación impensable hace 40 años. Pero vivir en sociedades así, donde la eterna aspiración de cubrir las necesidades materiales tiene al menos la apariencia o el performance de haberse cumplido, crea un vacío angustiante. Por eso las revueltas ya no son “socialismo o muerte”, aquí nadie pretende morir por su causa. Y el objetivo no es quemar el palacio, o crear el hombre nuevo, o irnos todos a hacer un gran kibutz y cantar “Kumbayá” en la montaña. Es un arcoíris de cosas que no está resuelto. Muy como el mundo actual en que vivimos: no está resuelto y no es conciliable.

¿Qué no es conciliable?
Hoy por hoy, el mundo virtual y el mundo real no son reconciliables.

¿Por qué?
Porque todos vivimos pegados a un artículo de lujo, que es un teléfono con el mundo virtual en su interior. Lo tenemos en la mano todo el tiempo, nos volvemos adictos a él, nos ofrece un sinfín de mundos inalcanzables, de fantasías que incluyen pornografía, poder, opulencia… Pero cuando lo apagamos, o se nos acaba la batería, miramos alrededor y lo que vemos es un mundo hecho mierda, hecho a medias: casas hechas a medias, barriadas llenas de gente subempleada, un mundo sin nuevas promesas de futuro. Me parece que eso nos está creando una disonancia cognitiva que, sumada a la viralidad de las redes y a la psicología de la sociedad de consumo, produce una patología cada vez más universal de inconformidad colectiva. Una especie de desazón que aflora en pequeños nichos de la población y de inmediato se contagia. Y que conlleva algo de nihilismo, de sociopatía, en el sentido de que muchas de sus expresiones de desahogo son destructivas, vandálicas, pero sin una filosofía desarrollada. Muy en sintonía con este mundo un poco hecho mierda, ¿no?

Ya casi no hablamos de “el mundo”, sino para especular sobre futuros desastres.
Bueno, ese es otro ingrediente que potencia la desazón: ya no tememos la extinción del mundo por la guerra nuclear, sino por el cambio climático. O sea, es el mundo mismo el que se acaba, con todos nosotros adentro enchufados a un mundo virtual, asediados por un diluvio de información. Ya vemos todo, sabemos todo, pero estamos perdidos, tratando de lidiar con un mundo sin barreras del cual ya somos parte y al cual somos adictos. Yo me quedaba frío cuando mi madre me decía que hasta los 18 años pensaba que podía embarazarse bailando con un chico. Y no era un caso aislado, creer eso era muy común en la generación de la Segunda Guerra Mundial. Me parecía que los años 70, mi década de adolescencia, estaban a un abismo de distancia de ese mundo. Ahora me doy cuenta de que se parecían mucho más a los años 40 que al mundo actual.

Pero, como decías antes, este mundo viral también trae de lo bueno. Está permitiendo que mucha gente sin poder visibilice sus demandas y se organice.
Sin duda, son demandas largamente postergadas. Pero ojo: lo que sirve para agitar, también puede usarse para reprimir. Cuando fue la “Revolución Verde” en Irán, el poder represivo -que allá responde con francotiradores− aprendió esto en los primeros días. Al tercer o cuarto día, un grupo de los Basij, estos paramilitares religiosos que fundó el ayatolá Jomeini, entró con hachas al campus universitario, en el centro de Teherán, y le dieron con hacha a quien encontraron a su paso. Dejaron varios muertos, volvieron a su auto y se fueron. ¿Pero qué pasó? Los mismos estudiantes viralizaron ese acto espantoso para advertir a sus compañeros, con el efecto de atomizar las manifestaciones, que era justamente el propósito de la agresión. Para el décimo día, ya no existía “Revolución Verde”. Y a una década de esa experiencia, los gobiernos también están explotando las oportunidades que ofrecen las redes. “Todos a la plaza a alabar al presidente”, fue el mensaje que difundieron los tuiteros de AMLO el domingo antepasado para celebrar “el amor a México”.
De hecho, Trump y Putin han sido los maestros en el uso de las redes, cada uno a su manera.
Y de sus artimañas hemos aprendido que el contagio de las intolerancias es otro efecto muy concreto de esta viralidad. O sea, Trump sale a decirle a la policía, para buenos entendedores: “Mira, cuando arrestes a uno de estos son of a bitch y lo metas en tu carro, no tienes que tratarlo con guantes de seda. Si su cabeza choca con el carro, yo te voy a entender”. Y lo que consigue es viralizar no solo el comportamiento intolerante, sino su legitimación. Es indudable que estamos recién descubriendo un mundo muy enigmático, con nuevas zonas oscuras. Todos estamos tratando de entender qué son las fake news, qué son los fucking bots, qué es una troll factory, de qué tenemos que protegernos. Ciertamente, estas revueltas latinoamericanas no nacieron de un complot fabricado en Caracas, pero ya ninguna sociedad puede pretender que está a salvo de quienes han aprendido a usar las redes para vender productos, sean comerciales o políticos.

Has dedicado muchos años y algunas vueltas al mundo a comprender el fenómeno de la violencia. Una vez que se instala, ¿hay manera de pararla o siempre se legitima a sí misma?
Casi siempre se legitima a sí misma. Una vez que hay derramamiento de sangre, ya es muy difícil meter eso en la gaveta, porque el acto violento se sacraliza en el nombre de quienes fueron víctimas. Elevar a la víctima al plano de los beatos está en el ADN universal, lo hacen todas las religiones. Y por más seculares que se hayan vuelto las sociedades, tenemos esa noción canónica del mártir y la necesidad de buscar un significado para la muerte. Una muerte sin finalidad es imposible. Ninguna madre quiere pensar que su hijo murió sin razón, ningún activista aceptará que su compañero de lucha murió sin razón. Y la búsqueda de esa razón no tarda mucho en canalizarse a través de un credo religioso o político que justifique la venganza. En este mundo hemos creado mil maneras de legitimar el asesinato como un ajusticiamiento. Según de qué lado estás, es la justicia popular o es la violencia protectora del Estado.

¿Dirías que en América Latina se están creando condiciones para volver a caer en eso?
Si las situaciones siguen empeorando, o si surgen regímenes al estilo de Trump, tan desprovistos de legitimidad, tan abiertamente inmorales, yo no descartaría que alguna gente decida enfrentarlos con la violencia y pueda volver una lucha armada en ciertos países. Pero de momento, las democracias se han defendido. Piñera ha cedido tanto, que en sus medidas recientes está más a la izquierda que la pachamama, ¿no? No lo estoy defendiendo, es una observación desde lejos: al menos por sus medidas, él entendió que la ira popular marcó un punto de inflexión y, eventualmente, respondió para que no llegara a mayores. Y así lo han hecho, cada cual a su modo, Moreno en Ecuador o Duque en Colombia.

¿Crees que en la izquierda latinoamericana está retrocediendo la fe en la democracia? Así lo percibe la derecha.
No sé si toda la izquierda tenía fe en la democracia. Muchos hablaban aún de revolución, que es otra cosa. Y también en la derecha hay mucha gente que solo cree en la democracia cuando le sirve a sus propios fines. Donde sí veo una pérdida de fe es en gente otrora demócrata: la clase media que creía en el sueño americano, en la democracia a la gringa de los últimos 50 años. Porque si miran hoy a su alrededor, ¿qué identifican con democracia? Corrupción y chantería. O sea, el Presidente de Honduras es un narcotraficante y todos lo sabemos. La única razón por la que no está en un calabozo es porque hace migas con Trump y recibe a los migrantes que rebotan en la frontera gringa. En un mundo tan cínico, la etiqueta “democrático” no es muy bonita. Yo trato de ser cuidadoso en mis respuestas, pero la verdad es que vivimos un momento muy peligroso: una época de sociedades sin memoria y sin norte. Es decir, donde todo es posible.

Otra preocupación nueva, al menos en Chile, es la capacidad que han mostrado los narcos para colgarse de fenómenos políticos y seguir ganando territorios. Un problema que también has seguido de cerca en otros países de la región.
Yo no sé qué está pasado ahorita con los narcos en Chile, pero sí te puedo asegurar que el narcotráfico es la gran plaga de América Latina, un continente cuyo mayor problema, para mí, siempre ha sido el mismo: la falta de estado de derecho. Con las notables excepciones de Uruguay y Chile, que tenían sus problemas, pero no el lastre tóxico de la corrupción judicial y policial. Y sucede que ahí donde el dinero del narco empieza a fluir, empieza la perdición del estado de derecho. La economía en negro corrompe una sociedad fácilmente, porque hay un precio para cada persona. El lavado de dinero se va tomando los comercios, se van creando mafias que ofrecen protección vía chantajes y acaban controlando sectores legales de la economía. Y las fuerzas de ley se corrompen también, a través de la red de abogados y jueces sucios que oscilan alrededor del hampa. Ningún país está completamente a salvo de eso. Hace 15 años, en Brasil no conocían el crack ni importaban mucha cocaína. Hoy es uno de los países que más importa cocaína y consume crack en el mundo, lo que agudizó la inseguridad pública y le sirvió a Bolsonaro para llegar al poder con su discurso de Harry el Sucio.

Pese a que esos 15 años, salvo los últimos, fueron de mucho crecimiento para Brasil.

No pese a eso, sino por eso mismo. Su sociedad llegó a ser de Segundo Mundo, hay mucha gente con más dinero y viviendo en grandes ciudades. Tal como pasa en Chile, ¿no? Y volviendo a las comparaciones con el mundo de hace medio siglo, yo creo que la gran diferencia con la sociedad de consumo actual es la droga. A fines de los 60, la época de las revoluciones en América Latina, un puñadito de bohemios universitarios fumaba pitos, uno que otro había probado la coca y quizás en el campo había un ínfimo sector productor-consumidor de marihuana. Hoy es una gran economía de la que viven millones. Los mismos jóvenes pobres que hace 50 años se habrían unido al reclamo por un mundo mejor a través de las armas, hoy entran a las pandillas para matar y morir no por un mundo mejor, sino porque sí, para tener un carro, para ser guapo, para vivir rápido y corto y que se joda todo el mundo. Es una sicología nueva, esa gente antes no existía. Y son millones de personas que viven así. Si yo fuera religioso hablaría del contagio del mal, porque realmente hay una vastedad de almas y territorios captados por actores nefastos, que compiten con el Estado y a veces lo derrotan. Es más obvio desde Colombia hacia el norte, pero cada país de América Latina tiene regiones o vecindarios que padecen de eso.

Otra razón para pensar que descuidar el Estado no era tan buena idea.
¡Pero cómo iba a ser buena idea! Donde el Estado deja un vacío, aparecen otros y se crean nuevos poderes. Eso es una máxima adonde quiera que vayas.

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