Educación: ciencia, cultura y política
“Es en el aula donde se necesita generar un orden que reconozca el esfuerzo y lo estimule, y cree auténticas posibilidades de aprender, independiente del origen social”.
Los contextos en que se desenvuelve la educación están cambiando rápida y a veces dramáticamente.
En primer lugar, cambia el contexto de conocimientos a través del cual comprendemos la educación. En efecto, se acumula nueva evidencia proveniente de las ciencias del aprendizaje y avanza la transformación tecnológica de los modos de enseñar, aprender, archivar conocimientos, transmitir información y evaluar los aprendizajes.
Según el libro “Developing minds in the digital age” (2019), publicado recién por la OCDE, el extraordinario aprendizaje que tiene lugar durante los cincos primeros años de vida de los infantes es mucho mayor de lo que hasta hace poco se creía. Pero el pleno desarrollo del cerebro y la maduración de los comportamientos dependen de la calidad de las oportunidades de aprender. En su ausencia, pronto se crea una “brecha de preparación” respecto de la escuela que posteriormente afecta la trayectoria escolar.
Asimismo, el desarrollo inicial del lenguaje es altamente dependiente del medio social donde nacen y crecen los niños. A los tres años, la brecha de palabras escuchadas por niños nacidos en hogares de profesionales y hogares en condiciones de pobreza es de 30 millones de palabras. Otros estudios confirman que a la edad de cinco años el estatus socioeconómico de las familias es la variable explicativa más poderosa de las diferencias en las mediciones del coeficiente intelectual (IQ) y de las destrezas cognitivas y de lenguaje. En suma, señala la citada publicación, “los niños necesitan oportunidades de aprender en los primeros años de vida para que su cerebro alcance el pleno desarrollo de su potencial”.
Por lo mismo, hoy se acepta que cualquier política que busque una mayor igualdad de oportunidades debe dirigirse a los infantes en condiciones desfavorables desde el momento inicial de la vida. En Chile, sin embargo, esta constatación está lejos aún de comandar la política educacional.
En segundo lugar, observamos una profunda alteración del contexto cultural dentro del cual se desenvuelven los procesos de enseñanza y aprendizaje. Si bien hoy sabemos más que nunca antes sobre cómo estos procesos funcionan, su finalidad y sentido parecen escabullirse de nuestro horizonte de comprensión.
La estrecha asociación que la cultura moderna estableció entre razón, ciencia, progreso, bienestar y autonomía moral —que sirvió de base a la idea occidental de educación como emancipación humana y soporte espiritual de una civilización industrial (e industriosa)— terminó por saltar en pedazos a finales del siglo pasado. Del optimismo de una cultura afirmativa pasamos así al pesimismo de una cultura de la negación.
Quizá solo al comienzo del siglo pasado, antes y después de la Primera Guerra Mundial, se vivió como ahora dentro de un clima tal de desconfianza en el progreso, de decadencia de Occidente, de asalto a la razón, de temor hacia los resultados de la ciencia y la técnica, y de incertidumbre respecto de los fines de la educación.
Hoy dichos sentimientos están de regreso y se han radicalizado: nuestra época se percibe a sí misma como al final de la historia, del capitalismo, de la democracia, de la modernidad y de la civilización industriosa. Sobre ella desciende el ángel de la historia de Walter Benjamin, paralogizado frente “al futuro, al cual vuelve la espalda mientras el cúmulo de ruinas va creciendo ante él hasta el cielo. Lo que llamamos progreso es justamente esta tempestad”. Si el futuro se percibe como una catástrofe es porque se ha descubierto que el progreso de la razón se ha vuelto irracional.
La pregunta entonces es: ¿cómo educar en una civilización que se apaga cuando no amanece todavía un nuevo orden civilizatorio? ¿Cuál es el principio formativo para este período finisecular? ¿A qué orientaciones recurrir cuando el progreso se ha convertido en una tempestad?
En Chile, estas interrogantes —de cómo se aprende y qué se debe enseñar— tienen expresiones peculiares. En la educación temprana, por ejemplo, si bien se reconoce su rol clave para la equidad, no existe un sentido real de prioridad y urgencia. Ahora mismo se discute en el Congreso Nacional un aumento significativo de recursos para este nivel, de suyo imprescindible, pero en vez de empujarlo con fuerza, el Gobierno, los partidos y los parlamentarios aparecen enredados en escaramuzas que no van al corazón de esta medida.
En la enseñanza obligatoria —básica y media— la promesa del Gobierno de poner prioridad a la sala de clases e incorporar las habilidades del futuro a los aprendizajes, haciendo un máximo esfuerzo por mejorar la calidad de las oportunidades, se diluye en medio de contiendas subalternas con una oposición que carece, ella también, de propuestas y voluntad de alcanzar acuerdos.
Con todo, es en el aula donde necesitamos resolver las encrucijadas del futuro: el sentido de la formación para este tiempo turbulento; una pedagogía que reconcilie razón ética con razón instrumental; una profesión docente animada por una misión y dotada de la autoridad de su rol; en fin, la generación de un orden que reconozca el esfuerzo y lo estimule, y cree auténticas posibilidades de aprender independiente del origen social. Una tarea de proporciones fuera de lo común.
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