La próxima crisis
“Los problemas que actualmente afectan al financiamiento de la educación superior la están erosionando. El Gobierno lo sabe y no puede desligarse de ellos. De prolongarse, estos conflictos conducirán a una crisis del sistema, empequeñeciendo su contribución a la sociedad”.
Primero, entonces, los perjudiciales efectos de la gratuidad impulsada por el gobierno anterior. No cubre los costos reales asociados a la docencia ni un plazo realista para que los estudiantes completen sus estudios. Además, fija el precio de los aranceles que deben pagar los estudiantes no acogidos a la gratuidad. Y lleva a reducir el gasto por alumno, lo que lesionará la calidad del trabajo académico y sus resultados.
Segundo, el nuevo esquema de crédito estudiantil, que beneficiará a la mayoría de los estudiantes, se halla detenido en el Congreso desde hace un año por desacuerdos entre Gobierno y oposición. Esto crea confusión e incertidumbre, oscureciendo las expectativas de los futuros técnicos y profesionales.
Tercero, la nueva Ley de Educación Superior de 2018 (Nº 21.091) permite al gobierno y a sus agencias imponer a las instituciones un armazón de controles político-burocráticos que reducen drásticamente su autonomía. La autoridad fija el precio de las carreras conducentes a un primer título o grado; determina el crecimiento de las vacantes ofrecidas por el sistema; administrará por sí o delegadamente la admisión de nuevos estudiantes; ejerce la superintendencia e interviene en los procesos de gestión de las organizaciones, y podrá controlar su calidad bajo un régimen de criterios y estándares que estrechan la diversidad e innovación institucionales.
Cuarto, a pesar del reciente establecimiento de un Ministerio de Ciencia, Tecnología, Conocimiento e Innovación, el gasto en investigación se mantiene dramáticamente bajo. Los fondos para investigadores jóvenes y su inserción laboral son absurdamente mezquinos. El apoyo para las ciencias y la innovación tecnológica en regiones es débil y sin visión de mediano plazo. Lo mismo ocurre con las nuevas universidades que deben batirse con sus propios medios, sin poder desarrollar sus propias capacidades científico-tecnológicas. El abandono fiscal de las artes, las humanidades y áreas claves de la investigación social -como educación, pobreza, migraciones, infancia y niñez vulnerables, etc.- es una constante y acumula un déficit creciente.
Quinto, sin embargo, el Gobierno permanece impasible frente a estas situaciones, cuyos efectos combinados están erosionando nuestra educación superior. Sabe perfectamente que el actual diseño de la gratuidad perjudica a las instituciones y requiere una urgente reingeniería. Pero alega no ser responsable de este desaguisado, ni parece dispuesto a hacerse cargo de sus efectos. “Arréglenselas ustedes que eligieron apoyar esta equivocada política”, parece decir a las instituciones. Es una respuesta atendible; mas es un error. La conducción del país es continua y los sucesivos gobiernos no pueden desconocer los problemas generados por sus antecesores. Sin esa esencial continuidad del Estado, los asuntos no resueltos irían acumulándose como desechos hasta hacer imposible la vida en común.
Sobre todo, no puede el Gobierno desligarse de los problemas descritos que, de prolongarse, conducirán a una crisis del sistema, empequeñeciendo su contribución a la sociedad. La respuesta de la autoridad en el sentido de que las universidades, en vez de reclamar, deberían generar recursos mediante el patentamiento de invenciones y la recolección de recursos provenientes de los exalumnos (alumni) es sencillamente disparatada. Solo unas pocas universidades de clase mundial logran ocasionalmente generar ingresos significativos por transferencia de tecnología como venta de propiedad intelectual, joint ventures, licencias, franquicias o contratos de know how. Difícilmente ocurrirá en Chile con su gasto liliputiense en investigación tecnológica.
En cuanto a donaciones individuales de los alumni, su incidencia en el presupuesto de la mayoría de nuestras instituciones -incluso las más elitistas- es mínimo. Cuando los graduados ingresan al mercado laboral deben hacer frente muchas veces a una congrua remuneración del trabajo, al pago de impuestos cuando ganan mejor, a la devolución del crédito contraído como estudiantes y, frecuentemente, gastar en cursos de diplomado, postítulo o maestría. Y, a poco andar, deben financiar la educación de sus hijos.
Si el Gobierno propone entrelíneas castigar a las universidades por su ineficiencia, tal es un argumento que merece discutirse. Mi impresión es que la mayoría, aunque no todas, han hecho importantes progresos en gestión y desempeño. Una serie de indicadores comparativos apoyan esta impresión. Si el Gobierno alega lo contrario, debe mostrar la evidencia.
Si, en cambio, el argumento es de equidad y prioridad del gasto público en infantes, niños y adolescentes, lo comparto. Esto obligaría, aún más, a revisar la gratuidad y el crédito para llegar a un adecuado balance. Mayor razón para que el Gobierno actúe y vaya al fondo.
En suma, el Gobierno no puede sustraerse de liderar la solución de estos problemas, no debe permitir que se acumulen y vuelvan tóxicos, y no cumple con sus responsabilidades cuando enuncia soluciones
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