Incógnitas de la educación media y superior
Existe una serie de aspectos en este ámbito, que si se ignoran o empujan hacia los márgenes de las decisiones estratégicas será imposible que nuestra educación pueda mejorar significativamente. Hoy, esta falta de horizontes nos mantiene embrollados en una multiplicidad de problemas apremiantes”.
Este período del año, cuando los jóvenes se gradúan de la enseñanza secundaria y se preparan para ingresar a la educación superior, permite obtener una visión panorámica de nuestro sistema educacional.
Desde el punto de vista cuantitativo, aparece un paisaje de fuertes contrastes. Por un lado, las tasas de conclusión de la secundaria y de acceso al nivel superior son mayores en Chile a las tasas promedio de los países ricos miembros de la OCDE. Sin duda, un logro sobresaliente.
Por otro lado, sin embargo, el desempeño cualitativo es insatisfactorio. Si bien a los 18 años los jóvenes chilenos exhiben en promedio 12,8 años de escolarización, en realidad -medidos según resultados de aprendizaje- poseen apenas el equivalente a 9,4 años. Casi dos años y medio se dilapidan a lo largo de la educación obligatoria producto de la baja calidad de las oportunidades educacionales que ofrecemos a la mayoría de nuestros estudiantes.
El examen internacional PISA ratifica ese bajo rendimiento de los alumnos a los 15 años de edad, revelando déficits de aprendizaje en comprensión lectora, matemática, razonamiento científico, alfabetización digital, trabajo en equipo y manejo del inglés. A su turno, la PSU muestra invariablemente una brecha sociocognitiva entre los jóvenes que acceden a la educación superior debido a la desigualdad de origen familiar y de las trayectorias escolares previas. Una vez admitidos, estas diferencias se manifiestan en un alto abandono de los estudios o en un desarrollo disímil de capacidades claves. Además, uno de cada cinco jóvenes de entre 18 y 24 años no estudia ni trabaja, situación de suyo frustrante y potencialmente explosiva.
¿Estamos haciendo lo necesario para enfrentar estos problemas? La respuesta es: no. Sobre todo, falta una estrategia nacional para mejorar los aprendizajes en la sala de clases, incluyendo aspectos tales como formación inicial y desempeño de los docentes, foco en competencias cruciales, métodos pedagógicos, aprovechamiento del tiempo y evaluación formativa continua de estudiantes y profesores.
Tampoco el contexto inmediato al aula recibe la atención necesaria: liderazgo y gestión pedagógica, equipos docentes, orden y disciplina, formación de motivaciones y hábitos, desarrollo de responsabilidades compartidas y reconocimiento del esfuerzo y el mérito.
Si estos aspectos se ignoran o empujan hacia los márgenes de las decisiones estratégicas es imposible que nuestra educación pueda mejorar significativamente. Ahora mismo, esta falta de horizontes nos mantiene embrollados en una serie de problemas apremiantes: ¿seguiremos aplicando la PSU a los jóvenes graduados de colegios técnico-profesionales? ¿Qué diseño propone el Mineduc para el nuevo régimen de admisión que pronto deberá crear y administrar? ¿Ha consultado formalmente la opinión de las instituciones? Y estas, ¿qué piensan? ¿Será un régimen único para universidades, IP y CFT, impuesto por las primeras a los demás establecimientos? ¿Se someterá a todo el sistema terciario a reglas de selección académica o se garantizará libre acceso a la educación superior no universitaria, tal como ocurre hoy? La gratuidad para estas últimas instituciones, ¿incluirá en 2019 a los estudiantes del séptimo decil o no? ¿Y cuándo comenzarán a subsanarse las múltiples fallas de la gratuidad?
Responder a estas incógnitas supone aclarar otra serie de asuntos, propios de la gobernanza del sistema. ¿Cuándo estará operando la nueva Subsecretaría de Educación Superior? ¿Con cuánto personal técnico de alto nivel? ¿Qué papel jugará el Consejo Coordinador de Universidades Estatales en las determinaciones del Mineduc? Y este, ¿cómo organizará la división del trabajo, la interlocución, la influencia y los recursos entre dicho consejo y el tradicional CRUCh?. Adicionalmente, ¿qué relación existirá entre la nueva subsecretaría y el recién creado ministerio pomposamente llamado de Ciencia, Tecnología, Conocimiento e Innovación?, Aún más urgente, ¿cuál es el calendario oficial para la puesta en función del nuevo sistema de aseguramiento de la calidad?. E igualmente apremiante, ¿cuándo establecerá el Mineduc la comisión de expertos para la regulación de aranceles de los miles de programas de educación superior?. ¿Cuánto ha adelantado en la elaboración de las bases técnicas de esa regulación?. ¿Y qué consultas y construcción de consensos realizará?.
Tal cantidad de interrogaciones refleja el vacío estratégico dentro del cual se desenvuelve el ciclo final de la enseñanza media y la educación superior. ¿Cómo definimos el sentido de uno y otro a la luz de las exigencias del siglo XXI?. ¿Qué esperamos de la formación masiva de jóvenes en un mundo donde todo lo que hasta ayer parecía sólido ahora se desvanece en el aire?. ¿Qué valor daremos a la educación técnico-profesional de nivel medio y superior, ahora que el mundo del trabajo ingresa en una fase de intensa destrucción creativa de industrias, empleos, tradiciones laborales, credenciales educativas, carreras profesionales y técnicas?. ¿Cómo han de definirse las universidades, su diversidad de misiones y su organización en medio de la revolución del conocimiento y la información que recorre al mundo?. A ratos desespera la parsimonia con la cual piensan, deciden y actúan las autoridades del Gobierno, el Parlamento y las agencias públicas educacionales frente a este cúmulo de cuestiones. Más aún, sorprende la menguada participación de rectores universitarios, directores de colegios, gremio de profesores y de agrupaciones estudiantiles en el debate público de estos asuntos sustantivos.
A veces se tiene la impresión de que los temas educacionales pasaron de moda, dejando tras de sí un conjunto de problemas irresueltos.
“Por un lado, las tasas de conclusión de la secundaria y de acceso al nivel superior son mayores en Chile a las tasas promedio de los países ricos miembros de la OCDE. Sin duda, un logro sobresaliente. Por otro lado, sin embargo, el desempeño cualitativo es insatisfactorio. Si bien a los 18 años los jóvenes chilenos exhiben en promedio 12,8 años de escolarización, en realidad -medidos según resultados de aprendizaje- poseen apenas el equivalente a 9,4 años”.
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