La centroderecha y la educación pública
Daniel Rodríguez: “…el sector comete el error de relacionar ‘el mérito’ de manera sistemática con las desventuras de un grupo de establecimientos denominados emblemáticos. Esta aproximación, santiaguina, académica y nostálgica, tiene muy poco que entregar a una visión general de la educación pública…”.
La tercera arista es por lejos la más relevante: el segundo gobierno de la Presidenta Bachelet intentó dar un giro en lo que la población entendía como educación pública. En síntesis, se buscó igualar conceptualmente lo público a lo estatal. Y en esto su objetivo se logró a medias, pues en lugar de potenciar la educación estatal, el gobierno se dejó llevar por agendas cuyo propósito era simplemente destruir toda colaboración público-privada. Ahí topó con el sentido común, y los intereses, de la población.
El Presidente de la República ha hecho suya la misión de implementar este paquete de reformas estructurales. Pero a poco andar vemos que se halla frente a un problema mayor: ¿cuál es el discurso del sector respecto de la educación pública?
En general, la centroderecha echa mano a tres ideas base respecto de la educación pública, que hoy resultan insuficientes. La primera es la “gestión”: las competencias de quienes componen el sector los hacen aptos para administrar de manera eficiente la educación pública. Dicha tesis sostiene que, mejor gestionada, la educación pública funcionará mejor. Solo digamos que, en sí misma, esta idea no tiene mucha altura.
La segunda es el “mérito”, que si bien es interesante, el sector comete el error de relacionarla de manera sistemática con las desventuras de un grupo de establecimientos denominados emblemáticos. Esta aproximación, santiaguina, académica y nostálgica, tiene muy poco que entregar a una visión general de la educación pública. La escuela rural multigrado, o la solitaria escuela pública en un barrio marginal de la periferia urbana, tiene muy poco que aprender de esta discusión.
El tercer concepto es ideológico: la educación pública es la que no es privada, y atravesada con todos los males del Estado -que son muchos- no tiene un rol específico que cumplir. Lamentablemente esto la convierte por descarte en un proveedor de última instancia: el lugar donde van los que no pueden elegir.
Recientemente el Gobierno, a través del Ministerio de Educación y la Intendencia Metropolitana, está sondeando una idea nueva: la seguridad. Los inaceptables hechos de violencia en algunos liceos de la comuna de Santiago necesitan sin duda ser enfrentados con la mayor severidad posible por la autoridad. Pero ello no constituye un discurso sobre la educación pública. Las autoridades se han apresurado a convertir la protección de estándares mínimos de civilización en liceos emblemáticos en una defensa de la educación pública. En ello se equivocan y construyen sobre arena.
Tanto para enfrentar la difícil implementación de las reformas educacionales como para proyectar su proyecto político, el sector hoy en el Poder Ejecutivo debe poner a sus mejores mentes a pensar un nuevo significado para la educación pública. La convivencia, el mérito y la buena gestión son componentes esenciales, pero deben estar unidos por una matriz de sentido que las oriente hacia un ideal que la población pueda suscribir. Una comprensión de las particularidades más íntimas de la educación pública: una identidad. Hay elementos: la construcción de la nación y la soberanía en los territorios más aislados, el desarrollo del acervo cultural liberal, laico y meritocrático que este país alguna vez cultivó. Y quizás más importante: el deber de servir y educar donde y cuando nadie quiere hacerlo: población inmigrante, vulnerable, excluida del aprendizaje por su edad, estado de salud, por estar privado de libertad, por tener que cuidar a un familiar o por tener que mantenerla económicamente. Ese es el desafío.
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