Frente Amplio ante el emblemático abandono de las y los liceanos
Octubre 1, 2018

Captura de pantalla 2016-10-13 a las 11.10.26 a.m.El Frente Amplio ante el emblemático abandono de las y los liceanos

por 30 septiembre, 2018

El Gobierno anunció en los últimos días la presentación de su proyecto de ley “Aula segura”. Este proyecto surge como respuesta a hechos de violencia ocurridos en las últimas semanas, donde se responsabiliza a estudiantes de liceos llamados “emblemáticos”. El proyecto se tomó la atención mediática, no tanto por su contenido, sino por representar una forma punitiva de enfrentar la violencia reflejada en los contextos educativos, y en particular los liceos públicos.

Ciertamente, los hechos de violencia ocurridos en los liceos son repudiables. En el espacio escolar la integridad física y seguridad de los miembros de la comunidad debe siempre ser resguardada, sean directivos, docentes, paradocentes, auxiliares o alumnos. Sin embargo, para buscar soluciones a un problema de esta importancia la discusión no puede quedar en el simple alegato contra la manifestación de violencia. Es necesario detenernos en el dramático desarme de las relaciones de convivencia en la sociedad y en la escuela. Las preguntas de fondo entonces son sobre los motivos de esos actos violentos y por qué se dan en un lugar que por definición debe fomentar la convivencia dialogante.

Las fuerzas políticas que hoy emergen y que han estado históricamente atadas a las luchas estudiantiles, como ocurre con el Frente Amplio, deben salir de esa dualidad en que se halla la política de las últimas dos décadas. Del mismo modo deben evitar la posición observante que “condena” o “avala” las acciones de violencia. Estas fuerzas más bien están llamadas a construir en los movimientos sociales otras formas más edificantes de rebeldías, ya que -a diferencia del resto de los conglomerados políticos- tienen una responsabilidad con ellas.

A ello han apuntado los dichos y reflexiones de algunos intelectuales que se expresaron también en estos días. En una entrevista, el profesor y premio nacional de educación Abraham Magendzo daba señales de preocupación frente a que vivimos en una sociedad violenta y que más bien lo que sucede en las escuelas, y en la educación en general, es la reproducción de dicha violencia. En un tono similar, algo más sociológico, el académico J. J. Brunner se pregunta por la crisis moral del liceo público, que él ve convertido en organizaciones incapaces de asegurar una normal integración y socialización de la comunidad, señalando la “anomia” que viven estas instituciones, otrora espacio simbólico de constitución de la clase media chilena. Ambos, de paso, juzgan a la élite política por el descuido de la dimensión ciudadana de la educación pública y de la necesidad de un proyecto de sociedad que acompañe la “recomposición moral” de la educación.

Sin embargo, una respuesta alternativa al por qué de esta violencia no debería sorprender tanto, sobre todo a aquellos que han tenido responsabilidades políticas en los gobiernos desde la post-dictadura. Décadas de indiferencia con el actor social que representa el movimiento secundario han derivado en acumulacion de rabia y frustración juvenil. Las y los actuales secundarios, como movimiento social, tienen memoria, cultivan sus experiencias y producen y reproducen los hitos que son significativos en su constitución como movimiento. Cuando se hace el ejercicio, es imposible desconocer la constante falta de escucha de la institucionalidad política, siendo ésta un caldo de cultivo para formas de manifestación violentas de la rebeldía, y a veces simple frustración.

Las y los jóvenes liceanos que hoy se manifiestan muy probablemente nacieron entre el año 2000 y el 2005. Es decir, son individuos que posiblemente desde que tienen memoria no han visto ni una respuesta política que acoja, aunque sea medianamente, las demandas por el fortalecimiento de la educación pública que caracterizan a este movimiento. Sus cuerpos solo saben de privatización, acuerdos políticos que les dejan fuera, soluciones técnicas ajenas a sus demandas, y criminalización de su manifestación.

Los hitos de indiferencia hacia sus demandas se acumulan en una lista que ya deja de parecer discreta:

El año 2001 la década se abre con el mochilazo, caracterizado por la lucha por el derecho al elemental pase escolar. La primera alternativa de solución de parte del gobierno, de Ricardo Lagos, fue la privatización de la gestión de los pases, en manos del gremio microbusero, y tan solo la resistencia de los estudiantes empujó al reconocimiento de que al menos fuese una subvención regulada por el Estado. El 2006 es la revolución pingüina, hecho fundamental para la apertura del sistema político a las demandas sociales. Esta histórica movilización estará liderada precisamente por estudiantes de liceos públicos emblemáticos, los mismos que hoy son señalados como espacios tomados por la violencia, y en aquel momento la retórica de criminalización no fue muy distinta ante las tomas de colegio. La respuesta política en lo fundamental siguió en la línea de privatización y tecnificación. Si las y los estudiantes demandaban fortalecimiento de la educación pública, el gobierno propuso la expansión de las subvenciones mediante la Subvención Escolar Preferencial; para la superación de la Ley Orgánica Constitución de Educación de la dictadura la clase política acordó, a espaldas del movimiento social, la Ley General de Educación y un entramado de leyes que más que fortalecer el derecho a la educación fomentan un Estado orientado a la regulación, la estandarización y la rendición de cuentas en el sistema escolar.

El 2011 demandaron, junto al movimiento universitario, la gratuidad en la educación escolar y superior, la respuesta del gobierno fue que la educación era un “bien de consumo” o bien un ámbito de beneficios focalizados, pero en ningún caso un espacio de derecho. Cuando demandaron el fin a la PSU, la política les respondió con un mecanismo técnico de ajuste, como el  “ranking” de notas, que artificialmente ubicaba a las y los estudiantes de liceos emblemáticos en el lugar de los privilegiados del sistema anterior, perjudicando de paso las perspectivas de desarrollo de sus comunidades.

Entre el 2014 y el 2016 la reforma del gobierno de Bachelet se presentaba como la respuesta políticas a las demandas del movimiento del 2011, sin embargo leyes como la de Inclusión o la Nueva Educación Pública, hasta ahora, por más contradictorio que suene, no representan una mejora significativa a la educación pública que viven estos jóvenes. Del mismo modo, el 2015 cuando estudiantes de estos liceos emblemáticos protestaban pacíficamente por el fin al SIMCE, fueron golpeados y denostados, y se vieron enfrentados a sus comunidades escolares divididas por los incentivos asociados a la existencia de la prueba estandarizada. Y actualmente, cuando se unen a la movilización por una educación no sexista, se encuentran una vez más con la indiferencia de quienes no entienden ni procesan sus demandas desde la política.

La nuestra es una democracia en deuda con la juventud que vive, necesita y demanda educación pública. En cada uno de los hitos en que la juventud exigió ser escuchada, ha existido un ánimo -desde la política- de criminalización y una tendencia a estigmatizar su rebeldía acusándoles de carentes de responsabilidad política. Las alternativas de “recomposición moral” del espíritu del liceo público se limita insistentemente a ajustes en instrumentos técnicos que eluden considerar al movimiento secundario como sujeto social. Los gobiernos, y el sistema político en su conjunto, termina siempre en fórmulas carentes de imaginación: ofreciendo participación en alguna mesa de diálogo inconducente, en la formulación de “manuales de convivencia” y en la creación de cursos de educación cívica que se incluyan en su formación. Es una política que con una mano da con el látigo de la indiferencia tecnocrática y con la otra intenta anular mediante la criminalización.

Las fuerzas políticas que hoy emergen y que han estado históricamente atadas a las luchas estudiantiles, como ocurre con el Frente Amplio, deben salir de esa dualidad en que se halla la política de las últimas dos décadas. Del mismo modo deben evitar la posición observante que “condena” o “avala” las acciones de violencia. Estas fuerzas más bien están llamadas a construir en los movimientos sociales otras formas más edificantes de rebeldías, ya que -a diferencia del resto de los conglomerados políticos- tienen una responsabilidad con ellas.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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