Liceo: renovación moral o anomia
“Disturbios, amenazas a profesores y alumnos, destrucción de infraestructura, violencia dentro y fuera de los principales establecimientos metropolitanos. Son los signos de la crisis de la educación pública chilena, que parece avanzar hacia la anomia, al menos en sus colegios más insignes”.
¿Por qué recordarlo ahora? Porque la crisis de la educación pública chilena, particularmente sus principales liceos, tiene su origen justo allí donde Durkheim ponía su esperanza y temores.
Recordemos brevemente los signos de dicha crisis. Continuados disturbios en los principales establecimientos metropolitanos. Frecuentes interrupciones de la actividad escolar. Actos de violencia dentro y en los alrededores de los colegios. Amenazas a docentes y estudiantes que, habitualmente en forma mayoritaria, se oponen a los desórdenes. Destrucción de infraestructura, equipos y bienes comunes. Incivilidad y trato vejatorio a las autoridades. Recordemos dos situaciones recientes.
Un grupo, presumiblemente formado por alumnos que ocultan su rostro y cuerpos, riega con bencina a profesores y funcionarios del Instituto Nacional. Su rector declara: “Cuando uno enfrenta a estos grupos pseudoanarquistas […] es muy difícil identificarlos”. Aplaude por tanto una norma en discusión que faculta a los directores para expulsar a los estudiantes responsables. Los padres y apoderados lo apoyan.
Otro ejemplo similar. Según relata el rector del Liceo de Aplicación, “yo mismo descubrí a seis estudiantes que estaban prontos a ponerse sus overoles; había mochilas gigantes con aroma a bencina”. Luego uno de los encapuchados destruyó la puerta para entrar a su oficina y la arrasaron. Después tiraron panfletos “en donde se me acusaba de facho y [anunciaba] que el puñal estaba dirigido hacia mí”. La misma situación volvió a repetirse esta semana.
¿Qué significa todo esto?
Durkheim diría: un quiebre moral de los liceos en tanto que estos, como organización, han dejado de asegurar una normal integración y socialización de la comunidad. En efecto, una parte de sus miembros ha perdido el sentido del deber con la institución, de obligación con sus pares y profesores, de respeto a las normas de convivencia y de sujeción a las reglas de conducta colectiva.
Claro está, la cadena de argumentos del sociólogo francés es más sutil y sofisticada. Parte del hecho de que el liceo, con sus ideales heredados de la revolución de 1789, necesitó reemplazar el antiguo régimen moral y pedagógico basado en la autoridad de la religión, que había consagrado un especial sentido de jerarquía, valores e integración, cuyos lazos unían a la familia y el colegio. ¿Cómo llenar el vacío una vez que Dios fue expulsado de la escuela y el párroco fue desplazado por el maestro, funcionario del Estado?
Es preciso, sostenía Durkheim, “que, en el tiempo más breve posible, a ese hombre asocial que apenas acaba de nacer se le sobreponga otro capaz de llevar una vida social y moral”. A la educación cabía realizar ese delicado cultivo republicano, llevando a los infantes, niños y jóvenes “a someterse a una autoridad política, a respetar una disciplina moral, a sacrificarse”.
Aquí entra el profesor, pieza esencial y decisiva según nuestro autor. Sostenía él que “la educación es esencialmente un acto de autoridad”. Lejos de cualquier falso progresismo pedagógico o populismo educacional, mantenía que la vida es un asunto serio -de limitación y autodisciplinamiento de los deseos- igual como la educación “es una cosa seria y grave “que, para preparar al niño para la vida, “tiene que participar de esa gravedad”.
Es de la mano del maestro -y de los padres- que el niño se introduce en el mundo moral de límites y prescripciones, de autonomía y leyes, de razonamiento ético y libertad. “En otras palabras, la autoridad moral es la cualidad principal que debe poseer el educador”. Para esto, el maestro debe sentir realmente, en sí mismo, “aquella autoridad de la que tiene que dar sentido”. He aquí el origen de la idea durkheimiana del magisterio como una suerte de sacerdocio laico; pues “el maestro laico puede y debe tener también algo de esa persuasión”, la de ser “mandatario de una gran persona moral que lo supera: la sociedad”.
Por lo mismo, una educación exclusivamente racionalista, positiva, científica -como aspira a proveer el Estado moderno, también en Chile- no puede existir al margen de ese conjunto de convicciones morales que debe animar a una comunidad jerárquicamente organizada, llámese escuela, liceo o instituto. En ausencia de esas creencias o de esta comunidad, impera el peor de los mundos posibles: aquel que Durkheim designó con el nombre de anomia.
Esto es, un mundo sin reglas ni tensión valórica, sin pautas de conducta ni tradiciones, sin modelo de virtudes, sin respeto a la autoridad docente ni a los directivos escolares. Es notable que la deriva de la educación pública chilena hacia la anomia, al menos en sus colegios más insignes -cuya aura comenzó a disiparse ya a mediados del siglo pasado, según escribe Sol Serrano, nuestra reciente premio nacional de Historia en un hermoso libro titulado “El Liceo” (2018)-, no sea percibida como un grito de rescate por la conciencia de las élites.
Preocupadas de la administración de los establecimientos, la naturaleza jurídica de sus sostenedores o sus prácticas de selección meritocrática, las élites parecen haber abandonado cualquier esperanza en la renovación moral de los liceos llamados paradigmáticos, justamente aquellos más dañados por el espíritu de los tiempos.
Si no reaccionamos pronto, y con lucidez, terminaremos por empujarlos definitivamente al reino de la anomia, un estado que, como enseña Durkheim, se encuentra marcado por el desorden moral y la desintegración social
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