Desbarajustes en la educación superior
“La frondosa, improvisada e inconducente legislación legada por el gobierno anterior ahonda el mal momento que viven las universidades, inmersas en un clima de confusión política y con débiles y contradictorias respuestas de las propias instituciones.”
Nuestra educación superior no pasa por un buen momento. Pronto completará un lustro de confusión política, débiles y contradictorias respuestas por parte de las propias instituciones y de generalizada perplejidad entre las partes interesadas que interactúan con la academia.
En el plano de la política pública, el legado de la anterior administración es una frondosa, improvisada e inconducente legislación. No garantiza la imprescindible autonomía de las universidades; no crea un marco coherente de relaciones entre la autoridad pública y las instituciones; no proporciona una base sustentable de financiamiento para el sistema; no establece un adecuado control de calidad y supervisión dentro del sector, y no estimula el mejoramiento continuo.
Por el contrario, dicha legislación provoca nuevos desequilibrios, propone metas inalcanzables como la gratuidad universal y obliga a emprender un tortuoso camino de revisiones, enmiendas, transacciones y circunloquios para evitar daños colaterales y sortear efectos negativos emergentes.
Con todo, el aspecto más contradictorio de esa política es otro: profundiza la brecha entre el rol crecientemente intervencionista y técnicamente cada vez más complejo otorgado al gobierno del sistema, al mismo tiempo que lo fragmenta en varias instancias, no lo dota de inteligencia estratégica, le entrega medios insuficientes y conserva su carácter subordinado al interior del Mineduc.
Reflejo de lo anterior es que a pesar del desarrollo de nuestro sistema -con una de las más altas tasas de matrícula y de gasto en el mundo-,este continúa a cargo de una dirección de tercera línea dentro de aquel ministerio, donde próximamente se convertirá en subsecretaría. En paralelo, sin embargo, se creará un organismo con la ridícula denominación de “ministerio de ciencia, tecnología, conocimiento e innovación”, instancia que enredará todavía más la gobernabilidad de la educación superior. Resulta incomprensible que el gobierno se haga parte de este desaguisado.
Frente a este cuadro, las instituciones universitarias han mostrado escasa capacidad de reacción. No han propuesto alternativas intelectuales válidas, ni han mostrado liderazgos institucionales sólidos, ni tampoco han movilizado el enorme potencial de influencia que poseen, siendo las universidades -como dijo Karl Jaspers alguna vez- el lugar donde la sociedad y el Estado permiten “el florecimiento de la más clara conciencia de la época”.
Lejos de tan magnífica definición, nuestras universidades han ido muy a la zaga de los cambios de su época y han exhibido escasa comprensión y lucidez ante las políticas que afectan su comportamiento y destino.
Más bien se han apegado a la defensa de sus intereses corporativos, sin trascender hacia la esfera de las ideas y hacia propuestas universalistas de bien común.
Por lo que toca a las diversas partes interesadas que interactúan con la academia -partidos políticos, parlamentarios, medios de comunicación, movimientos sociales, organismos no gubernamentales, gremios empresariales y profesionales, sindicatos e instituciones culturales- su actitud ha sido frecuentemente de perplejidad; esto es, de irresolución, confusión y duda de lo que hoy debe hacerse en este sector. Por tanto, han tendido a encerrarse en lo suyo.
Por ejemplo, los partidos conciben la educación superior como un campo de batalla donde probar sus ideologías, imponiéndole visiones y “soluciones” que desconocen las especificidades y lógicas propias del sector.
El Parlamento, con contadas excepciones, legisla sin sensibilidad técnico-cultural sobre asuntos académicos y organizacionales que escapan a su dominio, junto con dejarse llevar por los ruidos de la calle.
Los medios de comunicación exaltan la importancia estratégica que este sector reviste para la economía y la democracia. Pero las redes sociales y la televisión, los órganos que más inciden sobre la opinión pública masiva, reducen el foco de atención casi exclusivamente a las manifestaciones estudiantiles y a los conflictos internos de las universidades, distorsionando así la agenda de problemas que deberíamos enfrentar.
Por último, las partes de la sociedad civil interesadas en la academia ponen por delante sus particulares pretensiones, tratando a la educación superior ya bien como un asunto de negocios, o una mera plataforma de información, o un espacio únicamente de inclusión y diversidad, o una fuente de soluciones tecnocráticas, o un territorio para visibilizar reivindicaciones y protestas.
Históricamente las universidades han soportado todo esto y más porque han sabido adaptarse a los cambios preservando tres condiciones fundamentales.
Primero, su autonomía frente a los poderes político, económico, religioso y gremial, junto con una relativa independencia de su gobierno interno respecto de las oligarquías académicas y los estamentos que las integran. Esto les ha permitido crear liderazgos intelectuales potentes, con visión de futuro y realce nacional. Segundo, un entorno de políticas y regulatorio favorable a la competencia, la innovación y la cooperación, con controles y supervisión ejercidos desde la distancia, sin un asfixiante intervencionismo administrativo. Tercero, vínculos cada vez más estrechos con las comunidades locales, las empresas y la esfera pública.
Resta saber si la nueva administración Piñera impulsará o no políticas que hagan posible a las universidades reunir estas condiciones y con ello recuperar el dinamismo del sistema. Por ahora no es claro si el gobierno se consumirá en un inevitable tacticismo de corto alcance o si desarrollará, en paralelo, una visión estratégica que contribuya a fortalecer las bases de nuestra educación superior.
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