¿Qué significó la reforma de la Universidad Católica de Chile iniciada simbólicamente con la toma del 11 de agosto de 1967?
Dentro de una sociedad que se encontraba en un acelerado proceso de democratización política, desplazamiento del poder desde las élites tradicionales, modernización económico-social, reforma de su sistema escolar, y amplia difusión de las ideas de cambio, revolución y emancipación juvenil, la reforma significó el fin de un orden institucional identificado con la herencia católico-conservadora y un régimen académico anticuado, al mismo tiempo que la instauración de una nueva idea de universidad católica.
Esta es, en síntesis, la interpretación que desarrollaré aquí, mezclando reflexión sociológica con recuerdos personales.
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Ante todo, necesitamos traer al presente el contexto, local y mundial, que creó el clima cultural en que mi generación se formó. Somos hijos de los famosos años 1960, los que aquí solo recordaré por una sucesión de imágenes: Castro, el Che y los jóvenes revolucionarios cubanos entrando victoriosos a la Habana; la elección de Kennedy a la Presidencia de los EEUU con una nueva generación de demócratas que irradiaban poder tecnocrático y optimismo histórico; la guerra de Vietnam y las protestas contra el imperialismo yanqui alrededor del mundo, con las canciones de Joan Báez y Bob Dylan en el trasfondo; el comienzo en 1962 del Concilio Vaticano II bajo el lema del aggiornamento de la Iglesia; la lucha por los derechos civiles y contra la discriminación racial en las ciudades y las calles del sur de Estados Unidos; la descolonización de los países africanos; el 50° aniversario de la revolución bolchevique; el aplastamiento de la primavera de Praga; el lanzamiento por Mao de la revolución cultural en 1966; el espíritu hippie y las corrientes contra-culturales; la emancipación sexual de una parte de la juventud burguesa, y los movimientos y manifestaciones estudiantiles en Berlín, Berkeley, Madrid, la Plaza de Tlatelolco y París.
Como escribió el historiador británico Tony Judt, “frecuentemente los momentos de gran significación cultural solo pueden apreciarse en retrospectiva. Los sesenta fueron diferentes: la importancia trascendental que los contemporáneos atribuían a su propio tiempo —y a sí mismos— fue uno de los rasgos especiales de esa épica”. Y observa luego con ironía que una parte importante de los Sixties la pasamos hablando de “nuestra generación”. ¡Así ocurre hasta hoy!
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En Chile, el clima de los sesenta fue un tiempo revolucionario: desde la política hasta la música; de la carrera espacial a la televisión; del existencialismo a la teología. Todo indicaba el comienzo de un mundo nuevo, diferente.
¿Acaso no era eso, para nosotros, la revolución en libertad, la chilenización del cobre, el fin del latifundio y del antiguo régimen oligárquico, la promoción popular, la emergencia de una mesocracia y las propuestas de “reformas estructurales” que se esperaba permitirían al país superar “la miseria que nos rodea y se perpetúa ente nosotros”, según acusaba la Conferencia Episcopal de Chile en su famosa declaración de fiestas patrias de 1962? ¿Acaso la Iglesia no interpelaba allí la conciencia de cada cristiano, al decirle que “para serlo verdaderamente, tiene que tomar posición con respecto a estas reformas, a fin de obtener que las estructuras sociales sean tales que permitan a las capas de menores ingresos una mayor participación en los frutos del proceso productivo?”. Solo unos años antes, Aníbal Pinto había publicado Chile, un caso de desarrollo frustrado y Jorge Ahumada, connotado técnico de la DC, ofrecía un influyente programa de acción en un ensayo titulado En vez de la miseria.
Pues bien, introducidos en este cuadro de condiciones sociopolíticas y culturales, ¿no era inevitable que la brecha —cada vez más honda— entre ese clima que vivíamos intensamente muchos jóvenes de los años 60 entrase en una explosiva contradicción con el vetusto, anacrónico, orden que imperaba en la UC?
En efecto, cerrar esta brecha fue el propósito de los estudiantes que ocuparon la universidad y pusieron candado a las puertas de Alameda 340 el día 11 de agosto de 1967. Hablo en tercera persona, puesto que yo, justo en ese minuto, me encontraba en la Santa Sede, cumpliendo una discreta misión diplomática encargada por la FEUC. Debía explicar a la Sagrada Congregación para la Educación Católica, entonces presidida por el cardenal francés Gabriel María Garrone, cuáles eran los propósitos y alcances de las demandas que planteábamos los estudiantes.
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Mis recuerdos de la UC de aquellos años son, efectivamente, los de una institución anacrónica; o sea, que “no es propia de la época de la que se trata”, según la estupenda definición de la RAE.
Frente al cúmulo de inquietudes e interrogantes que los años 60 nos transmitían a los jóvenes, la UC se erigía como un colegio mayor, recoleto, torre de marfil, rutinario, convencional, con un ethos esencialmente escolar, de temor reverencial, apegado a la letra y la regla, de espaldas a los ruidos de la calle y a las preguntas y rebeldías que anidaban en la sociedad y dentro de nosotros.
Si afuera soplaban vientos de cambio, adentro, en los tranquilos claustros, apenas se escuchaban como un lejano murmullo, como las alas de una mariposa; “nada de qué preocuparse”, debieron pensar nuestros mayores. Tal vez el hecho de estudiar yo entonces en la facultad de Derecho haya tornado más aguda esa sensación de “fuga hacia atrás” en el tiempo; de estar expuestos a una formación tradicional, basada en la memorización de antiguos códigos; de espaldas a la sociedad; ajena a una reflexión en profundidad sobre la sociedad, sus conflictos e injusticias.
Para un buen número de nosotros —estudiantes en aquella época— la falla principal de la universidad, su mayor debilidad, aquello que la convertía en un colegio y la mantenía muy por debajo de nuestras expectativas, era la escasa autoridad intelectual que ejercía e irradiaba la institución.
Por eso sostengo que la raíz más profunda de la reforma del ’67 fue una crisis de autoridad cultural. No pretendo decir con esto que nuestros profesores fuesen ignorantes o timoratos o aburridos; quizá algunos lo eran; es inevitable. Pero el problema no residía allí. Era más profundo. Consistía en que la institución propiamente y su cultura eran, como señalé, anacrónicas; los profesores no vivían para y de la universidad, como auténticos académicos, sino que eran respetables profesionales que ocupaban durante algunas horas semanales una cátedra, lo cual les confería status y honor. Casi todos pertenecían al mundo de la práctica, más que al mundo de los saberes y las disciplinas; casi todos transmitían contenidos fijos más que razonar en público sobre un saber que se halla en construcción. Y la mayoría estaba formada por hombres “impolíticos”, en el sentido de Thomas Mann; o a sea, profundamente locales, nacionalistas, desconfiados del cambio y la democratización de las sociedades; conservadores, en suma, cuando ese partido estaba ya en tren de desaparecer en el pasado.
Faltaba a esa universidad lo más propio de ella, creo yo; es decir, reflexión y deliberación. Los temas del día —incluso los más decisivos— apenas traspasaban los muros de los claustros como un vago y distante eco de la ciudad. Se leía poco para las clases; los profesores usaban sus apuntes y no textos; no asistíamos a las bibliotecas y, en mi escuela, la enseñanza no iba más allá de una reducida versión del iusnaturalismo.
Algo similar ocurría con el mundo ético-espiritual; los cursos de “cultura católica”, creo que así se llamaban, eran una suerte de catecismo para jóvenes bien pensantes. El aggiornamento inaugurado por el Concilio Vaticano II permanecía fuera de las aulas y pasillos de la universidad. En cambio, nuestra fe reclamaba el diálogo racional con el pensamiento moderno, encarnado —para aquellos que nos interesaban las cuestiones de la sociedad y la cultura contemporáneas— en las ciencias sociales, el marxismo, el psicoanálisis y el existencialismo. Escuchábamos que en Europa los intelectuales comunistas y los agnósticos dialogaban con representantes del pensamiento católico. Y nos parecía que lo mismo debía ocurrir en nuestra universidad. Pero las autoridades de entonces —profesores, decanos, miembros del Consejo Superior y el Rector-Obispo— reaccionaban con temor frente a la deliberación, los argumentos contrarios, el cuestionamiento de la doxa.
Recuerdo que en algún momento de la intervención militar norteamericana en República Dominicana —durante los años 1965-66— un dirigente cristiano de la oposición constitucionalista de ese país visitó Chile. Los estudiantes de derecho quisimos invitarlo a la facultad para escuchar su versión del drama que vivía su país. Sin embargo, la decanatura, con el apoyo de la Rectoría, decidió prohibir dicho encuentro, sin más justificación que el temor a la deliberación. Sin darse cuenta, las autoridades daban así otro paso hacia su progresiva deslegitimación.
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Entre los estudiantes, en efecto, y con bastante anticipación a la toma de la universidad, venía gestándose una silenciosa, pero progresiva, erosión de la legitimidad de las estructuras de autoridad de la UC. A lo largo de un intenso proceso de aprendizaje y discusión, bajo diferentes directivas de la FEUC, hasta llegar a aquella del año 67 presidida por Miguel Ángel Solar, los estudiantes organizaron procesos de estudio y discusión. y sucesivas convenciones donde se discutían muy en serio temas propios de la institución universitaria: desde su gobierno hasta los currículos, desde la organización de las facultades hasta el compromiso externo con la sociedad. De modo que si las lecciones de aula nos parecían escasamente estimulantes desde el punto de vista intelectual, por el contrario el aprendizaje colaborativo entre pares al interior de la FEUC, o en la parroquia universitaria, o en grupos de acción pastoral, o en las escuelas de formación de algunos partidos o en centros intelectuales como los de la Compañía de Jesús, resultaba extraordinariamente enriquecedor, desafiante y lleno de sentido. En lo personal, mis primeras lecturas sistemáticas sobre la universidad corresponden a esos años, sugeridas seguramente por los pocos académicos que como Luis Scherz o los padres jesuitas Roger Vekemans y Hernán Larraín, o como Luis Izquierdo o Juan de Dios Vial Larraín se preocupaban en esos tiempos por la idea y la misión de la universidad.
De aquellas lecturas —de autores disímiles como Ortega y Gasset, el filósofo alemán Max Scheler, el cardenal Newman, el sociólogo Joseph Ben-David y otros—, seguramente la más influyente para la reforma fue la del documento de Buga, escrito por un grupo de intelectuales católicos reunidos en esa ciudad colombiana, titulado La Misión de la UC en América Latina, de febrero de 1967, que circuló junto a decenas de papeles referidos a los temas que entonces se ocupan de la renovación universitaria.
Hasta hoy resuenan las palabras de dicho documento que proclaman: “una universidad católica ha de ser ante todo una verdadera universidad”. Por tanto, no podía reducirse meramente a formar profesionales. Debía “necesariamente ser cultivo serio y desinteresado de la ciencia”. Y “responder a las interrogantes e inquietudes más profundas del hombre y de la sociedad, es decir, debe ser centro elaborador y difusor de auténtica cultura”. Además, una verdadera universidad debía institucionalizar el diálogo entre las ciencias, las artes, la filosofía y las religiones. En fin, universidad “significa ser conciencia viva de la comunidad humana a la cual pertenece”, decía el documento de Buga.
Si la reforma fue ante todo respuesta a una crisis de autoridad intelectual —la más grave de todas las que pueden afectar a una institución académica—, su eje principal fue una nueva idea de universidad, inspirada por el pensamiento de Buga, por la moderna concepción de una universidad de investigación y por una noción de institución organizada comunitariamente en lo interno y comprometida exteriormente con la comunidad nacional, de la cual se reclamaba conciencia lúcida y orientadora.
La combinación de todos esos elementos en una visión a la vez moderna, crítico-reflexiva, humanista y comunitaria de la universidad, comprometida con el pueblo —como se decía entonces— y a la vez que consciente de su rol formador de élites, fue el resultado del liderazgo que ejerció Fernando Castillo Velasco durante los seis años de su rectorado, abruptamente interrumpido por el golpe militar. Permítanme un apartado personal: trabajé desde el primer día hasta casi el final de su rectorado con don Fernando, en estrecho contacto diario, como director de estudio de la rectoría. Pienso que si él pudo dirigir la UC tras una visión y un proyecto, y transformarla con relativa coherencia en medio de una sociedad que iba polarizándose cada vez más hasta llegar a la ruptura de su democracia, fue porque tenía una inteligencia superior y una superior humanidad. Entendía la universidad como un todo, en sus aspectos humanos, de generación de cultura, de vínculo intergeneracional, de patrimonio histórico, de influencia en la sociedad, de agente crítico y como fuerza innovadora del pensamiento y las costumbres. Formaba sus equipos confiando por igual —porque los sabía necesarios— en hombres de ideas y de acción, en jóvenes y experimentados profesionales, en buenos administradores y artistas.
El vínculo entre el pensamiento de la reforma y Buga, entre una filosofía idealista de la universidad y una concepción católica aggiornada, y entre el rol del universitario y su compromiso con la comunidad nacional, lo debemos a Ernani Fiori, cuya influencia en la reforma académica fue trascendente. A su impulso inicial se debieron las ideas de departamentalizar la universidad y progresivamente eliminar las antiguas cátedras, profesionalizar la actividad académica, establecer centros interdisciplinarios, fomentar institutos y grupos de investigación, cultivar el pluralismo interno y dar forma a iniciativas de comunicación con la sociedad y de educación de grupos desfavorecidos que no podían acceder a los programas regulares.
A Castillo y Fiori debe la reforma sobre todo, pienso yo, haber guardado siempre, a pesar de las tensiones y contradicciones del momento, una forma académica, un imperativo de calidad, una voluntad de mantener —incluso contra todas las resistencias y tentaciones— el diálogo interno entre académicos y entre estudiantes, todos comprometidos intensamente con un sueño-de-país, como diríamos hoy.
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A 50 años de distancia, es perfectamente posible decir que la reforma del 67 transformó lo que era un colegio mayor en una universidad moderna, echando las bases para su ulterior desarrollo, incluso más allá del período de las universidades intervenidas, vigiladas y subordinadas a la fuerza entre 1973 y 1989. A poco andar, la reforma dejó atrás los anacronismos institucionales, renovó y profesionalizó las prácticas de planeamiento y gestión, desarrolló un nuevo ethos de las funciones académicas, incorporó la investigación disciplinaria e interdisciplinaria, mantuvo una docencia destinada a la formación de élites a la vez que amplió el acceso meritocrático, y multiplicó los lazos con la sociedad, con la esfera pública y, más adelante, también con el sector productivo y con el campo académico internacional.
Con el paso del tiempo, la reforma viene siendo mejor comprendida también y más justamente evaluada. En su momento, los grupos identificados con el antiguo régimen universitario y quienes entre los académicos se sentían llamados a heredarlo y a proyectarlo como bastión frente a los cambios de la sociedad, experimentaron el 11 de agosto como un quiebre con las tradiciones y valores de “su” universidad. Para ellos, el movimiento estudiantil había interrumpido y degradado un orden que creían inmune frente a la historia.
También quienes hicieron una lectura extremamente reduccionista de la toma, atribuyéndola ya bien a una conspiración del Gobierno DC, o a una pugna intestina dentro de la jerarquía eclesiástica, más adelante han debido reconocer que aquel fenómeno fue bastante más complejo en su gestación e intrincado en su desarrollo. Lo mismo ocurrió con la prensa —como el Mercurio— que en su momento informó y editorializó sobre el movimiento estudiantil de la UC, atribuyendo su radicalismo a una supuesta infiltración y conducción “comunista”, creyendo que la Guerra Fría había llegado finalmente a Alameda 340.
Todo indica, en cambio, que en torno al 11 de agosto y a la toma y posterior reforma de la UC confluyeron una serie de complejos procesos: el fin del orden tradicional basado en el latifundio y la educación católica de los herederos; el arribo al poder de una nueva fuerza progresista-reformista expresada en la DC; el tránsito desde una visión conservadora hacia el aggiornamento dentro de la Iglesia Católica; una ruptura generacional en el plano de la cultura y de rebeldía frente a la figura simbólica del padre; una superación de la universidad recoleta y familiar para dar paso a una institución moderna vinculada a la democratización de la sociedad; una liberación, en fin, de fuerzas sociales de transformación que pronto elevarían la intensidad de los conflictos al punto de rebasar el marco de nuestra democracia, llevándosela por delante en un enfrentamiento fatal. Mas esa es materia de otra conmemoración.
Al recordar hoy los 50 años de la toma de la UC y la reforma que ella originó, saludo y celebro la idea de universidad que allí tomó forma y traigo a la memoria el hecho de que también la historia escribe a veces derecho sobre renglones torcidos.
José Joaquín Brunner, #ForoLíbero
(Palabras leídas en el seminario 1967-2017: A Cincuenta años de la Reforma Universitaria)
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