Deterioro del entorno universitario
“En Chile ocurre todo lo contrario. Sucesivamente, durante más de tres años, el Gobierno ha ido desarreglando y dislocando ese entorno y rompiendo sus equilibrios, hasta poner en una extrema tensión al campo universitario…“.
José Joaquín Brunner, 21 de mayo 2017
Desde la antigüedad, en todas las sociedades, las universidades necesitaron condiciones especiales para desarrollarse. Primero que todo, debían constituirse como una comunidad de maestros y estudiantes; corporaciones organizadas para defender los intereses de sus miembros. En seguida, debían adquirir su autonomía institucional luchando, según dice el historiador Le Goff, “tanto contra los poderes eclesiásticos como contra los poderes laicos”. Así lo hicieron: lucharon y negociaron.
Además, debieron conquistar gradualmente las libertades para enseñar, aprender e investigar, simbolizadas en la figura de Pedro Abelardo, considerado el primer intelectual moderno, al que ya en el siglo XII anticipó en plenitud.
Por último, desde el comienzo las universidades tuvieron que hacerse cargo de financiar los costos de su actividad. ¿Debían los estudiantes pagar o ser becados? ¿Los profesores vivir de un salario o una prebenda? ¿La institución recibir donaciones o subsidios? ¿Depender del emperador o del papa? ¿Tener propiedades y tesoros o existir por la vocación de sus maestros?
De hecho, las universidades y sus maestros han experimentado siempre esa tensión: entre los fueros y privilegios que creen merecer -los que se traducen también en formas burguesas de vida, cuando no aristocráticas, como ocurrió durante los siglos XIV y XV- y la voluntad crítica y de rechazo al mundo tal cual existe, en nombre de una ética de valores ascéticos.
Por su lado, desde temprano los poderes de la cruz y la espada reconocieron a las universidades un estatus especialísimo, al punto que el rey Alfonso X el Sabio manda en las Siete Partidas (alrededor del año 1265) que “los ciudadanos de aquel lugar donde fuere hecho el estudio [o sea, establecida una universidad] deben mucho honrar y guardar a los maestros y a los escolares, y todas sus cosas”.
Con el tiempo, aquellas condiciones necesarias para la existencia y el desenvolvimiento de las universidades fueron diferenciándose, especializándose y volviéndose más y más complejas, hasta constituirse en la modernidad -a partir del siglo XIX-, en un “orden de vida” con su correspondiente “esfera de valor”, según propone Max Weber, el gran sociólogo alemán.
¿Qué significa esto?
Que en torno a las universidades y demás organizaciones de formación superior se crea un campo de acción social dotado de una relativa autonomía, con su lógica propia -en este caso, la del conocimiento avanzado; su producción, transmisión, cultivo y transferencia- y sus valores inherentes, tales como libertades académicas, dedicación a los saberes y las disciplinas, ética comunicativa, razón ejercida públicamente, diálogo entre culturas, incluidas aquellas de las diferentes naciones y civilizaciones, de las ciencias, las humanidades, las artes, y de las visiones de mundo o religiones.
Para que este campo pueda hoy subsistir con esas características -con su autonomía relativa, valores propios y lógica interna- deben reunirse condiciones todavía más difíciles de obtener, sobre todo a la luz de las fuerzas expansivas e irresistibles de la burocracia estatal y del economicismo típico del mercado.
Estas dos fuerzas procuran racionalizar el campo universitario en términos de sus propias lógicas y valores. El Estado busca sujetarlo al control jerárquico de los funcionarios y someterlo a un orden rigurosamente planificado y vigilado en nombre del interés público. Por su parte, el mercado busca sujetarlo a un orden de intercambios y precios y someterlo a la lógica del cálculo y una gestión emprendedora en nombre de maximizar los beneficios individuales y sociales.
En el extremo del polo burocrático, todo se vuelve funcionalismo, actuación de acuerdo a reglas y estándares, rendición de cuentas, panóptico, conformidad. En el otro extremo, en el polo mercantil, todo se vuelve competencia, eficientismo, incentivos, modelo de negocio y valorización (en el sentido del “value for money”).
Desde el inicio de la modernidad, y a lo largo de los últimos dos siglos, las universidades han mostrado poder convivir con aquellas fuerzas externas provenientes del campo político y del campo económico. Incluso, en ocasiones, las han aprovechado a su favor, estableciendo arreglos institucionales que favorecen su propia lógica interna y valores inherentes al tiempo que incorporan en su quehacer elementos de las lógicas burocrática y del mercado.
Para eso es necesario, sin embargo, que las políticas gubernamentales diseñen y mantengan un entorno de controles burocráticos y de incentivos de mercado y cuasimercados, que hagan posible la autonomía relativa del campo universitario y la evolución y adaptación de sus valores propios y lógica inherente.
En Chile ocurre todo lo contrario. Sucesivamente, durante más de tres años, el Gobierno ha ido desarreglando y dislocando ese entorno y rompiendo sus equilibrios, hasta poner en una extrema tensión al campo universitario. Y, aún más, hasta dañar el funcionamiento de las instituciones afectadas por el desorden de las políticas. Una última muestra es el entuerto causado por la terminación del AFI y el reconocimiento posterior por la autoridad de que tal medida debió haberse adoptado por ley.
Es la expresión más reciente de una reforma errática, mal concebida y diseñada, no fundada en un diagnóstico serio del campo universitario y sus valores académicos. Hasta aquí, esta reforma ha conseguido que las fuerzas de la burocracia y del mercado se hayan sacudido de sus amarras anteriores. Pero no ha logrado producir un nuevo arreglo que favorezca el desarrollo del campo y de sus tradiciones y valores que forman parte de su identidad.
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