Sin visión ni compás
Dos largos años de preparación y dos meses desde que el proyecto de ley de educación superior ingresó al Congreso, y las cabezas políticas y técnicas del Gobierno no han logrado explicitar cuál es su meta y los medios y actividades que conducirán a su logro.
José Joaquín Brunner , 4 de septiembre de 2016
Han transcurrido casi dos meses desde que el Gobierno envió al Congreso el proyecto de ley de educación superior, pieza vital -se ha dicho- para reformar este sector. Durante este tiempo han abundado las críticas. Se confirman así, agudizándose a veces, los juicios negativos formulados inicialmente.
El principal y más grave es que la reforma planteada, igual que el proyecto de ley que debe concretarla, no indican puerto de llegada y carecen de una carta de navegación. No hay una visión del sistema de educación terciaria que se desea alcanzar ni un camino a seguir. Es inexplicable que tras dos largos años de preparación, y dos meses de intenso examen, las cabezas políticas y técnicas del Gobierno no hayan logrado explicitar una meta y los medios y actividades que conducirían a su logro.
En efecto, ignoramos qué se persigue, cuáles son los objetivos, qué instrumentos se usarán y cómo se financiarán las diversas medidas. Más elemental aun: no se conoce cuál es el diseño de la reforma, quiénes responden por él, ni se entiende por qué nadie lo explica y defiende razonadamente en público.
Por el contrario, la experiencia internacional comparada de procesos similares de reforma -en países tan diversos como Inglaterra, Perú, Malasia, Australia, Portugal, Finlandia, China o Colombia- muestra que todos han construido una visión compartida, apuntan a una meta común y definen una estrategia para el desarrollo sustentable del sector a mediano y largo plazo.
En Chile estos elementos se hallan ausentes. El personal superior del Gobierno y sus técnicos carecen de un diagnóstico común. La coalición de partidos que lo apoya está confundida. La oposición no tiene ideas que oponer. El diseño de la reforma es improvisado y poco pertinente. La gratuidad, eje de ese diseño, hace rato se transformó en una política de arancel diferenciado. Se trajina pues en medio de un impresionante desorden intelectual.
La propia autoridad cambia de posición frecuentemente y transmite mensajes contradictorios. Su proyecto de ley está metido en un callejón sin salida. Mezcla tal variedad de materias, cada una de suyo complicada, que -como se señaló desde el primer día- su tramitación se ve dificultada y su aprobación se torna casi imposible. Ahora el Gobierno enfrenta el reto de tener que separarlo en varios proyectos para salvar a lo menos uno.
A esta altura, la mayor parte de las cosas adquiere una dinámica singular y comienza a desenvolverse por su cuenta. ¿La gratuidad? No será universal ni inclusiva. Se discutirá por segunda vez bajo la presión del tiempo y de los intereses corporativos de las universidades, dentro de una glosa del presupuesto de la nación para el 2017. ¿Los aranceles? Seguirán cobrándose sin que los estudiantes tengan seguridad de contar con créditos y becas. ¿La acreditación? Ahora que vuelve a funcionar de manera más rigurosa e independiente, el Gobierno anuncia el propósito de usarla como un dispositivo de calificación, disciplinamiento y sanción de las instituciones. ¿El régimen mixto de provisión? Continuará existiendo, solo que sobre bases más inestables y sujeto a reglas del juego confusas.
En paralelo se han vuelto evidentes los problemas de gestión política y las fallas comunicacionales de las autoridades del sector. Cito solo los ejemplos más recientes: el bochornoso cambio de rectoras de la Universidad de Aysén que proyecta una sombra sobre la autonomía de esta iniciativa; la fragilidad física de la flamante Universidad de O’Higgins buscando (¡qué desafortunada coincidencia!) un hospital donde guarecerse; la rezagada tramitación del proyecto que debía facilitar la conversión de los IP y CFT en personas jurídicas sin fines de lucro; la zigzagueante comunicación gubernamental frente a las instituciones de Laureate en Chile; el retraso en la entrega del subsidio de gratuidad a las universidades; las flaquezas que exhibe el dispositivo de administración provisional de universidades intervenidas, como sucede en el caso de la Universidad Arcis.
No debe llamar la atención en consecuencia que la opinión pública haya tomado distancia de la reforma de la educación. En la encuesta semanal Cadem, el desacuerdo de la gente con este proceso alcanzó la cifra récord de 72% a fines del mes de agosto, 25 puntos porcentuales más que a comienzos de enero pasado. Quienes aprueban la forma como en general el Gobierno está gestionando la educación ha llegado a su punto más bajo: 17%, una caída de 20 puntos porcentuales durante 2016. En las actuales circunstancias, si las personas tuvieran que escoger entre la gratuidad universal o mejorar las pensiones, las cifras serían de 30% y 69%, respectivamente, y lo mismo ocurriría si la elección fuese entre gratuidad o más médicos especialistas en los hospitales públicos (30% versus 70%).
Ante este cuadro, cabe una doble reflexión. Por un lado, sorprende el formidable peso y persistencia de las malas ideas en la política pública. La reforma de la educación superior está mal concebida, mal diseñada y hasta aquí, además, mal administrada. Sin embargo, sus ideas de fondo no han cambiado un ápice. Por otro lado, preocupa el escaso aprendizaje que parece producirse en el terreno de las políticas públicas. Los males que hoy aquejan a esta reforma fueron anticipados hace 30 meses. Los argumentos de evaluación negativa del proyecto han sido continuos, variados y contundentes. Y la opinión pública ha restado su apoyo al proceso. A pesar de todo, el Gobierno insiste en avanzar sin visión ni compás.
“Los males que hoy aquejan a esta reforma fueron anticipados hace 30 meses. Los argumentos de evaluación negativa del proyecto han sido continuos, variados y contundentes. Y la opinión pública ha restado su apoyo al proceso. A pesar de todo, el Gobierno insiste en avanzar sin visión ni compás”.
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