La gratuidad como artículo de fe
Son varias las ambigüedades que abriga la gratuidad ofrecida por el programa de Bachelet. Difícil, por lo mismo, exigir adhesión a este medio como si fuese una verdad revelada o emplearlo para medir la lealtad de secretarios y subsecretarios de Estado.
por José Joaquín Brunner – La Tercera, 07/02/2014
SIN DUDA, el gobierno entrante experimentó un temprano revés con el forzado reemplazo en la Subsecretaría de Educación. Lo manifiestan dirigentes de la Nueva Mayoría y se refleja en los medios de comunicación: hubo desprolijidad, fallas de criterio y una falsa partida. Tal es el aspecto coyuntural de la cuestión.
El tema de fondo, en tanto, es la confusa señal transmitida al sector educacional. En efecto, ¿han de depender las decisiones del futuro gobierno -en este sector- de las reacciones de grupos de interés, movimientos sociales o figuras de poder dentro de la coalición? ¿Contarán secretarios y subsecretarios de Estado con el necesario respaldo para gestionar sus asuntos o quedarán entregados a los vaivenes de una opinión pública que suele ser caprichosa?
Se plantea enseguida el tema de la lealtad con el programa de gobierno. ¿Debe manifestarse como una adhesión de fe o como un compromiso reflexivo, hecho con voluntad de contribuir creativa y críticamente a su implementación?
Sobre todo el dilema de cuáles son los medios más adecuados para llegar al objetivo de una política debería sujetarse a deliberación, revisión, adaptación y evaluación. Si se convierten en principios o dogmas se instaura una suerte de pensamiento único, donde los instrumentos -trátese del mercado, la gratuidad, el carácter estatal de una agencia o los exámenes estandarizados- adquieren valor en sí y terminan imponiéndose como un test de fidelidad ideológica.
Es justamente lo que está ocurriendo con la gratuidad del acceso a la educación superior. ¿De qué se trata en este caso? Simplemente, de encontrar la mejor forma -más equitativa y eficiente- de financiar un sistema masivo que necesita incrementar su calidad, pertinencia y efectividad. Es un problema político-técnico, no de altos y prístinos principios. ¿Hay sólo una opción, un único medio? ¿O caben frente a esta materia opciones distintas y legítimas? ¿Acaso la gratuidad, que existe largo rato ya en Brasil, Argentina, México y Uruguay, ha convertido “por principio” a esos sistemas en más justos, a las elites nacionales en más plurales y ha hecho más equitativas a sus sociedades?
Y más al fondo, ¿puede argumentarse que la noción de “gratuidad universal” empleada por el programa gubernamental es de suyo tan clara y potente que no admite interpretaciones ni alternativas? ¿Qué significa exactamente? ¿Significa sin pago a la entrada, pero con impuesto a los graduados o pago de un crédito a la salida? ¿O bien significa estudios pagados íntegramente con recursos de la renta nacional para quien sea que los elija (cualquier alumno, en cualquier programa, por cualquiera duración de tiempo), independiente de calificaciones y esfuerzo?
Son innumerables las ambigüedades, incógnitas y posibilidades que abriga la gratuidad ofrecida por el programa de Bachelet. Difícil, por lo mismo, exigir adhesión a este medio como si fuese una verdad revelada o emplearlo como una divisoria de las aguas para medir la lealtad de secretarios y subsecretarias de Estado. Tal camino conduce a exasperar la discusión, a estimular falsas adhesiones, a abruptos cambios de posición y a desperdiciar el valor de la diversidad intelectual en la decisión de políticas públicas.
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