Del blog de Eugenio Severín: Hacia un cambio de paradigma educacional
Noviembre 25, 2013

Chile, la nueva educación

 

 

La necesaria reforma de la educación, que ha ocupado un lugar central en la campaña presidencial chilena, va a quedar corta si no considera la oportunidad de un cambio paradigmático en sus objetivos.

Hasta ahora, la discusión ha estado focalizada en aspectos muy fundamentales, y que requieren de cambios urgentes, como el financiamiento y la organización institucional, las formas de provisión (y sus restricciones) y la eficacia y eficiencia de sus procedimientos. Sin embargo, si sólo (y ya es bastante) nos quedamos en estos aspectos, podremos avanzar con pasos de gigante en hacer cambios cosméticos a un sistema que requiere repensar el paradigma desde el que está construido.

Suponga por un momento que contra todo veto legislativo, el nuevo gobierno que asumirá en marzo próximo en Chile, y que con gran probabilidad será liderado por Michelle Bachelet, logra impulsar su agenda de reformas, y alcanza los acuerdos y recursos necesarios para asegurar la gratuidad de la educación, el fin o al menos una estricta regulación del lucro, y un aumento significativo de los recursos disponibles para retomar la ampliación de la cobertura preescolar, y aún alcanza para mejorar algo los sueldos de los docentes y directivos. ¿Cuánto más cerca de una educación de calidad estaríamos? Mi sospecha es que no demasiado.

Si uno mira lo que ocurre en el mundo, va a encontrar sistemas educativos organizados de las más diversas maneras, con muchos más recursos invertidos por niño de los que invertimos hoy en Chile y de los que invertiremos con las reformas propuestas, con y sin lucro, con sistemas públicos mucho más sólidos, y que están igual de descontentos con los resultados educativos que obtienen.

Hay algo más de fondo en la falta de calidad en la educación, que tiene que ver con una concepción, diseñada desde la era industrial, de esta como un gran curso de capacitación para el trabajo que prepara a los niños durante 12 a 20 años para trabajar como empleados, trabajadores o ejecutivos, en sistemas productivos tradicionales. Los estudiantes reciben una formación ampliamente generalista y son tempranamente “orientados”, según su rendimiento, pero fundamentalmente según sus condiciones de origen, para contribuir como obreros, trabajadores técnicos o profesionales, con bastante estricto apego a las oportunidades que pudieron ofrecerles sus padres. Las golondrinas de la excepción no alcanzan a hacer verano.

Pero la sociedad industrial es pasado. Vivimos ya en pleno dominio de la sociedad del conocimiento, en donde la creatividad y la innovación son claves para el desarrollo pleno de cada persona y de la sociedad, en donde la abundancia de información requiere de mentes críticas y hábiles para el desarrollo de nuevo conocimiento, complejo e interconectado, en donde la abundancia de comunicaciones ha acortado las distancias, ha favorecido la expresión de la diversidad y en donde se hace imprescindible tener competencias para colaborar, comunicarse y construir con otros, incluso aquellos que están lejos, que no vemos y no hablan nuestra lengua ni creen en nuestros dioses.

Si queremos volver a tener un sistema educativo de calidad en cualquiera de nuestros países en América Latina, tenemos que hacernos cargo de este enorme desafío de una educación del y para el siglo XXI. De lo contrario, sólo estaremos fortaleciendo una educación obsoleta en su fondo y sentido. Para eso,hay tres aspectos centrales que requieren más atención de la que han tenido en la campaña presidencial chilena, para estar en los primeros lugares de la agenda educativa:

En primer lugar, el currículo nacional. Ajustes más o menos, en Chile tenemos un currículo diseñado en los años 90, y construido ya entonces mirando el espejo retrovisor, tratando de “actualizar” los contenidos de hace 20 años, en lugar de pensar en los 20 años que venían por delante. Es un currículo ridículamente sobrecargado, en que se hace difícil para los docentes establecer jerarquías y prioridades, y en donde todas las materias deben ser “pasadas”, so penas del infierno para el colegio. Se requiere un currículo esencial y más flexible, que dé más espacio para el desarrollo de proyectos educativos diversos, que permita a docentes y directivos ser profesionales (y no meros aplicadores robotizados de la norma), pero sobre todo, un currículo mucho más orientado a desarrollar habilidades en los estudiantes que a obligarlos a memorizar contenidos.

En segundo término, los docentes y la carrera profesional. Tenemos que ser capaces de duplicar el sueldo de los maestros en los próximos cinco años. Sí, leyó bien, duplicar el sueldo base de los profesores. ¿Todos los profesores? Sí, todos,… los que cumplan con requisitos más exigentes para el ejercicio docente, reflejado en una certificación de contenidos y competencias pedagógicas del más alto estándar. Para avanzar en esta línea, hay que incluir barreras más altas de entrada a la formación inicial, por ejemplo, no se puede entrar a pedagogía con menos de 650 puntos en el test de acceso a la educación superior (hoy ingresan con un puntaje menos que mediocre de 450 puntos). Acceso más exigente, pruebas regulares y habilitantes de certificación cada 10 años, y mucho mejores sueldos son requisitos indispensables para mejorar la calidad, las condiciones y el trabajo de nuestros docentes en el mediano y largo plazo. Lo demás es humo.

Finalmente, la evaluación de los aprendizajes y la medición de la calidad. Hace unos días, los estudiantes de media docena de establecimientos educacionales de educación secundaria en Chile decidieron no rendir la prueba SIMCE, nuestros test estandarizado anual. Algunas autoridades enrostraron a los estudiantes por “echar la culpa de la enfermedad al termómetro”. Es cierto, el SIMCE es un termómetro, y lo que leo en el fondo del reclamo de esos estudiantes (y lo que de no ser atendido va a tener un creciente apoyo en los próximos años) es que si bien prescindir del termómetro no cura a nadie, tampoco ayuda la obsesión instalada de creer que el termómetro que tenemos es suficiente para entender todos los problemas de calidad. La sacralización del termómetro, al punto de ordenar según su temperatura los incentivos a los docentes, los rankings de las escuelas, la información de los padres, hasta el ridículo de los semáforos del ex-ministro Joaquín Lavín, es lo que se ha vuelto inaceptable. Si el nuevo gobierno, y la Agencia de la Calidad que administra el SIMCE, quieren salvarlo, van a tener que abrirse de una vez a considerar sistemas más completos, más complejos y más colaborativos de medición. ¿Qué sentido tiene hoy una prueba cuyos resultados se conocen al año siguiente, sin dar ninguna posibilidad a escuelas y docentes para tomar medidas de mejora sobre los estudiantes que son medidos? ¿Qué sentido tiene perseverar en pruebas que sólo miden algunas asignaturas, que lo que buscan establecer es la cobertura y efectividad de las escuelas para cumplir la norma curricular (ver el primer punto, dos párrafos atrás) pero que son incapaces de apoyar procesos de mejora en las escuelas y en las prácticas de los docentes?

La buena educación, a la que aspiramos en toda nuestra región y la que constituye un derecho de todos los ciudadanos, no se alcanza sólo con acceso más amplio, sistemas más eficientes, y más inversión. Todo ello es necesario, imprescindible en realidad, pero si dejamos pasar la ocasión de pensar los núcleos centrales de nuestro paradigma educativo, podríamos terminar en corto plazo, con una nueva frustración en nuestros anhelos de países más justos, más inclusivos y mejor educados.

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