La educación como valor
Enero 20, 2013

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Lo que necesitamos hoy no es ya la formación exquisita de un estamento privilegiado, sino una sabiduría para tiempos inciertos, de crisis de las tradiciones y decaimiento de las virtudes de la polis.  

José Joaquín Brunner, El Mercurio, 20 de enero de 2013

Nuestro debate educacional se mueve entre la banalidad y agresividad en sus momentos peores, y el análisis de políticas y sus efectos, en los mejores. En cambio, ignora lo fundamental: para qué educar y qué valores transmitir. Lo que nos preocupa conocer es el impacto de la educación en la productividad, la competitividad de las empresas, la movilidad social o la ciudadanía. Como si la educación no tuviera entidad propia y, al contrario, se hallara subordinada a unos propósitos externos en función de los cuales medimos sus resultados.

Una mentalidad contable va apoderándose así del campo educacional: medimos el conocimiento producido, las competencias dominadas, el valor agregado por los colegios, las palabras leídas por minuto y luego convertimos estos números en rankings de alumnos, escuelas y universidades y los usamos para distribuir recursos y prestigios.

Esto, que algunos consideran una traición a los ideales socráticos, a mí en cambio me parece una más de las tensiones y contradicciones en que nos encontramos atrapados. Igual como TS Eliot nos preguntamos: “¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento? ¿Dónde el conocimiento que hemos perdido en información?”.

Efectivamente, una cuestión central planteada por el torbellino de la modernidad es cómo educar -¿me atrevo a decirlo?- para alguna forma de sabiduría y virtud. Pues los flujos de conocimiento y océanos de información en que navegamos no conducen a una “vida examinada”, a una deliberación pública más rica, a la reflexión crítica ni al ideal de una vida mejor.

Lo que necesitamos hoy no es ya la formación exquisita de un estamento privilegiado -v.gr., los herederos del capital cultural-, sino una educación superior del hombre medio, como sugería Ortega y Gasset. Es decir, una sabiduría para tiempos inciertos, de crisis de las tradiciones y decaimiento de las virtudes de la polis.

¿Cómo lograrlo?

Ciertamente no será a través del mero cultivo de las capacidades cognitivas, las cuales, desprovistas de discernimiento ético y de facultades estéticas, condujeron en el siglo XX al holocausto y el gulag con la aquiescencia, ¡hay que decirlo!, de los intelectuales.

No, se requiere otra forma de educación. Una que enseñe a reconocer las lagunas de ignorancia en nuestra propia formación; a filtrar los flujos de información; a no confundir la sabiduría con conocimiento experto; a entender el sufrimiento de los otros y a asumir el pluralismo cultural y una visión cosmopolita del mundo. Una educación de alcance masivo, pero individualizada en sus procesos de aprendizaje. Y cuyo valor -más allá de la esfera burocrática del Estado y los intercambios del mercado- se aprecie en el juicio crítico, el comportamiento moral, la responsabilidad individual y el goce estético.

Por lo mismo, significa dejar atrás la idea de la educación como preparación para el trabajo únicamente, como disciplina, destreza técnica y habilidad certificada mediante una credencial que sirve para ir y venir entre empleos urbanos y mantener o acrecentar el estatus profesional.

Todo esto -de suyo valioso y necesario para el homo economicus y burocraticus , quién podría dudarlo- debe retroceder frente al momento carismático o numinoso de la educación, aquel que ocurre cuando se descubre una nueva manera de ver el mundo y a los otros, se ingresa a un nuevo estadio de comprensión, comparte un ensayo de Octavio Paz o una novela de Arguedas o Borges, se llega a dominar un segundo idioma o adivina la actividad intelectual en la frontera de un saber.

Este tipo de educación -que la élite chilena a veces logra producir para sus hijos a través de un circuito excluyente de colegios y experiencias formativas- debe ser el ideal democrático y abierto que buscamos para todos. Una reivindicación colectiva. Una utopía digna de ser mantenida en alto.

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