Ponencia leída en el Seminario Internacional: “¿Qué leer? ¿Cómo leer? Perspectivas sobre lectura en la infancia”, organizado por el MINEDUC, el Fondo de Cultura Económica y la Universidad Diego Portales.
(Texto sin bibliografía citada la que se agregará próximamente en una versión escrita más extensa)
Lectura de clases, clases de lectura
Lectura, según la RAE, consiste en la “acción de leer”. También es “obra o cosa leída”, una “interpretación del sentido de un texto” y, más ampliamente, equivale a “cultura o conocimientos de una persona”. Leer, en tanto, es la práctica de “pasar la vista por lo escrito o impreso comprendiendo la significación de los caracteres empleados” y, asimismo, “entender o interpretar un texto de determinado modo”.
Enseguida saltan a la vista los variados vínculos implicados entre los conceptos de lectura, texto, obra, interpretación, sentido y cultura. Entramos pues directamente al corazón de los universos simbólicos; los más propensos a consagrar distinciones y jerarquías y a imponer requisitos de socialización y aprendizaje.
En efecto, el texto, la palabra escrita y la lectura suponen la alfabetización. Esto es, el mundo de la escuela, la disciplina de los cuerpos y los saberes, los exámenes y las credenciales. Mundo del conocimiento legítimo y los legítimos procesos de transmisión; de los hombres y mujeres cultivados frente a los analfabetos e ignorantes. Por eso mismo, “las personas enteramente letradas solo con gran dificultad pueden imaginarse cómo es una cultura oral primaria, o sea una cultura sin conocimiento alguno de la escritura o aun de la posibilidad de llegar a ella”.
Del lado de las culturas orales, la reacción frente al surgimiento de la palabra escrita ha sido similarmente de desconocimiento y sospecha. Platón, por ejemplo, acusa a la escritura de destruir la memoria y debilitar el pensamiento; de no producir respuestas inmediatas como ofrece la palabra alada; y de sacar fuera del pensamiento lo que solo existe dentro de él. En suma, se culpa a la escritura de crear mundos artificiales, simulacros; la misma acusación que se dirigirá más adelante contra la imprenta y los computadores. Pero sobre esto hablaremos en un momento.
Lo que no se pudo anticipar al difundirse la lectura de rollos, códices, libros y múltiples otros tipos de impresos es que en paralelo se erigían barreras de entrada a este rico universo de símbolos. En efecto, para acceder a la circulación de textos hay que saber leer.
Sin embargo, el alfabetismo se extendió solo lentamente en el mundo. Se estima que a lo largo de tres siglos, entre 1500 a 1800, el porcentaje de alfabetizados creció en Europa Occidental de un 12 a un 31 por ciento. Transcurrieron otros ciento cincuenta años para que en el mundo entero la alfabetización adulta (esto es, de los mayores de 15 años) se volviera masiva, alcanzando a mediados del siglo XX al 56 por ciento de la población. En la actualidad hay aun 15% de analfabetos. Más lenta aun fue la evolución del alfabetismo en los países en desarrollo. El umbral del 50 por ciento se alcanzó recién alrededor de 1975 y el del 75 por ciento ayer, en los primeros años del siglo XXI.
Al mismo tiempo que se difunde la alfabetización se vuelve manifiesto que una elevada proporción de adolescentes de los países en desarrollo, a pesar de los avances de la escolarización, no alcanza a los 15 años siquiera el mínimo de competencia lectora necesaria para beneficiarse de las oportunidades educativas.
¿Qué entendemos por competencia lectora en este contexto?
Según la más reciente definición del Programa PISA, competencia lectora es la “capacidad de un individuo para comprender, utilizar y reflexionar sobre los textos escritos, y comprometerse con ellos de modo de alcanzar sus propios objetivos, desarrollar sus conocimientos y su potencial, y participar en la sociedad”.
Esta noción de literacy o comprensión lectora de PISA se aleja de las definiciones de diccionario que vimos al comienzo, enriqueciéndolas mediante una visión multidimensional de esta capacidad. A su vez, PISA califica a los estudiantes en diferentes niveles de competencia. Aquellos que se sitúan en el Nivel 1 o por debajo de éste, carecen del mínimo necesario para beneficiarse de las oportunidades educativas, independientemente de si son capaces o no de leer en sentido técnico.
Recordarán ustedes que en la prueba de 2009 un 30 por ciento de los estudiantes chilenos estuvo por debajo de este umbral mínimo, cifra que para los países latinoamericanos promedia un 48 por ciento y, para los países miembros de la OCDE, un 19 por ciento.
La dificultad para dominar la competencia lectora proviene esencialmente del hecho que involucra habilidades, conductas, actitudes, intereses y hábitos relacionados con la socialización temprana en el hogar, particularmente el desarrollo del lenguaje. Por ejemplo, ya a los 18 meses comienzan a evidenciarse diferencias entre niños de diversos estratos socioeconómicos; a los 3 años las brechas son de tal magnitud que los niños de familias de estrato alto poseen casi tres veces más vocabulario que los niños de estrato bajo. La riqueza de los mapas mentales mediante los cuales dotamos de sentido al mundo y entendernos con nosotros mismos y los otros, comienza pues a diferenciarse desde temprano según circunstancias de clase social.
Lo mismo ocurre con nuestra participación en actividades de lectura—como tiempo destinado a ella, disfrute de leer, diversidad de materiales leídos (impresos y en línea), e intensidad de la lectura escolar—y también con la adquisición de estrategias de aprendizaje (memorización, control, elaboración, comprensión, interpretación y síntesis), factores esenciales ambos para el buen desempeño en este ámbito. Resulta claro que tanto esas conductas de participación en la lectura como las estrategias de aprendizaje adquiridas dependen de disposiciones que empiezan a desarrollarse tempranamente en el hogar, según el lugar que éste ocupa en la estructura de clases y estratos de la sociedad.
De hecho, PISA 2009 reveló que el 52 por ciento de los estudiantes chilenos de 15 años pertenecientes al grupo bajo del Índice de Status Económico, Social y Cultural de dicha prueba, se halla por debajo del umbral mínimo de competencia lectora, mientras que en el grupo alto este segmento alcanza apenas al 9 por ciento.
En consecuencia, puede decirse que en el campo del logro de la competencia lectora—en sus aspectos cognitivos pero también de motivación y estrategias de aprendizaje—rige lo que el sociólogo francés Pierre Bourdieu llamaba habitus; un sistema de disposiciones que funcionan como “estructuras estructurantes”; algo así como un inconsciente cultural. Se forma en el hogar mediante procesos de socialización temprana y luego, durante la trayectoria escolar, en interacción con los pares y la comunidad.
La pregunta que surge en este punto es si acaso la revolución digital, que empieza a cambiar nuestras prácticas frente a los textos, podrá alterar ese vínculo entre capital cultural heredado en el hogar, habitus de clase y desarrollo de la competencia lectora.
II
Por lo pronto, vuelven a plantearse aquí las dos respuestas típicas frente a las nuevas tecnologías de información y comunicación. A un lado, la respuesta catastrófica, platónica: las tecnologías digitales amenazarían la profundidad de las relaciones humanas, crearían un mundo de estímulos y reacciones instantáneas, debilitarían la autoridad de las tradiciones, ensancharían la brecha entre generaciones, destruirían la memoria y apurarían la obsolescencia del conocimiento. En suma, harían que todo lo sólido se licúe y evapore en el aire.
Al otro lado la respuesta de los entusiastas, aquellos que esperan todo de la digitalización: una sociedad de redes, mayor horizontalidad democrática, nuevas formas participativas, inteligencia distribuida, incremento de la productividad, abolición de las distancias, flujo continuo de ideas, información e innovación.
También el mundo del alfabetismo y la lectura se debate entre ambos planteamientos.
Quienes presagian una catástrofe sienten amenazadas las bases de la cultura humanista y gustan citar aquellos versos de T.S. Elliot que dicen: “¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en el conocimiento? ¿Dónde, el conocimiento que hemos perdido en la información?”. Temen el fin del libro, la desaparición de la lectura, la polarización social del conocimiento y la ignorancia, el deterioro de las prácticas lentas de aprendizaje y su sustitución por estudios rápidos, prótesis informativas, credenciales sin valor y masas de niños iletrados. Temen la idolatría de las imágenes, la hegemonía de las pantallas, el desplazamiento de la conversación civil por el chat y de las jerarquías y distinciones de las actividades simbólicas por un aplanamiento de las diferencias culturales. Según denuncia Nichola Carr, autor de ¿Está Google volviéndonos estúpidos?, “docenas de estudios de psicólogos, neurobiólogos, educadores y diseñadores de redes apuntan hacia la misma conclusión: cuando estamos en línea entramos en un medio ambiente que promueve la lectura superficial, el pensamiento apurado y distraído, y el aprendizaje ligero”.
Por su lado, los entusiastas ven aproximarse una radical transformación cultural y educativa que estaría siendo impulsada por la revolución digital. Pronto, conjeturan, habrá libre acceso a los tesoros del conocimiento y a los flujos de información. Estaríamos empezando a conectarnos a una conciencia colectiva que opera a la par con la inteligencia distribuida a través de las redes. Aprenderemos cuándo, dónde, cómo y lo que queramos. Existirá una biblioteca universal que ni Borges pudo imaginar.
Entre ambos, los escépticos, que preferimos ser llamados reflexivos, observamos con interés los procesos de cambio tecnológico en el ámbito de la cultura. Prevemos que la revolución digital—que recién comienza—se proyectará hacia el futuro y traerá consecuencias de largo aliento, tal como ocurrió con la revolución de la imprenta cuyos efectos se entreveran con el desarrollo del protestantismo, el surgimiento del Estado moderno, la proesionalización de las ciencias y la aparición de los públicos ilustrados.
El problema es que no podemos anticipar esos efectos ni sabemos cómo nos adaptaremos a ellos.
Sí sabemos, por ejemplo, que “en las nuevas pantallas, las de los computadores, hay muchos textos, y existe ciertamente la posibilidad de una nueva comunicación que articula, agrega y vincula textos, imágenes y sonidos”, según ha dicho Roger Chartier, historiador de la lectura y los libros que esta tarde dictará una conferencia en este mismo seminario. Así pues la cultura textual no desaparece en el mundo de los medios digitales, igual como “no dejamos de hablar cuando aprendimos a escribir, ni de escribir cuando aprendimos a imprimir, ni de leer, escribir y publicar cuando ingresamos a la era electrónica”.
Lo que cambia con los textos electrónicos y las tecnologías digitales son las habilidades requeridas por el alfabetismo del siglo XXI. la capacidad de comprensión lectora incluye ahora destrezas especiales para acceder, evaluar y organizar información en ambientes digitales y para transformar esa información en conocimiento. Hay mayores exigencias en todos los frentes, sea desde el punto de vista del lector como decodificador, como elaborador de sentidos, como analista de textos o como crítico de los mismos.
La lectura se vuelve más demandante. Supone no solo lectores diestros en alfabetismos múltiples sino, además, dotados de una base cultural flexible, mayores habilidades de búsqueda y discriminación crítica, una socialización intensa en juegos del lenguaje, capacidad de atención dividida y focalizada a la vez, una actitud positiva frente a diversos tipos de información y procedimientos bien establecidos de aprendizaje autónomo, amen de las destrezas propias de la literacy tradicional.
Todos esto requiere una socialización temprana rica en lenguajes e inteligencias; una formación escolar de mayor densidad, amplitud y profundidad; y el desarrollo de variadas competencias cognitivas, especialmente aquellas necesarias para el manejo de las TICs y su uso en función de nuevos tipos de aprendizajes.
En nuestra sociedad esas condiciones son propias de hogares dotados de un alto capital cultural, padres escolarizados hasta el nivel superior, hijos nacidos directamente al medio digital, que asisten a escuelas exigentes académicamente, conectadas a la Red y cuyos procesos formativos se centran en las competencias clave para el siglo XXI.
Por eso mismo, como ha dicho César Coll, “la emergencia de nuevos alfabetismos—digital, visual, informacional, etc.—comporta inexorablemente la eventual aparición de sus correspondientes analfabetismos”. Dicho de otra manera, la brecha digital no es primariamente aquella que separa a los que tienen y los que carecen de acceso a las nuevas TICs sino aquella que mediante la creación de nuevos alfabetismos incluye a algunos (una minoría) y excluye a otros (la mayoría) de las competencias, las prácticas y el aprovechamiento de los flujos de información y conocimiento que están en el núcleo de la cultura contemporánea. Si hasta ayer la distancia entre alfabetizados y analfabetos parecía ir en franco declive y solo se le sobreponía la división entre lectores culturalmente competentes e incompetentes, ahora en cambio se amplifica y prolonga en varios, nuevos, analfabetismos.
Lo anterior no es una mera especulación pesimista. En efecto, PISA 2009 mostró que los estudiantes chilenos pertenecientes a los dos cuartiles extremos—el 25% más alto y el 25% más bajo de la población estudiantil—en una escala socioeconómica y cultural logran resultados tan distantes en una prueba de lectura digital como en una de textos impresos. Esto pone en evidencia que los antecedentes familiares de los alumnos y la composición social de las escuelas generan más o menos las mismas brechas en ambos tipos de lectura.
Dicho en otras palabras, con la lectura digital las brechas socio-culturales mantienen su profundidad pero multiplican su variedad.
Para las políticas públicas esto significa que la tarea fundamental es una sola y ya conocida: necesitamos compensar desigualdades socioeconómicas y culturales lo más temprano y próximo al hogar posible y, simultáneamente, elevar la efectividad de nuestros colegios de modo que todos sus estudiantes logren un nivel de comprensión lectora similar al del promedio de los alumnos de la OCDE, cualquiera sea el tipo y los soportes tecnológicos de los textos empleados.
¿Qué quiero decir con esto?
Que en nuestra sociedad cultivar la competencia lectora—sobre textos impresos o en medios digitales—supone revertir los déficit heredados en el hogar y la familia, compensándolos en jardines infantiles de alto desempeño y durante el transcurso de la enseñanza básica. Solo bajo estas condiciones podrían las escuelas formar a los jóvenes hasta asegurarse que todos alcancen, al concluir la enseñanza obligatoria, un dominio de dichas competencias que les permitan continuar aprendiendo eficazmente a lo largo de la vida.
En breve, la tarea que tenemos por delante es formidable: una vez más necesitamos aprender a leer.
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