Lucro e ideales: mil años de debates
Junio 24, 2012

ElMercurio251110.gif Columna de opinión publicada hoy en la página de Educación de El Mercurio: Lucro e ideales: mil años de debates
A ojos de los críticos contemporáneos, el amor sciendi (amor desinteresado) ha sido sustituido por el turpe lucrum o lucro moralmente reprobable.
José Joaquín Brunner, El Mercurio, 24 de junio de 2012
La condena del lucro igual como de la usura y, en general, del comercio de bienes nobles -la educación y el conocimiento entre ellos- posee una raíz religiosa. En la historia de las universidades estuvo presente desde su origen. Se expresó como una tensión entre amor sciendi , amor desinteresado por la ciencia, y el lucrum , que debía ser repudiado. Esto pues, sostenían los teólogos medievales, el conocimiento es un don de Dios; en consecuencia, no podía venderse ( Scientia donum Dei est, unde vendi non potest ). Era un bien común, propiedad sagrada, sólo comunicable por medio de un acto de amor dentro de una economía de la donación.
Esta visión gratuita de la educación y el conocimiento era contradicha por la práctica de las ciencias lucrativas, como el derecho y la medicina, que se enseñaban en Bolonia y Montpellier, respectivamente. Allí los profesores vendían su conocimiento y los estudiantes pagaban por él a sus maestros. Un incipiente mercado. El gran Abelardo, primer y más paradigmático académico de París, confesaba que a él lo movían pecunie et cupiditas ; codicia y ambición, en breve.
Hasta hoy se mantiene esta tensión. De hecho, la universidad ha descendido del templo y se ha sumergido en el mercado. Ha sido secularizada. Se gana la vida a cambio de vender su trabajo -docencia, investigación, extensión, transferencia y aplicación del conocimiento- igual como el común de los mortales. Las ciencias aplicadas y las ingenierías, la medicina y la computación, el diseño y las disciplinas de la administración y el comercio, el derecho y la psicología se han acomodado al modelo de Bolonia y Montpellier e ingresado de lleno a los circuitos comerciales del saber y el capital humano.
A su vez, las universidades que cobijan a estas “artes mecánicas”, como se las llamaba antiguamente, o carreras para “ganapanes”, como despreciativamente las denominaba la filosofía universitaria alemana del siglo XIX, han debido aprender a administrar sus negocios, a generar excedentes y a utilizarlos en beneficio propio. Tan valioso como un currículum de excelencia es ahora un modelo académico-comercial exitoso.
A ojos de los críticos contemporáneos, el amor sciendi ha sido sustituido por el turpe lucrum o lucro moralmente reprobable. No es distinto en Chile. Las universidades más consolidadas y prestigiosas generan el mayor flujo de ingresos por comercio de servicios y productos de conocimiento. Todas buscan expandir su portafolio de actividades rentables: desarrollan empresas médico-clínicas; establecen fundaciones y sociedades ad hoc para tener un mayor margen de maniobra; ofrecen programas de capacitación a empresas; contratan proyectos con el Estado; administran canales de televisión (o los venden), editoriales y laboratorios; organizan parques tecnológicos; suministran asesorías expertas y estudios medioambientales, etc.
La mayoría de los académicos trabajamos -a regañadientes, es cierto- en este medio ambiente competitivo, taylorista y de emprendimientos múltiples, bajo la presión de requerimientos de productividad y de mediciones del desempeño individual y colectivo. Algunos se preguntan si las universidades pueden penetrar tan adentro de las redes del mercado sin quedar atrapadas allí y perder el alma. Quieren saber si es posible ir tan lejos en el compromiso con intereses intramundanos, sin que sus instituciones se vuelvan burguesas, materialistas y utilitarias, traicionando así su (misteriosa) esencia ideal.
Hace diez siglos, cuando el capitalismo apenas despuntaba en el horizonte europeo, comenzó esta discusión. Ahora en tiempos de capitalismo global, turbulento y posmoderno, ella continúa, más o menos en los mismos términos. Los jóvenes que protestan en las calles confirman pues una tendencia milenaria: que el conocimiento, según dijo Goethe alguna vez, sea visto como algo sagrado, siendo considerado casi un acto de simonía pedir o aceptar un pago por él.

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