¿Educación para todos?
José Joaquín Brunner, El Mercurio, 15 de abril de 2012
Quienes nacieron en la época en que el acceso a la universidad era una experiencia de élite (…) tienen dificultad para aceptar la masificación de esa experiencia.
A lo largo de la historia, los procesos de masificación educacional han sido rechazados o resistidos por quienes gozan de un alto estatus cultural. Utilizan para ello una batería argumental cuya lógica posee un inconfundible sello estamental (aristocratizante). Una expresión paradigmática se encuentra en el alegato realizado por un diputado tory ante la Cámara de los Comunes, en1807.
Sostenía él que por aparentemente plausible que aparezca la idea de extender la educación (elemental) a la clase laboriosa de los pobres, en la práctica acarrearía consecuencias negativas para ellos y la sociedad: les enseñaría a despreciar su posición en la vida en vez de hacerlos buenos servidores en la agricultura y otras ocupaciones productivas; en vez de inculcarles la virtud de la subordinación, los convertiría en rebeldes y refractarios; los habilitaría para leer “panfletos sediciosos, libros viciosos y publicaciones contrarias al cristianismo”, y los volvería insolentes con sus superiores, obligando al legislador a dirigir “el vigoroso brazo del poder” precisamente contra aquellos que se buscaba beneficiar.
Así, la educación masiva, universal, terminaba perjudicando la moral y felicidad de los pobres.
Argumentos similares fueron esgrimidos en Chile por los grupos conservadores contra liberales, laicos y radicales, durante la larga tramitación de la ley de instrucción primaria obligatoria a comienzos del siglo XX. Sostuvieron que no era necesario y que carecía de sentido incluir a todos en la cultura escolarizada. Que los padres debían decidir si mandar o no a sus hijas e hijos al colegio. Que enviarlos compulsivamente provocaría un exceso de jóvenes educados; la economía no podría absorber tal masa (semi)ilustrada. Al fin, se extendería el descontento y la lucha de clases y, con ello, la necesidad de la represión.
Hoy vemos que, de manera más sofisticada y tecnocrática y con un sesgo menos clasista, similares elementos vuelven a invocarse para contener y oponerse a la universalización de la educación terciaria. Quienes nacieron en la época en que el acceso a la universidad era una experiencia de élite, reservada a una minoría selecta -los herederos de la alta cultura los llama Bourdieu-, tienen dificultad para aceptar la masificación de esa experiencia y su progresiva desacralización y pérdida de efecto carismático. De allí, asimismo, su fascinación con universidades de nicho, altamente selectivas, situadas en los jardines del contrafuerte cordillerano, o con universidades mayores, pero igualmente selectivas a las cuales sólo acceden “los mejores y más brillantes” de cada generación. Universidades, por ende, portadoras de alguna distinción: de clase, mérito, sentido misional, sensibilidad estética, espíritu aristocrático o membresía en redes de élite.
Al contrario, la educación terciaria masiva es cualquier cosa, menos distinguida. Es numerosa, variopinta, sin drama, vulgar, hermana de la televisión abierta, cortada a la altura del “hombre medio”, como lo llamó Ortega y Gasset. No es portadora de señas de prestigio, carece de estilo, no se sujeta al canon de los grandes libros, es francamente utilitaria, atiende una demanda masiva; incluso suele acusársele de ser mesocráticamente “siútica”, como cuando se viste o viste a sus graduados de toga y birrete.
Contra ella, ¿qué se argumenta? Que produce un exceso de técnicos y profesionales (semi)cultos. Que los prepara para un mercado ocupacional ya saturado. Que forma un ejército potencial de desempleados. Que rebaja el estatus de las grandes profesiones. Que deteriora la calidad de los estudios superiores y condena a numerosos graduados a obtener un retorno negativo para su inversión educacional. ¡ Nihil novum… !
El error conservador reside en creer que la educación no tiene que ver con la dignidad de las personas, su identidad personal y proyectos, sino sólo con el homo economicus y la rentabilidad de sus inversiones. En confundir lo que es un derecho con una mera utilidad. En estimar que la alta cultura vale más por excluir que por ser inclusiva. Y que las masas, el hombre medio, debieran contentarse con una educación secundaria o capacitación laboral, sin aspirar a aquello que estaría por encima de sus posibilidades.
“El error conservador reside en creer que la educación no tiene que ver con la dignidad de las personas, su identidad personal y proyectos, sino sólo con el homo economicus y la rentabilidad de sus inversiones”.
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