Columna de opinión publicada hoy en la página de Educación de El Mercurio.
Dinero y educación
José Joaquín Brunner, El Mercurio, 4 de septiembre de 2011
Sin un esfuerzo sistemático y sostenido de política pública, los dineros fiscales terminan inexorablemente favoreciendo a jóvenes provenientes de los quintiles de mayores ingresos.
José Joaquín Brunner
Ahora que la fase más intensa de las movilizaciones estudiantiles podría dar paso a un proceso de negociación y acuerdos, es inevitable que comience también el reparto de dineros públicos.
A este respecto, es importante enunciar tres condiciones: (1) que por razones de equidad, la parte esencial de cualquier esfuerzo financiero adicional del estado se dirija a la educación temprana y el sistema escolar; (2) que en el caso de la educación superior, cuya función es inevitablemente selectiva, los incrementos se orienten ante todo a los estudiantes y, en lo demás, a prioridades, funciones, desempeños y resultados; (3) que respecto de unos y otros subsidios se proceda con máxima transparencia.
El primer enunciado es del todo evidente. El efecto desigual de la cuna sólo puede compensarse durante los primeros años de vida y a lo largo de la trayectoria escolar. Ya lo decía Rousseau: “Todo cuanto nos falta al nacer, y cuanto necesitamos siendo adultos, lo debemos a la educación”. En Chile el efecto cuna se reproduce básicamente por una insuficiente cobertura y calidad de los jardines infantiles y a través de colegios deficientemente financiados.
Esto lleva a que el sistema escolar sea incapaz siquiera de compensar parcialmente las desigualdades de origen sociofamiliar. Por lo mismo, allí debemos concentrar los aumentos del gasto público, aunque los niños y las familias pobres no estén protestando en las calles ni hayan sido invitados a la mesa del reparto.
En cuanto al financiamiento de la educación superior, sin un esfuerzo sistemático y sostenido de política pública, los dineros fiscales terminan inexorablemente favoreciendo a jóvenes provenientes de los quintiles de mayores ingresos. En efecto, una función clave de este sistema es precisamente seleccionar a las élites del ámbito profesional, de la cultura y las artes, la empresa y los negocios, el gobierno, las organizaciones civiles, las fuerzas armadas y la academia.
Su rol es administrar una suerte de competencia meritocrática, que bien sabemos no es pura, sino un reflejo de la cuna, el colegio y las redes socioeconómicas y culturales de la familia. La universidad distribuye marcas de distinción y estatus; confiere certificados de prestigio social; favorece a los herederos -esto es, a los hijos de la burguesía-, y activa en la sociedad el efecto Mateo, según el cual reciben más los que más tienen.
Pedir a la universidad que iguale oportunidades que el hogar y la escolarización niegan es una vana ilusión. Es no entender su papel en la sociedad. Por ejemplo, en Francia, con su vieja tradición de universidad imperial napoleónica, las grandes écoles entrenan y certifican a la nobleza de Estado, como llamó Bourdieu a este grupo privilegiado; en el Reino Unido, las universidades de tradición aristocrática del eje Oxbridge mantienen su carácter exclusivo de clase y alimentan culturalmente a las élites que reproducen; en EE.UU., las instituciones Ivy League no sólo son la cúspide del prestigio nacional, sino, crecientemente, el canal de acceso a las élites globales.
Incluso universidades públicas de prestigio, como la de Sao Paulo, en Brasil; Kaist (Korea Advanced Institute of Science and Technology), en Daejeon; las universidades imperiales del Japón; la Universidad Tsinghua y de Pekín, en Beijing; nuestras universidades de Chile y Católica (privada, pero subsidiada esta última) operan explícitamente como cúspide selectiva del sistema, consagrando en términos de distinción académica los procesos de reclutamiento de los grupos dirigentes.
De allí, también, la tercera condición enunciada: la necesidad imperiosa de transparentar -y someter a deliberación pública- los intereses en juego y a los grupos e instituciones que serán beneficiados (o perjudicados) por los subsidios que se acuerde otorgar (o negar).
“El sistema escolar es incapaz siquiera de compensar parcialmente las desigualdades de origen sociofamiliar. Por lo mismo, allí debemos concentrar los aumentos del gasto público, aunque los niños y las familias pobres no estén protestando en las calles ni hayan sido invitados a la mesa del reparto”.
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