Educación universitaria: el conflicto entre lo público y lo privado
Un aporte valioso al debate actual constituye el reciente libro sobre educación superior (editado por Carlos Peña y José Joaquín Brunner), a juicio del rector de la Universidad Católica, Ignacio Sánchez. La obra reúne los puntos de vista de una serie de autores en torno a tópicos como el rol del Estado, la cultura como bien público y la calidad de la educación universitaria.
Ignacio Sánchez D., Rector de la PUC, El Mercurio, 21 de agosto de 2011< /br>
Desde el Medioevo, el saber que cultivan las universidades ha sido entendido como un bien público, por lo cual las universidades, tanto públicas como privadas, han reivindicado para sí mismas la autonomía necesaria frente a todo tipo de poderes, eclesiales, estatales y también sociales. En este sentido, el bien público por excelencia es el cultivo del espíritu y del saber, a través de su transmisión y la búsqueda de un nuevo conocimiento que nos acerque a la verdad. Sin embargo, el concepto de “público” se habría ido formando de manera paulatina desde la aparición de la imprenta y la masificación de la palabra impresa.
Este es uno de los temas clave que aborda el libro editado por Carlos Peña y José Joaquín Brunner “El conflicto de las universidades: entre lo público y lo privado. La obra contribuye de manera importante a la actual discusión sobre educación superior, pues presenta antecedentes históricos sobre la evolución de las universidades en torno a lo público y lo privado, entregando información acerca de su coexistencia y, en ocasiones, sobre la cooperación de instituciones de diferente origen y propiedad.
Evolución histórica
Intensamente ligados a la constitución de los Estados modernos, los dos modelos modernos de universidad que se asociaron históricamente al Estado fueron el napoleónico (Francia) y el humboldtiano (Prusia). En ese contexto, el Estado fue visto también como un “letrado ilustrado” que debía velar por el buen gobierno y la formación ilustrada de los ciudadanos. La reivindicación del Estado no se funda en criterios de propiedad, sino en su función de dar gobierno e integración social a la población de su jurisdicción, y la función pública está más vinculada a la “inclusión social” y a garantizar el derecho a la educación antes que a cualquier otra consideración.
Si retrocedemos más atrás, las primeras universidades en el imperio carolingio y en la sociedad feudal surgen de escuelas preexistentes, la mayor parte de ellas de carácter eclesiástico. Luego de diversas experiencias, surgen espontáneamente las instituciones que llegarían a ser conocidas como universidades, como es el caso de Bolonia, París y Oxford. Todas ellas fueron previas al Estado, lo cual no significa que fueran privadas. Tenían un marcado sentido comunitario y estaban orientadas a los intereses generales. Lo que les confería su carácter público era el estilo de relación entre sus integrantes y la índole universalista de sus preocupaciones. Servían al bien público desde lo privado. Estas universidades consolidaron su autonomía y durante la Edad Media fueron gravitantes en lo cultural y político.
La asociación público-estatal nace más adelante asociada al Estado nacional. Se parte de la base de que existiría una identificación plena de intereses entre el Estado y la nación y entre ésta y la ciudadanía. En la época moderna, la Iglesia pierde fuerza y muchas universidades se vuelven laicas. Sus paradigmas pasan a ser las universidades prusianas y la universidad napoleónica. Su financiamiento proviene de autoridades centrales, regionales o locales. En el Siglo XIX son pocas las universidades con autonomía financiera, con lo que la mayoría se estatiza o nacionaliza y se transforman en un componente central del Estado-Nación. Al llegar a nuestros tiempos, los autores nos muestran cómo las universidades se han ido transformando según sus propietarios, por acción del Estado y también por iniciativas de la sociedad civil, ya sea de iglesias, núcleos regionales, grupos culturales y otros casos.
Tres etapas diferenciadas
De esta forma, se podría decir que las universidades han transitado por tres etapas claramente diferenciadas. En un comienzo, la universidad medieval tuvo un carácter público que derivaba de su arraigo en la sociedad y de su orientación hacia los intereses generales del saber. Es considerada pública porque se dirige al gran público y aspira a la independencia del poder. Luego, la universidad moderna reclama un carácter público a partir de su vinculación con el Estado, al que en ese momento se le asignan funciones ilustradas. Y, por último, la universidad contemporánea, que ya no se puede definir exclusivamente por su relación de pertenencia o relación con el Estado. La diversidad en la educación mejora los estándares de calidad, reafirma los valores democráticos y permite que la libertad de enseñanza sea elegida por los ciudadanos de la nación.
Las razones a favor de una preocupación preferente por las universidades estatales -dicen los editores del libro- no provienen del hecho de que ellas posean un vínculo privilegiado con lo público, sino que derivan de la necesidad político-cultural y del ideal democrático de no transformar a la educación superior en un mecanismo expresivo solo de intereses particulares. Esta afirmación es correcta, y requiere, eso sí, de la presencia de adecuados mecanismos de aseguramiento de que la gestión y la calidad del proyecto universitario se realicen con estándares de nivel internacional.
La experiencia en Chile
En el caso de Chile, ya en los inicios de nuestra vida independiente, en el proyecto constitucional de 1811 se consigna que los gobiernos deben cuidar de la educación, bajo la idea de que los ciudadanos se hacen libres por el saber. Faustino Sarmiento sostiene al respecto que “la educación no es una caridad, sino una obligación para el Estado, un derecho y un deber a la vez para los ciudadanos”.
La profesora Ana María Stuven explica que en Chile la discusión sobre la libertad de enseñanza y el Estado docente en el siglo XIX, más que orientada por reivindicaciones monopólicas del rol público-privado -ya que siempre convivieron y colaboraron ambos tipos de instituciones-, se produjo por la prioridad de la educación moral frente a la ilustrada (en el caso de los católicos), o de la ilustrada sobre la moral (en el caso de los liberales).
Temas como la educación y la cultura cobran gran relevancia a través del siglo XIX y son motivo de polémicas, como es la discusión sobre la libertad de enseñanza o el control de la educación por parte del Estado con la colaboración de los particulares, incluida la Iglesia. Con el tiempo, la Iglesia comienza a criticar al Estado docente y alega por la libertad de enseñanza. Con el fin de ayudar a una mejor comprensión de de esta controversia, Stuven expone el caso de dos importantes fundaciones en la década de 1880: la Universidad Católica y el Instituto Pedagógico. La educación entregada por las instituciones de derecho público, no estatales, continúa hasta hoy y participa de manera destacada de la instrucción superior en el país.
Cultura como bien público
En el tema de la educación y la cultura como un bien público, resulta muy iluminador el ensayo del profesor y sociólogo Pedro Morandé, quien sostiene que la cultura es, por su propia naturaleza, un bien público, en el sentido de que es un bien compartido, aunque desigualmente distribuido. Señala que para la cultura es más relevante la distinción entre lo particular y lo universal que la distinción entre lo público y lo privado. La institución universitaria busca integrar siempre la universalidad del conocimiento racional con la particularidad del punto de vista disciplinario.
Que la cultura y la actividad universitaria sean bienes públicos -explica- no significa que no está abierta la posibilidad para cada uno de sus integrantes de apropiárselos en forma individual o personal. A diferencia de los bienes materiales, los bienes espirituales pueden hacerlos suyos cada cual y no por ello arrancarlos del ámbito público.
Todos los autores coinciden en que no se puede identificar lo público y lo estatal, menos todavía con “propiedad estatal”. Pero, a su vez, todos reconocen que el Estado encuentra su legitimidad en la defensa y responsabilidad por el interés público, aunque no lo monopolice ni deba pretender hacerlo. Ello no es argumento, sin embargo, para que las universidades de propiedad del Estado pierdan a manos de éste su autonomía académica. Es muy importante destacar que si se pone esta exigencia para las propias universidades del Estado, con la misma razón debería extenderse el argumento respecto de las universidades públicas, no estatales.
Investigación y universidades complejas
Hay una tendencia mundial -dice Pedro Morandé- de que la tradición de la cultura y de la educación como bienes públicos comienza a privatizarse con la emergencia de las llamadas universidades de investigación, que tienen la capacidad de transformar el saber en información. También se las llama en Chile universidades complejas y, mayoritariamente, pertenecen al sector tradicional, derivadas de las ocho universidades originales (dos estatales) y seis de orientación pública no estatales.
En lo que concierne al progreso de la ciencia en nuestro país, no debiera existir la división entre lo público y lo privado, y los indicadores en torno a la investigación deben ser establecidos con claridad. Entre otros: proyectos concursables, publicaciones en todas las áreas del saber, formación de estudiantes de doctorado, innovación, emprendimiento y generación de valor -cultural y económico-, al servicio del desarrollo del país.
Las universidades llamadas privadas, en cambio, que permanecen en su mayoría como universidades esencialmente docentes o simples, están más cerca de las antiguas comunidades de maestros y discípulos de la tradición medieval, que consideraban el saber como un bien público compartido. Es justamente de lo anterior que surge la inconveniencia de definir a una universidad como pública o privada según su propietario.
Calidad del sistema
La discusión sobre la calidad de la educación universitaria en nuestro medio sigue siendo superficial e incipiente. Prácticamente se ha reducido a los rendimientos del aprendizaje y a la acreditación de las instituciones, lo cual no garantiza necesariamente la calidad educativa y de allí la importancia de profundizar en el tema.
En este sentido, es necesario rescatar el valor que tienen las universidades en la sociedad, ya que han pasado a ser uno de los escasos espacios culturales donde se ofrece al país un pensamiento crítico, profundidad de juicio y educación continua. Estas instituciones han tenido siempre la misión de cultivar el saber como bien público, crear nuevo conocimiento en todas las áreas del saber y transmitírselo a las nuevas generaciones para el desarrollo y la sustentabilidad de la sociedad.
En este tema, el profesor Atria habla de una “crisis de calidad” y también de equidad cuando señala los ejes críticos de las fases transicionales de la modernización en los sistemas de educación terciaria en el mundo desde el ángulo de su rápida masificación. Él establece cuatro fases en esta transición: la primera habla del sistema elitista, donde se observa un rezago frente al cambio social; la segunda fase la llama “primera ola de masificación”, donde los ejes críticos son el populismo en la oferta académica y el inicio de la crisis de calidad. La tercera fase se refiere a la “segunda ola de masificación” y en ella se refleja una crisis de financiamiento y de calidad y se inicia la nueva crisis de equidad. Por último, destaca una “crisis de equidad agudizada” y un problema de financiamiento.
Chile, como pocos países en el mundo, ha construido históricamente una cultura de gran colaboración entre lo público y lo privado en educación. No cabe duda de que, junto al contundente y valioso material que ofrece esta publicación, lo interesante de la misma es la invitación que ésta hace al diálogo y al debate en los distintos niveles de la sociedad involucrados en el tema de la educación superior en el país.
La nueva publicación
“El conflicto de las universidades: entre lo público y lo privado” (Ediciones Universidad Diego Portales) incluye textos de Raúl Atria, José Joaquín Brunner, Enrique Fernández, Óscar Espinoza, Luis Eduardo González, Manuel Krauskopf, María José Lemaitre, Daniel C. Levy, José Julio León, Pedro Morandé, Pablo Oyarzún, Carlos Peña, Elisabeth Simbuerger, Ana María Stuven y Gonzalo Zapata . La edición de esta obra de 460 páginas ($24.000), que se acaba de presentar, correspondió a Carlos Peña y José Joaquín Brunner.
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