Columna de opinión publicada en la página de Educación de El Mercurio, domingo 17 de abril de 2011.
Claroscuro del panorama educacional
El Gobierno, al entrar en contacto con los complejos problemas de la educación, ha aprendido a valorar las políticas y los esfuerzos que venían desplegando sus predecesores.
José Joaquín Brunner
El panorama educacional chileno se caracteriza actualmente por interesantes dinámicas de cambio y continuidad.
Por un lado, mejoran los resultados del Simce y en la prueba internacional PISA, como producto de una gradual transformación de las prácticas docentes, un mayor esfuerzo de los estudiantes y el positivo impacto de las políticas de reforma educativa impulsadas durante los últimos veinte años.
Por otro lado, se mantienen algunos problemas de larga data como el mal desempeño de los colegios en la enseñanza de la matemática y el mediocre rendimiento de los estudiantes de Pedagogía en el examen Inicia.
A muchos este diagnóstico de claros y oscuros les causa gran frustración. Sueñan con un mundo sublime donde los problemas desaparecen de golpe barridos por cambios fundamentales: del sistema, el modelo de gestión, la lógica o racionalidad subyacentes, etcétera.
Cuando el actual gobierno asumió la conducción de la reforma educacional, algunos de sus dirigentes e ideólogos anunciaron una revolución en esta área.
Imaginaban posible una ruptura de la continuidad socialdemócrata y un salto que permitiese superar de una vez los obstáculos más gruesos que, según ellos, aherrojaban al sistema escolar: el estatuto docente, la supervisión ministerial, la falta de información a los padres, etcétera. Quienes se preparaban para encabezar tal revolución deben sentirse profundamente desilusionados.
Por lo pronto, las políticas que tan duramente criticaban, y cuyo supuesto fracaso venían denunciando hace rato, empiezan a dar frutos justo ahora, cuando esperaban poder abandonarlas. Como reconoció el ministro de Educación con su habitual optimismo: “El éxito es compartido con la Concertación”. ¡Así sea!
De allí que este gobierno esté esforzándose al máximo para mantener la continuidad de las principales políticas que -con amplio acuerdo, por lo demás- aplicaba la anterior gestión, tales como la creación por ley de una agencia de calidad y de una superintendencia de educación; el incremento de recursos públicos destinados a la educación, especialmente mediante la subvención escolar preferencial, y la realización de los necesarios cambios en la formación de profesores a través de convenios de desempeño suscritos con las facultades y escuelas pedagógicas.
A su turno, e incrementalmente, el Gobierno ha ido agregando piezas al rompecabezas de la reforma, la mayoría de las veces aceptando plegar para ello sus propias banderas ideológicas, como la renuencia a usar el aparato ministerial para introducir programas de mejoramiento dentro de la sala de clase; o la aversión a aprobar regulaciones más exigentes para todo tipo de proveedores; o la resistencia a aumentar el gasto fiscal por alumno sin antes asegurarse radicales modificaciones en la gestión de los establecimientos.
Todo esto indica que el Gobierno, al entrar en contacto con los complejos problemas de la educación, ha aprendido a valorar las políticas y los esfuerzos que venían desplegando sus predecesores.
Al mismo tiempo, parece decidido a dejar atrás cualquiera pretensión de ruptura ideológica, sea en la dirección de una reforma educativa de inspiración neoliberal o una con sesgo neoconservador, las dos tentaciones de la derecha contemporánea cuando llega al Gobierno.
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