Ver la Cuenta de actividades CNA Chile 2007-2010, intervención del Presidente (i) Sr. Eugenio Díaz C. aquí 111 KB
Ver más abajo reflexiones de JJ Brunner sobre los procesos de acreditación en Chile, texto de la ponencia en el panel “Mecanismos de aseguramiento de la calidad y su articulación con otras políticas públicas en Educación Superior”, realizado en el marco del XV Seminario Internacional 2010 del Consejo Nacional de Educación, Hotel Intercontinental, Santiago de Chile, 28 de octubre de 2010.
Ver asimismo mis Palabras leidas durante la clausura de la gestión del Consejo Superior de Educación (CSE), 27 octubre 2010.
Comunicado oficial de la CNA
El martes 4 de enero, a las 09.00 hrs., se llevó a cabo en el Hotel Manquehue la Cuenta de actividades CNA-Chile 2007 – 2010.
El encuentro se inició con la presencia del Ministro de Educación, Sr. Joaquín Lavín Infante, quien entregó un reconocimiento a los miembros que han formado la Comisión durante este período.
Luego, el Presidente (s) de la Comisión Nacional de Acreditación, Sr. Eugenio Díaz Corvalán, entregó una cuenta de las actividades realizadas por CNA-Chile desde su instalación el 4 de enero 2007 hasta hoy.
Se revisó su instalación dentro del sistema de aseguramiento de la calidad, su participación dentro de las redes internacionales, el sistema de agencias y aquellos resultados de la actividad realizada en cuanto a procesos de acreditación.
Finalmente, el Jefe de la División de Educación Superior del Ministerio de Educación, Sr. Juan José Ugarte, entregó un mensaje de cierre.
Asimismo, en la actividad se hizo entrega de la Memoria Institucional de CNA-Chile y se presentó la nueva publicación de Ediciones CNA-Chile, “Buenas prácticas del aseguramiento de la calidad de la educación superior en Chile”.
Aseguramiento de la calidad: un salto adelante… ¿y luego qué?*
Versión editada de una presentación oral realizada ponencia en el panel “Mecanismos de aseguramiento de la calidad y su articulación con otras políticas públicas en Educación Superior”, realizado en el marco del XV Seminario Internacional 2010 del Consejo Nacional de Educación, Hotel Intercontinental, Santiago de Chile, 28 de octubre de 2010.
José Joaquín Brunner, Director del Centro de Políticas Comparadas en Educación (CPCE), Universidad Diego Portales
Quisiera partir diciendo que considero que la historia del establecimiento de un sistema de aseguramiento de la calidad en Chile es un extraordinario éxito. Creo que muchas veces perdemos perspectiva histórica en nuestros análisis; no nos damos cuenta del enorme esfuerzo de adaptación que ha tenido que hacer el sistema de educación superior para introducir como elemento legitimo en las políticas, tanto de las instituciones como del sistema nacional, esta innovación que representa la instalación de un sistema de control de calidad con evaluación externa, juicio de pares y acreditación.
Recuerdo bien los inicios del Consejo Superior de Educación (CSE) y de la Comisión Nacional de Acreditación de Programas de Pregrado (CNAP). Recuerdo las conversaciones de quienes entonces estábamos involucrados en ambos organismos con académicos, y particularmente con autoridades de instituciones de educación superior del país. Solamente poniendo aquellas conversaciones como parámetro puede apreciarse hoy la enorme transformación que se ha producido.
De las primeras conversaciones con instituciones pertenecientes al grupo de las llamadas universidades tradicionales, evoco las reacciones de absoluta sorpresa y disgusto frente a la idea de evaluación externa y mucho más de acreditación. Nos decían: “¿Pero cómo se le ocurre a usted que una universidad con 150 años de historia va a ser acreditada? ¿Y por quién en este país?”. Otra universidad de prestigio reclamaba diciendo: “Si nosotros reunimos a los mejores profesores, ¿quién entonces podrá venir y juzgar si lo hacemos bien o mal?”. No se le pasaba por la mente que universidades como Harvard, Yale o Stanford hacía décadas que se debían acreditar. A este propósito se me viene a la memoria un discurso del rector de la Universidad de Yale en China, de más o menos la misma época, donde señalaba que uno de los factores que explicaba que su universidad fuese una de las más prestigiosas del mundo era justamente el hecho de que llevaba décadas acreditándose y aprendiendo de la acreditación cuáles eran los problemas que debían enfrentar y cómo mejorar”.
Evoco también nuestras conversaciones con los rectores de las primeras universidades privadas que habían surgido en los ochenta y a comienzos de los noventa, diciendo: “bueno, acá una vez más está la vieja tradición estatista, intervencionista, queriendo meter las manos en la propiedad ajena, ¡mi universidad!; queriendo regular al mercado porque no confían que éste producirá automáticamente el efecto que ustedes equivocadamente quieren imponer con la intervención del Estado. El mercado eliminará automáticamente a las instituciones de mala calidad”, nos decían, sin reparar que para entonces Brasil y Colombia llevaban ya un buen tiempo con sistemas de mercado y con una fuerte explosión de instituciones—que a veces los colombianos llamaban “universidades de garaje”—y ninguna había desaparecido. Esto a pesar de que varias eran no solo de mala calidad sino que pésimas, y que no había razón alguna que justificase la mantención de este tipo de universidades,
Si se consideran las ideas de pensadores liberales clásicos como el filósofo y economista John Stuart Mill—quien sostenía que en realidad el mercado para este tipo de servicios posee enormes fallas causadas por asimetrías de información y se prestaba por eso al engaño y la estafa—podrá apreciarse los rectores del sector universitario privado no reparaban, en aquel momento, cuán ingenua era su posición frente a la mano invisible y que el asegurar la calidad era una necesidad de bien público, por lo cual cabía aceptar lo antes posible esta innovación.
Al observar veinte años después—que para estos efectos, en la larga historia de las instituciones de educación superior, es un período extraordinariamente breve, como un segundo en la trayectoria de ocho o nueve siglos de la universidad—uno se ve llevado a preguntar: ¿Quién osaría hoy a repetir estos argumentos, que una universidad tradicional y prestigiosa no puede ser evaluada o qué una universidad privada no tiene por qué aceptar que el Estado se entrometa en sus asuntos, o que al hacerlo éste estaría lesionando la libertad de mercado y la propiedad privada? Pienso que nadie razonable diría ahora algo así. Ni he escuchado—y escucho mucho a mis colegas rectores y vicerrectores—quien ose decir algo de esta naturaleza. Esto significa que, efectivamente, hemos hecho un enorme proceso de aprendizaje en estos veinte años.
No se ha creado—como a veces se dice con exagerado optimismo—una cultura de la evaluación. Las culturas son más complejas y para llegar realmente a transformar patrones de comportamiento y valores que orientan a las personas y las instituciones, se requiere mucho más que veinte años. Pero a lo menos se ha hecho un significativo aprendizaje. Y se acepta hoy, como algo absolutamente necesario, legítimo y positivo para la sociedad chilena, que exista este tipo de dispositivos, procedimientos y procesos de control de la calidad. Este cambio representa también, desde otro punto de vista, algo muy interesante: una verdadera innovación en el campo de las políticas públicas, dentro de un sistema que—mirado en perspectiva histórica—a lo largo del siglo XX no tuvo ni a un Estado, ni a un Ministerio de Educación, ni a una agencia pública autónoma frente a la cual las instituciones de educación superior tuviesen que dar cuenta y responder.
Efectivamente, en Chile compartimos la tradición común latinoamericana de creer que la autonomía de las instituciones universitarias nos viene de Europa. Pero ciertamente, de la manera como aquí se entiende, ella no proviene del viejo continente. La autarquía de las instituciones, donde los intereses corporativos de éstas dominan sobre el sistema de educación superior y el Estado—y así fue en América Latina a lo largo de buena parte del siglo XX; es decir, el Estado era un financiador benevolente, una especie de patrón o mecenas de las universidades como antiguamente habían sido los reyes o la Iglesia, que les entregaba recursos sin condición ninguna-.digo, esa autarquía es un invento propiamente latinoamericano.
Permítanme aquí abrir un paréntesis. Recordaré siempre uno de mis primeros shocks de realismo político. Siendo yo muy joven, académico y asesor o asistente del rector Fernando Castillo, fuimos a visitar al ministro de hacienda de aquella época, que era un hombre interesante, obrero, sacrificado luchador, dirigente sindical, militante del partido comunista. Íbamos a verlo para negociar la deuda previsional de la universidad, que se volvía cada año más abultada. Al saludar a don Fernando, el ministro de le dice: “estimado rector, sé bien a lo que usted viene. No se preocupe del vil dinero; ese problema está solucionado. Y ahora hablemos de educación, que es lo que importa”. ¡Qué duda cabe! Aquella fue la época de oro de las universidades chilenas. Al día siguiente el ministro ordenó echar a andar la máquina de hacer dinero del Banco Central, aunque la inflación ya a esa altura era un serio problema para la economía chilena, y de esa manera el déficit de la universidad quedó resuelto, literalmente, como por arte de magia…
Cuando actualmente algunas universidades estatales sueñan con un modesto ‘nuevo trato’ con el Estado no pueden aspirar a la maravilla que representaron aquellos años, fines de los sesenta y comienzos de los setenta. Entonces ocho universidades—que agrupaban a algunos decenas de miles de estudiantes, 5% a 7% de los jóvenes en la edad de cursar estudios superiores—llegaron a percibir el equivalente a un 2% del producto nacional. Y aún así generaban un déficit presupuestario del cual el Estado, como vimos, se hacía cargo generosamente. Es bien sorprendente, pienso yo, que aun existan quienes recuerden esta etapa de la historia universitaria—fascinante, sin duda, por tantos conceptos—como la más equitativa, cuando en realidad fue de todo menos equitativa.
El Consejo Superior de Educación, con todas sus limitaciones, y luego las comisiones de acreditación, representaron por primera vez en Chile, en un siglo, la existencia de organismos que, a nombre del Estado, tenían la facultad de pedirle a las universidades que dieran cuenta de su calidad. No nos damos cuenta de la enorme transformación que esto significa y por qué, desde el punto de vista universitario, más allá de las pasiones ideológicas, hubo resistencia para aceptar esto. Porque efectivamente significaba cambiar el contrato tácito entre las instituciones de educación superior y el poder público del Estado que en una democracia representa la voluntad general, el interés general y el bien social. En cualquiera parte de Europa, desde el tiempo de las primeras universidades modernas—me refiero a la Universidad de Berlín de 1810, o al modelo de la universidad napoleónica, de 1806 si mal no recuerdo—fue totalmente claro que las universidades tenían que dar cuenta ante el Estado y tenían su primera responsabilidad con la sociedad a través del éste. Cuando decimos que en América Latina heredamos el modelo humboldtiano y el modelo napoleónico, efectivamente heredamos ciertos elementos de ambos, pero dentro de una concepción completamente distinta. En efecto, las instituciones podían sostener en América Latina: “Somos irresponsables, en el sentido más propio de la palabra, respecto del Estado y de la sociedad; somos un gremio corporativo, académico, que maneja sus propios asuntos con total libertad”.
Finalmente esto ha cambiado. Y creo que para bien. Pienso que los impactos derivados de este cambio son notables también. Efectivamente, en el sistema y en las instituciones se han estado produciendo grandes cambios, que operan de las maneras más inesperadas muchas veces. Basta ver lo que ha ocurrido con las pedagogías en Chile durante el último año. Nada más bastó con el anuncio de que iba a haber una acreditación obligatoria de las carreras, para que se desencadenara una serie de procesos autocorrectivos. Esto es efectivamente muy notable. Quienes conocen y han visto lo que está ocurriendo en unas nueve universidades chilenas de todo tipo, con cambios de autoridades, con cambios de currículos, verdaderas intervenciones por parte de las rectorías de sus facultades de educación. ¿Por qué ocurrió esto ahora? ¿Por qué estas universidades, que se supone tienen un fuerte sentido de la gestión de su propia calidad y de su autoevaluación no reaccionaron antes? ¿Acaso no sabían que sus facultades de educación tenían grandes problemas? ¿Vinieron a descubrirlo recién ahora, con exámenes como el INICIA? ¿No se habían dado cuenta los rectores que cuando el Ministerio de Educación, hace cinco u ocho años, hizo un llamado a que instituciones externas se hicieran cargo de trabajar con los 100 colegios en situación más crítica de Santiago, los más vulnerables, con los peores resultados del SIMCE, se presentaron solo tres facultades de educación, de las cerca de cuarenta que existían en ese momento, dando cuenta de la total irresponsabilidad con que podían actuar las universidades, incluso aquellas financiadas por el tesoro público? ¿Cómo si no entender la mezquina respuesta de las facultades de educación ante un desafío que tenían el imperativo moral de asumir?
En realidad, nada de esto era desconocido para las universidades. Lo que había era una inercia completa, un conservadurismo total y una falta de decisión y voluntad para actuar sobre las facultades de educación. Nada más que la señal de que esto iba a entrar bajo la lupa más cercana de la agencia acreditadora significó que se empezaran a producir cambios.
Por cierto, no todas son buenas noticias y señales tan positivas como las que he reseñado hasta acá. También el sistema tiene sus problemas. Creo que uno de los mayores, tanto en Chile como en otras partes del mundo, y aquí no solamente hablo de América Latina, es la tendencia hacia la burocratización de estos procesos. Es decir, el que estos procesos tiende fácilmente a transformarse en una rutina cada vez más detallada donde se busca cuantificar, de manera cada vez más exacta, un conjunto de procesos que todos sabemos son de una enorme complejidad y multidimensionalidad. Esto conduce a unos informes de autoevaluación y de evaluación externa que en la práctica resultan ilegibles o ininteligibles; tan llenos se encuentran de números y fórmulas—a veces sin sentido alguno—que a ratos parece buscarse reducir la riqueza de la vida intelectual e institucional a unos pobres indicadores de producción y productividad.
A este tipo pertenecía el informe que me correspondió conocer y estudiar hace unas pocas semanas, en un país de nuestra región latinoamericana: tenía 400 páginas, alrededor de 75 tablas estadísticas y yo pensaba, “esto es una locura”. Y la universidad que así se había autoevaluado, y que se daba cuenta de que esto era una locura, decía: “Y qué puedo hacer yo, si la agencia acreditadora esto es lo que me exige”. Observen ustedes los nuevos criterios, parámetros y preguntas que se van agregando a cada uno de estos ejercicios. Y, efectivamente, en cada ejercicio verán que las agencias, por una tendencia espontánea de las burocracias que son expansivas, tienden a generar más y más reglamentación, a exigir más y más datos, muchas veces sin considerar si todo este detalle realmente conduce a una mejor comprensión y permite, o no, formarse un mejor juicio evaluativo. Siento que en Chile también corremos este peligro.
La idea original del movimiento evaluativo era tener exámenes externos centrados en una suerte de auditoría académica, preocupada de establecer si realmente la universidad tiene, ha puesto en marcha, vigila y cuida bien sus propios mecanismos de control y gestión de la calidad, de autoevaluación y de evaluación para la creación de nuevos programas, así como para el cierre de los programas que no están funcionando, entre otras cosas. Si nos focalizáramos en eso, efectivamente uno podría tener ejercicios bastante más livianos y menos burocratizados de los que estamos creando.
Otra amenaza inminente que enfrentamos en nuestro sistema de educación superior es el impulso hacia lo que llamaré el modelo ideal “cinco por siete”: cinco áreas acreditadas por siete años. En el lenguaje chileno éste parece representar el óptimo, el máximo. Este por tanto es el paradigma. Cualquiera universidad tendría pues que aspirar a ser acreditada en todas y cada una de las cinco áreas y por el máximo tiempo que admite la ley: 5 x 7. Tal sería, empieza a decirse, e incluso a insinuarse por parte de la Agencia, el desiderátum. Por el contrario, se trata de una profunda distorsión. Primero porque no todas las universidades debieran y pueden aspirar al 5 x 7. Las universidades que han tenido y tienen subsidio del Estado durante largos períodos para desarrollar capacidades de investigación y programas de posgrados, evidentemente deben ser evaluadas y acreditadas, también, en estos aspectos. Pero no todas las instituciones, en ningún país del mundo, ni en el más poderoso que es Estados Unidos, pueden aspirar a ser, o son, research universities. Estamos creando la absurda idea, con el nivel de ingreso per cápita que tiene Chile, de que todas sus instituciones—para ser llamadas universidades—necesitarían ser instituciones de investigación. ¿Por qué? Porque según el criterio decimonónico no hay universidad propiamente tal si no cumple con desarrollar la santísima trinidad de las funciones de investigación, docencia y extensión. Lo cual, bien lo sabemos, es simplemente absurdo. Un 90% de las instituciones universitarias de América Latina, que son más de 3.000, son instituciones pura, mera y exclusivamente docentes. Y esto es lo que serán, y pueden ser, durante los próximos 100 años. ¡Lo demás es retórica!
Entonces ¿cuál es el propósito de estar empujando —incluso oficialmente— hacía ese modelo? Hace poco tiempo atrás, la Comisión Nacional de Acreditación señalaba en su cuenta anual que uno de los problemas es que en Chile no todas las universidades están alcanzando los años de acreditación esperables en las cinco áreas. Luego procedía a hacer un ejercicio donde se multiplicaba el número de áreas acreditadas por las distintas universidades por el número de años acreditados; es decir, la que tiene tres áreas acreditadas por siete años, tiene 21 puntos. Quien acredita las dos obligatorias por tres años tiene 6 puntos y, entre 21 y 6 puntos, efectivamente hay una brecha grande que podría parecer una brecha de calidad. Mas no necesariamente lo es, pues estamos comparando instituciones que son inconmensurables y que no están llamadas a regirse por el mismo paradigma. Con esto, entonces, empezamos a poner en cuestión nuestro propio sistema de acreditación, porque en el fondo estamos transmitiendo la señal de que ella no existe para garantizar públicamente los estándares que una sociedad y una comunidad inter-subjetivamente determinan para las disciplinar y profesiones a través del debate, si no que sería un mecanismo burocrático para medir a las universidades de cara a un modelo único, administrativamente determinado.
Así, sin darnos cuenta, estamos transformando la acreditación en base para una especie de ranking oficial; una especie de acreditación de cotas máximas, que mostramos como el patrón que todas las instituciones deben alcanzar. Ello distorsiona la idea original de nuestro esquema de acreditación, el cual—por operar dentro de un sistema sensible a las demandas e intercambios de los mercados, como es el sistema chileno—tiene por función primera evitar el problema de la estafa, como lo plantea Stuart Mill. Su desafío por tanto no es validar un máximo común y uniforme si no garantizar estándares mínimos de calidad que todas las instituciones de educación y terciaria tienen que satisfacer.
Por encima de esos mínimos, y a medida que nuestro sistema se vaya volviendo más maduro, aceptará que hay calidades distintas, como supongo que las hay en Estados Unidos entre la Universidad de Harvard y la Universidad de Topeka, Kansas; o entre el MIT y los community colleges dedicados a las tecnologías. Hay allí pues diferencias de calidad y esto es socialmente aceptado, a condición de exista información suficiente y efectivos mecanismos de control y acreditación.
Finalmente, me referiré aquí a problemas que se generan en el ámbito de la entrega de información. Porque, debo decirlo de inmediato, hasta aquí no hemos encontrado un adecuado e imprescindible balance entre acreditación e información. Es una de las condiciones para el buen funcionamiento de un esquema de aseguramiento de la calidad que no hemos logrado todavía. Aun no tenemos un estatuto de obligaciones de informar para las instituciones y éstas informan poco y mal. Nadie sabe lo que una universidad tiene que informar públicamente en su sitio. Y eso debiera existir. A las instituciones de educación superior hay que arrancarles la información en ciertas áreas, como cuáles son sus tasas reales de deserción, o cuál es su movimiento financiero real. Las universidades estatales del Consejo de Rectores suelen decir: “Nosotros informamos al menos el balance presupuestario anual en un diario de circulación nacional una vez al año”. Pero esto, comparado con lo que tiene que informar una sociedad anónima abierta que es responsable frente a sus accionistas, los que en el caso de las instituciones universitarias son la sociedad y el Estado, es realmente poco. No es una información efectiva; no es ninguna información que valga la pena. Lo que informan las universidades privadas es todavía menos, si acaso cabe. Consideran cualquier aspecto de su marcha como un secreto estratégico para la competencia y, por eso, se resisten a informar sobre cuestiones que en otras partes del mundo—y por cierto en el caso de las empresas privadas comerciales—son consideradas de responsabilidad pública. Y deben por lo mismo informarse.
En suma, no hay información ni trasparencia en el mercado de la educación superior; al menos no en la cantidad y de la calidad necesarias para evitar el “efecto J.S. Mill” de la estafa.
Un llamado final de atención. Creo que estamos frente a una amenaza inminente, que de materializarse podría terminar distorsionando y probablemente destruyendo el delicado balance que debe existir entre información y acreditación. El Ministerio de Educación acaba de anunciar el otro día que el Presidente de la República estaría muy interesado–¡y por eso vamos a hacerlo!—en entregar la información, para cada universidad y cohorte de graduados, de las remuneraciones que obtienen los respectivos graduados de 40 diferentes carreras en el mercado laboral. Todo esto bajo el supuesto, supongo yo, que dar a conocer las remuneraciones de los profesionales por universidad sería un fiel reflejo, y el más cercano indicador posible, de la calidad de cada institución. ¡Money talks!, cómo no…
No parecen reparar nuestras autoridades en los problemas que esta medida podría acarrear.
Primero, no hay país en el mundo, que yo conozca, que dé a conocer universidad por universidad, año a año, las remuneraciones que gana un profesional en cualquier carrera para el primer año o para el quinto año después de haber ingresado al mercado laboral. En Estados Unidos suele hacerse para el caso de los MBA, por algún diario que de esta manera procura dar mayor visibilidad a sus rankings. Y algo pareció se hace también en América Latina. Mas esta práctica no se ha extendido al conjunto de las carreras profesionales; ni siquiera a un grupo de ellas.
Por lo demás, el supuesto de una estrecha asociación entre calidad institucional de la carrera adquirida y nivel de remuneración obtenido en el mercado laboral es, como bien sabemos, perfectamente discutible. Así lo muestra una abundante literatura y la evidencia acumulada. Si hay algo complejo es la determinación de la remuneración que ganamos las personas en el mercado laboral. Sabemos que tiene que ver con nuestro origen socioeconómico, cultural, y por tanto con los niveles educacionales y de ingresos de la familia en que nacemos. En seguida, con la trayectoria escolar y el tipo de colegio al que fuimos. Luego con el puntaje que obtuvimos en la Prueba de Selección Universitaria, el cual se halla altísimamente correlacionado con los dos elementos anteriores (cuna y trayectoria escolar). Además tiene que ver con el tipo de universidad a la que fuimos, su prestigio, su reputación, su tradición. Y también con las redes sociales—de apoyo y contacto—a las que podemos recurrir al momento de ingresar al mercado laboral. Súmese a todo esto una serie de otros factores propios del mercado de trabajo: características de los mercados específicos en términos regionales y de género, edad de la persona, condiciones del ciclo, prestigio relativo de las ocupaciones, etc.
Dicho todo esto, y aún sabiendo la debilidad del supuesto de una asociación estrecha entre salario y calidad de la carrera-—porque hay decenas de estudios que así lo muestran— ¿qué es lo que va a aparecer en la prensa al día siguiente de publicadas las remuneraciones promedio de distintas carreras y universidades? Obviamente, aparecerán arriba, y serán aplaudidas como nuestras mejores universidades, aquellas que reciben a una mayor proporción de alumnos de colegios privados pagados, que son más selectivas, en general más caras, en lo habitual por tanto aquellas que forman a “los herederos”, según los llamaba Bourdieu. Al contrario, en la parte baja de este ranking, y estigmatizadas en consecuencia, aparecerán las universidades estatales regionales de menor desarrollo relativo y las instituciones privadas nuevas que se dedican a formar a los jóvenes provenientes de hogares de menores recursos. El sentido social y compromiso ético de las instituciones que atienden a la primeras generaciones que en su familia acceden a la educación superior serán castigados por este curioso ranking que, en cambio, premiará, ¡una vez más!, el efecto Mateo, a los hijos de la burguesía capitalina, el “espíritu de cota mil” y el brillo áureo del dinero…
Una vez que se publique este ranking del dinero, nadie pensará que se trata apenas de un reflejo más del origen social de las personad y de la trayectoria de los alumnos que conduce hacia la PSU. No se atenderá al hecho que los mercados laborales según región son completamente distintos unos de otros; no se dirá que no hay cómo comparar una universidad de donde egresan 300 abogados en un año con otra que gradua a diez o veinte.
En fin, se terminará con un nuevo semáforo, exactamente igual al del SIMCE, plagado de los mismos problemas, errores y capacidad de dañar a las instituciones y familias que no pertenecen a las clases ilustradas de nuestra desigual sociedad.
0 Comments