Intervención preparada para el panel de cierre del 1er Congres Interdisciplinario de Investigación en Educación y 2º Congreso Nacional de Investigación en Educación Superior, Hotel Crown Plaza, Santiago de Chile, 1 octubre 2010.
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A cada rato escuchamos decir: nada hay más importante que la educación para el desarrollo nacional, la competitividad de nuestra economía, la equidad social, la vitalidad democrática, el fortalecimiento de la sociedad civil y la participación en los flujos de información, conocimiento y tecnologías.
Estos enunciados son compartidos, además, casi universalmente: por gobernantes y políticos a lo ancho del espectro ideológico, premios Nobel de economía, dirigentes gremiales, organismos del empresariado, banqueros, editores de medios y representantes de las iglesias.
¿Quién, en efecto, osaría disentir? Son enunciados que se reclaman como evidentes no solo a la luz de las ciencias sociales sino de aquello que se dice: “es de suyo evidente” al amparo del sentido común.
¿No debiéramos sentirnos satisfechos, incluso orgullosos, nosotros, los investigadores del campo de la educación? ¿Acaso no tenemos derecho a revindicar—a lo menos una pequeña parte—de esta victoria, la de el haber convertido en consenso el valor trascendente de la educación y su prioridad social y política?
Mi respuesta es que conviene ser cautelosos.
A lo largo de los últimos siglos, la educación ha dado continuamente que hablar de sí. En 1762, un intelectual alemán—Melchior von Grimm—anotaba en su diario: “La moda de este año es escribir sobre problemas de educación”. No cabe duda: la retórica que acompaña a nuestro campo de investigación ha sido siempre superlativa. La ley general de educación de Austria de 1774, en tiempos de María Teresa, declaraba por ejemplo que “la educación de los niños de ambos sexos es la base de la felicidad de la nación”.
Hoy seguimos diciendo lo mismo de la educación, solo que ahora con foco en la economía. Se dice, por ejemplo, que ella es la base del crecimiento y condición para aumentar la productividad de las personas. Lo mismo declaran sucesivos informes sobre Chile del Banco Mundial y la OCDE de los últimos diez años. Y lo repiten reputados economistas, analistas de riesgo y expertos en estrategias de negocios que nos visitan. Todos lo afirman rotundamente, como si fuera “de suyo evidente”.
Aceptemos por un momento que estos asertos son válidos (y hay muchos, incluso entre los economistas, que dudan de que así sea). ¿Cómo entender, entonces, que exista tal distancia entre el dicho y los hechos? Si la prioridad es tan alta y el consenso tan amplio, ¿cómo se explica que Chile sea uno de los 10 países del mundo con un menor gasto público en educación superior en relación al PIB?
¿Y cómo entender que nuestro país gaste por alumno de enseñanza primaria, menos de un tercio que el promedio de los países de la OCDE, en dólares con poder de compra equivalente? ¿Y qué decir del hecho que entre las 10 profesiones universitarias con menor ingreso promedio al 5º año de la titulación, 8 pertenezcan al área de las pedagogías?
Dicho en breve: la importancia declarada de la educación es algo bien distinto de la importancia real otorgada a la educación por la sociedad y el estado. Y los investigadores educacionales no tenemos motivo para sentirnos satisfechos.
II
A su turno, la propia investigación educacional—esto es, nuestro campo de trabajo académico y profesional—es expresión también, en sus fortalezas y debilidades, de esta separación entre discurso e implementación. Todavía hasta una década atrás, la inversión pública—a través de los fondos concursables de Conicyt en nuestro campo de investigación—era mísera. Casi no había becas disponibles—y pocos postulantes calificados también, hay que decirlo—para cursar estudios de doctorado en educación en el extranjero. Los proyectos eran pocos, simples y de bajo costo. Esto, luego de que durante el Gobierno Militar, e incluso antes, las llamadas “ciencias de la educación” y demás disciplinas que concurren a este campo de estudio, habían sido sistemáticamente perseguidas o postergadas por las políticas gubernamentales.
Recién durante los últimos años ha habido algunos tímidos progresos, especialmente a través del Programa de Investigación Asociativa en dos de sus vertientes: la de Centros de Investigación Avanzada en Educación y la de Anillos de Investigación en Ciencias Sociales, con su doble entrada para proyectos disciplinarios y orientados hacia las políticas públicas.
Que hoy estemos reunidos en nuestros dos Congresos de investigación en educación y educación superior; que se hayan establecido unos pocos centros especializados; que estén desarrollándose algunos pocos programas de formación avanzada en el país y se cuente con becas para estudios doctorales en el extranjero, no debiera crear un espejismo entre nosotros y la ilusión de que hemos ingresado a una nueva etapa. Permítanme hacer de “abogado del diablo”.
Primero, los recursos destinados a la investigación educacional, un sector en el cual el país gastará el próximo año más de 10 mil millones de dólares según el presupuesto de la nación dado a conocer anoche por el Presidente de la República, siguen siendo mínimos.
Segundo, las autoridades responsables no han aclarado hasta ahora si el financiamiento comprometido en centros de excelencia y programas Anillo de educación fue una inversión por una vez o es el comienzo de una política de mediano y largo plazo que permita consolidar las iniciativas creadas e incorporar a nuevos actores. Es decir, no hay una definición de política para este campo que garantice su sustentabilidad y desarrollo.
Tercero, las oportunidades para jóvenes doctores de poder iniciarse como investigadoras e investigadores educacionales son estrechísimas. De los 168 proyectos FONDECYT de iniciación en la investigación que se acaban de adjudicar, sólo 6 corresponden a educación, los que reciben 2,4% del total de recursos asignados. Peor aún, si cabe, es la situación de las becas de postdoctorado: en el concurso reciente, no se otorgó ninguna a nuestro campo. Entre las 90 becas distribuidas, sólo cuatro corresponden a las áreas de ciencias sociales y humanidades.
Cuarto, suele decirse que el problema reside en que la investigación educacional no es competitiva en los términos de las métricas—de publicaciones y su impacto—que utilizan las disciplinas de las ciencias básicas. Lo cual claramente es así. En efecto, hay centenares de estudios que muestran las diferencias en la organización epistemológica de las disciplinas, en sus modos de producción y de comunicación del conocimiento producido y en las formas en que impactan en el campo de los pares y en la sociedad. Hasta ahora, sin embargo, se ha querido imponer a la investigación educacional (y, en general, de las ciencias sociales y humanidades) un paradigma de medición que las desfavorece frente a otras disciplinas y que, incluso, puede distorsionar el carácter de su misión y su función en la sociedad.
Quinto, aún más evidente se vuelve lo anterior cuando se trata de proyectos de investigación educacional orientados a las políticas públicas. Allí hacen crisis los tradicionales términos de referencia empleados en los proyectos disciplinarios de interés estrictamente académico; se torna más difícil saber qué se quiere y puede esperar de estos proyectos; cómo evaluar la transferencia de conocimientos hacia las instancias del gobierno y la sociedad civil, y cómo medir su impacto en la esfera de la deliberación pública.
En suma, si se me permite formular una sugerencia, pienso que debiéramos encomendar a los organizadores de este evento que, en vistas del próximo Congreso de 2012, creen un “grupo de tarea” encargado de elaborar propuestas frente a estos asuntos y de presentarlas a los órganos técnicos de Coniyct y a las autoridades políticas, de modo tal que se pueda crear un nuevo y más adecuado marco para la evaluación de proyectos y de sus resultados en el campo de la investigación educacional. En paralelo, pienso que se deberían aumentar sustancialmente los recursos del Fondo Nacional de Investigación y Desarrollo en Educación que, de manera de poder financiar un mayor número de proyectos—y también proyectos de mayor envergadura—que contribuyan al mejoramiento de la educación, abarcando desde el diseño de políticas educacionales hasta el nivel de las prácticas pedagógica en la sala de clases.
III.
Lo que me lleva al último aspecto que quisiera brevemente explorar; el de la relación entre investigación educacional y políticas públicas, tema que ha estado continuamente presente en los debates nacionales e internacionales de las asociaciones y redes de investigación educacional.
Los investigadores tenemos el deseo y la pretensión—no todos ni siempre, pero una mayoría y frecuentemente—de que nuestras contribuciones al conocimiento sean, a la vez, aportes para el debate público, el diseño y la decisión de políticas. Incluso Bourdieu, que parecía tan ajeno a los compromisos mundanos que impone la política, dirigió una comisión presidencial en los años 80 que entregó al gobierno de Francia unas “Proposiciones para una educación del futuro”, si no recuerdo mal el nombre de aquel informe.
Pues bien. Más allá de los temas habituales sobre este complejo vínculo entre investigación y política—las dificultades de transferir conocimientos, los ruidos de todo tipo en los canales de comunicación, los filtros ideológicos, los tiempos de producción versus los tiempos de decisión, la cuestión de los lenguajes esotéricos de la academia y su procesamiento burocrático, etcétera—quiero detenerme en una sola cuestión; la cuestión de la utopía cientificista.
Habrán visto ustedes que en varios países desarrollados se viene hablando últimamente de “políticas basadas en evidencias”; naturalmente, se quiere decir la evidencia científica o proporcionada por la investigación. Tan lejos ha llegado esta idea, que el Departamento de Educación del Gobierno de los EEUU creó en 2002 una unidad llamada “What Works Clearinghouse”, que se presenta en la Red como “una fuente central y confiable de la evidencia científica sobre qué sirve, funciona o produce resultados en educación”.
La idea es que hay unos flujos de evidencia producidos por la investigación que, cuidadosamente seleccionados por grupos de meta-investigadores y burócratas, pasarían a formar parte de un depósito del conocimiento disponible para orientar políticas, justificarlas, estructurar sus objetivos y determinar sus medios.
¿Qué funciona, entonces? Aquello que la evidencia muestra es más eficaz o representa una mejor práctica. Ejemplos: N número de alumnos por profesor, X cantidad de gasto por alumno, tal método de enseñanza de la lectura, este tipo de liderazgo escolar, aquel modo de evaluación de profesores, y así por delante.
Cito estos ejemplos concretos nada más que para mostrar cómo esto no puede funcionar. Porque, como bien sabemos, frente a cada uno de estos asuntos—y mucho más todavía en otros de mayor complejidad—hay evidencia discrepante cuando no contradictoria. Y, más encima, hay lecturas e interpretaciones diversas de la evidencia disponible y una multiplicidad de dudas sobre la relevancia de ella para diferentes sistemas nacionales, cada uno dotado de su propia trayectoria y en una etapa muy distinta de desarrollo.
En cambio, la utopía cientificista arranca del supuesto de que la evidencia es unívoca, transparente y contundente. Descansa en la creencia de que es posible y necesario sustituir la deliberación racional de la sociedad, los conflictos y acuerdos entre fuerzas políticas, la articulación de intereses, los acuerdos ideológicos, y las decisiones siempre inestables de la política democrática, por un conocimiento tan perfecto y depurado, tan seguro y certero, tan concordante e imperioso, que se impone por sí solo—“de suyo”—a los actores en pugna, los que no tendrían más opción que dejarse llevar por la evidencia.
Esto nos conduciría entonces, ingenua pero felizmente, a un gobierno regido por la Razón, o algo muy parecida a ella; sería el gobierno basado en evidencias que inspiran soluciones correctas y consagran las mejores prácticas.
Concluyo diciendo esto.
El día que lleguemos a aceptar que la política educacional y las prácticas de enseñanza y aprendizaje pueden funcionar de esta forma, estaremos un paso más próximos a quedar encerrados en la “jaula de hierro” que Max Weber en su tiempo anticipó como el mayor riesgo que podía amenazar el futuro de las sociedades modernas.
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