Columna publicada en la página de Educación de El Mercurio, domingo 26 de septiembrte 2010.
El bicentenario de la educación
Al celebrarse doscientos años de vida independiente, la educación debió ser un foco principal de las conmemoraciones y el análisis. No lo fue, lamentablemente. En efecto, hay mucho que aprender del pasado.
José Joaquín Brunner, El Mercurio, 26.09.2010
A lo largo de la mayor parte de nuestra historia republicana, el sistema educacional se construyó y desarrolló bajo una regla de exclusión social. Durante las fiestas del Centenario, por ejemplo, la mayoría de los niños y jóvenes no asistían a la escuela. Los que sí lo hacían apenas cursaban dos o tres años antes de abandonar las aulas. Sólo un pequeño grupo completaba el ciclo secundario. La educación superior casi no existía; en el país, menos de dos mil alumnos cursaban estudios de este nivel mientras aplaudíamos los primeros cien años de la República.
Según denunció don Darío Salas, dos de cada tres jóvenes en edad escolar crecen sin recibir instrucción alguna, vegetan en ocupaciones sin futuro, se agostan en la miseria material y se pudren en la peor de las miserias, la miseria moral.
La educación primaria pudo universalizarse recién en la década de 1960; la educación secundaria, al comenzar el presente siglo. El nivel terciario se mantuvo exclusivo y excluyente -típicamente una formación de y para las élites-, hasta mediados de los años 1980.
A pesar de tan pobres antecedentes, aspiramos a parecernos -en educación y cultura- a los países nórdicos, a Francia o a Alemania. ¡Ay de nosotros!: la Prusia del viejo Federico II era más educada a fines del siglo XVIII que el Chile semimoderno de mediados del siglo XX.
De hecho, el propio Estado, a través de erradas políticas, segmentó tempranamente el sistema público de enseñanza, volviendo inviable una educación común de similar calidad para todos. Distinguió liceos de excelencia -igual como lo hace el actual gobierno- y les adosó unas preparatorias selectivas y de mejor calidad que la escuela común, la que debió limitarse a atender a los niños de familias pobres.
La idea de que la educación desempeñó en Chile alguna vez una poderosa función de integración o cohesión social es un mito de clase ilustrada, la única que hasta los años 60 del pasado siglo se benefició de una educación de mejor nivel. Por su lado, la mayoría de la gente acomodada comenzó temprano a formar a sus hijos en un circuito de educación pagada y segregada del resto del sistema, según observó Amanda Labarca a inicios de los años 1930: “Gran parte del elemento de la alta burguesía dejó de frecuentar los liceos, ora por consideraciones religiosas, por ese afán exclusivista y aristocratizante a que responden los colegios particulares a la moda, ora porque los enemigos del estado docente no han perdido ocasión para exponer al público sus debilidades, defectos y miserias”.
En verdad, el estado docente -contrario a la retórica oficialmente aceptada- fue siempre sólo una parte del sistema educacional chileno, el cual desde su origen se constituyó con una fisonomía mixta, segmentando los canales de escolarización según clases sociales y grupos de estatus.
Luego, si hubiésemos observado la historia educacional de la nación desde el promontorio del Bicentenario, quizá habríamos adquirido un sentido más realista de las enormes dificultades que enfrenta hoy este sistema para transformarse en un auténtico canal de movilidad social, dejando atrás su adscripción clasista y la regla educar para dividir.
En cambio, al haber desperdiciado esta oportunidad es probable que continuemos confundidos por los mitos del pasado, pensando que la educación ha sido una fortaleza de la República y no un motivo de sus divisiones, rezagos y dificultades para establecerse plenamente en la modernidad.
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