Columna publicada en la sección educación del Diario El Mercurio, 27 junio 2010
¿Un semáforo para el tránsito educacional?
Esta forma de entregar información acerca del rendimiento de los colegios confunde a los padres y estigmatiza a los establecimientos que atienden a la población vulnerable.
José Joaquín Brunner
La presentación de los resultados Simce en tres colores (rojo, amarillo y verde), según el puntaje promedio obtenido por colegios situados (respectivamente) por debajo, en torno a o por sobre el promedio nacional en esa prueba, se convirtió rápidamente en un fiasco para el gobierno.
Las críticas, certeras y no respondidas, abundaron. Efectivamente, esta forma de entregar información relativa al rendimiento de los colegios, sin corregir por el origen sociofamiliar de sus alumnos, confunde a los padres y estigmatiza a los establecimientos que atienden a la población vulnerable. Al no indicar el valor agregado por cada uno, los colores terminan reflejando, sin más, la composición social del alumnado.
Los estudiantes de colegios rojos son marcados y puestos contra la pared, mientras que los verdes se concentran en las comunas ricas. Y respecto de las escuelas amarillas, ¿cómo saber si van en ascenso o en descenso? Imposible, pues el semáforo del Mineduc sólo registra un instante en el tiempo, cuando es bien conocida la volatilidad de los puntajes Simce.
Lo que torna más negativo este invento es que sobre la base de esta información precaria y equivocadamente presentada, el gobierno invita a los padres a elegir el colegio de sus hijos.
¿Y qué alternativa les ofrece a las familias cuyos hijos concurren a un establecimiento rojo? En las comunas con un rendimiento escolar promedio bajo; es decir, las de menores recursos, las opciones son otros tantos colegios del mismo color o unos pocos amarillos que, quizá, el próximo año aparezcan en rojo.
La idea misma de que los niños deberían ser trasladados continuamente de colegio, al ritmo de los colores de un semáforo que indica su calidad (social) es, en realidad, una pesadilla.
Nace de una equivocada concepción de la educación como una experiencia leve que se toma o se deja, igual como se cambia de canal de televisión. No se repara en que la formación escolar es algo completamente distinto: un prolongado proceso de socialización y aprendizaje cultural con el cual las familias y los alumnos se comprometen, crean lazos de identidad y comunidad y, por este concepto, se adhieren y comparten un mundo de vida.
En cambio, nadie imagina el colegio como una estación de servicio, la que sería fácil de sustituir y cuya medida de calidad podría reducirse, quizá, a una simple cartilla de tres colores y al enunciado de los precios.
En fin, el semáforo como aparato de señales lumínicas para regular el tránsito educativo de las familias y sus hijos dentro de la ciudad, desplazándose fugazmente de una escuela a otra (como podría elegirse entre sucesivas estaciones de servicio), es una propuesta fallida.
Un panorama escolar así de fluido y optativo requeriría de una abundancia de colegios de calidad, un sistema sin segmentación social ni heterogeneidad comunal; establecimientos sin sesgos de composición social, abiertos universalmente, sin selección y con una subvención de tal magnitud que cada uno pudiera elegir a su gusto.
Nada de esto ocurre en Chile. Por eso mismo, aquí lo importante es aumentar las capacidades del sistema (más jardines infantiles, mejores profesores y directores líderes, mayor subsidio, un Mineduc sólido y modernizado) y no crear la ilusión de múltiples opciones que, en verdad, son opciones entre alternativas mal informadas y similarmente insatisfactorias.
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