Resumen al correr de la pluma de mi intervención verbal con ocasión del debate sostenido en la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales del Instituto de Chile, el día 1 de diciembre de 2009.
Frente a la amplitud del tema que se nos ha presentado hoy, me propongo formular dos asuntos que me interesan a mí personalmente –uno en torno al eje económico-social de la relación entre modos de producción, ética y religión; el otro en torno al eje político de la relación entre democracia, pluralismo de valores y los dioses– para concluir luego con una aplicación de estos asuntos a un sector específico de la vida social, cual es, ¡cómo no!, la educación.
A lo primero, entonces. Según la clásica tesis de Max Weber, luego desarrollada por diversos autores, subyace al capitalismo en sus orígenes una determinada ética intramundana que a su turno se funda en las religiones austeras como el protestantismo y el calvinismo. Luego, ya en la segunda mitad del siglo XX, Daniel Bell, el famoso sociólogo americano que anunció el fin de las ideologías y la emergencia de la sociedad postindustrial, en un hermoso libro titulado “Las Contradicciones Culturales del Capitalismo”, señala que las bases éticas del capitalismo estudiadas por Weber han sido corroídas por la modernidad, por el consumo de masas y por la difusión de las tarjetas de crédito o dinero plástico. Utiliza esta última metáfora –varias décadas antes que Tomás Moulian en Chile– para mostrar como los valores originales del capitalismo –en este caso, la postergación de las satisfacciones y una fuerte sublimación del deseo– han desaparecido y dado paso al consumismo y a un cierto desorden de la libido. Se ha impuesto el principio del placer sobre el de la realidad. La pregunta que cabe formularse ahora, por consiguiente, es si acaso el capitalismo global necesitará, para su funcionamiento, de alguna base ético-religiosa y de dónde ésta podría venir. ¿O será que le bastaría ahora con una ética universal al estilo Naciones Unidas, desafiliada de cualquier vínculo religioso? ¿O bien no necesita ética alguna pues el propio modo de producción, en su organización y procedimientos, provee los mecanismos disciplinarios y las motivaciones suficientes para mantenerlo en funciones?
En seguida, en torno al eje de la política, me formulo la pregunta de Isahia Berlin, cual es, la del pluralismo radical de las sociedades capitalistas-democráticas contemporáneas. En ella conviven, en efecto, grupos que prestan su devoción a muy distintos valores y dioses, incomensurables entre sí, pero que están llamados a colaborar y a respetarse. ¿Cómo puede entonces la democracia crear un espacio de ética pública donde se cultiven en común cierto valores (republicanos, constitucionales, de derechos humanos, etc.), cuando en la esfera privada cada uno adora a sus propios dioses y elige (¡cuando no contrata en el mercado!) sus propios valores? ¿Qué orden moral es posible en una democracia liberal a partir de estas mil flores valóricas que florecen en la vida de la sociedad?
Por último, aplico los argumentos anteriores a la educación pública donde, desde Durkheim en adelante, algunos pensadores y políticos se vienen algunos formulando la pregunta: ¿y qué hacer ahora que se ha expulsado a Dios de las salas de clases para mantener un sentido trascendente de la educación y dar una autoridad superior al rol del profesor? Recordarán ustedes que tales fueron las preguntas que se hizo el gran sociólogo francés, partidario acérrimo de la educación laica. Mas él se percataba que el vacío dejado por la partida de dios de las escuelas necesitaba ser llenado si acaso se quería mantener una educación con sentido de trascendencia. E inventó entonces su solución, que luego repitieron al pie de la letra nuestros laicos como Valentín Letelier y Galdámez. Cual es, que en vez de dios había que tener un sustituto de dios en los colegios, que Durkheim postula debía ser la conciencia colectiva de la sociedad, esa entidad mítica y sobrecogedora ante la cual los alumnos y profesores debían doblegarse como frente a un dios y su religión. Me pregunto si acaso no será el fracaso de tal solución durkheimiana, producto de las condiciones antes descritas en torno a los ejes del capitalismo y la democracia que impiden o vuelven ilusoria la aparición de una “conciencia colectiva”, el que causa, en el fondo, la crisis de nuestra educación pública-municipal-laica. ¿Por qué estos colegios pierden una cuota importante de sus alumnos de año en año? ¿Acaso alguien cree en serio que se debe a un racional balance que hacen los padres de la calidad comparativa de los colegios medida por los puntajes del SIMCE? Mi hipótesis es muy distinta. Pienso que eligen llevar a sus hijos a colegios privados subvencionados porque creen (con o sin fundamento, ¡esa no es la cuestión!) que allí encontrarán un ambiente formativo más seguro, estable, dotado de valores (ojalá religiosos, creo que piensan ellos), ambiente que los colegios público-municipales no pueden cultivar ni transmitir pues es contradictorio con el pluralismo ambiente y con el secularismo estatal. Pienso, en suma, que los padres creen que sus hijos estarían mejor protegidos de los vaivenes de la vida posmoderna, de las incertidumbres, de la violencia y la droga, del desarraigo respecto de todo significado trascendente si acaso asisten a un colegio que es libre de asumir compromisos con valores, incluso religiosos. Es decir, aspiran a educar a sus hijos en una esfera privada donde haya elección entre opciones valóricas, tanto como (probablemente) aspiran a un espacio público donde todas las opciones de valores en la vida privada sean respetadas en el mosaico democrático.
Ministro Educación sobre educación superior
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