Columna de opinión publicada en El Mecurio, 8 febrero 2009
Estado, dinero y universidades
Se ha instalado en el centro de la academia la pugna más real de todas: aquella sobre la repartición del presupuesto público.
JOSÉ JOAQUÍN BRUNNER
El Mercurio, sección Educación, 8 febrero 2009
Desde hace un tiempo, el sector universitario atraviesa una zona de turbulencia. La academia, que suele ocultar sus querellas detrás de un tupido velo, se halla envuelta en una polémica pública. Por primera vez las máximas autoridades salen a sostener sus posiciones en el foro y los intereses corporativos chocan con sordo ruido. En juego está la repartición del dinero fiscal destinado a la educación superior y las modalidades de su asignación.
Las universidades estatales reclaman para sí un trato preferente y que una porción de sus ingresos sea garantizada por ley. Al interior del Consejo de Rectores (CRUCH), que amenaza con partirse por la mitad, las universidades privadas tradicionales -confesionales y laicas- reclaman por sus fueros y exigen igualdad de trato. A su vez, las nuevas instituciones privadas (post 1981) -que proveen 63% de las oportunidades de estudio superiores, pero no cuentan con ningún aporte directo del Estado- reclaman su derecho a ser escuchadas y a no ser excluidas del mecenazgo público.
Alrededor del tema pecuniario se entreteje otra serie de tópicos relativos a la misión de las instituciones, su pluralismo interno, su eficiencia e impacto, los fines altruistas y el lucro, la segmentación elitista y la provisión masiva, y la medida en que diferentes instituciones sirven el bien público o se sirven de él.
En la actualidad, la asignación de recursos fiscales a la educación superior -de suyo escasos- ha perdido racionalidad tornándose permeable a presiones corporativas y propenso a discriminaciones arbitrarias. Así, por ejemplo, se reparte a algunas universidades un aporte fiscal directo sin más justificación que la inercia histórica. Su distribución tampoco responde a ningún criterio sólido, de modo que expresado como gasto por alumno varía incoherentemente entre las universidades pertenecientes al CRUCH.
A continuación, los recursos dedicados a becas y créditos estudiantiles discriminan entre alumnos con necesidades y méritos similares, como si en Chile los jóvenes pertenecieran a castas dotadas -o bien destituidas- de privilegios.
Últimamente, el Gobierno ha ampliado, además, las asignaciones categoriales; aquellas otorgadas con el propósito de favorecer a una categoría determinada de universidades, como ocurre con algunas facultades de la Universidad de Chile, beneficio que ha debido extenderse a las demás universidades estatales para evitar así la apariencia de una evidente arbitrariedad.
Algo similar sucede con los subsidios usados para desarrollo institucional, canalizados mediante concursos o convenios de desempeño, instrumentos ambos que excluyen, sin razón válida alguna, a las nuevas universidades privadas sólidamente acreditadas.
En suma, y al margen de legítimas discrepancias sobre tópicos ideológico-culturales, se ha instalado en el centro de la academia la pugna más real de todas; aquella sobre la repartición del presupuesto público. Lo importante es que tal distribución se sujete al test más exigente: si acaso el subsidio estatal sirve al bienestar social o es capturado por, y termina confundido con, los intereses corporativos de un grupo de instituciones en desmedro de las demás.
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