Ahora que está en la agenda de nuestro debate público universitario la creación de colleges como un medio para formar a las futuras elites en una cultura de artes liberales, reproduzco más abajo dos columnas publicadas hace más de un año sobre este asunto.
Agenda de prensa
Pontificia Universidad Católica de Chile implementa vía complementaria de admisión , Universia, 11 octubre 2008
Sistema de college, Lucía Santa Cruz, Decana Facultad de Artes Liberales, Universidad Adolfo Ibáñez, El Mercurio, 11 octubre 2008
Licenciaturas de la U. Católica , El Mercurio, 10 octubre 2008
U. Adolfo Ibáñez polemiza con UC por debut en Chile de colleges , La Tercera, 10 octubre 2008
Educación liberal
José Joaquín Brunner
7 enero 2007
El debate en curso sobre la formación universitaria -sus objetivos y fundamentos, competencias a desarrollar, métodos pedagógicos a emplear, duración de los estudios, etc.- tiene una dilatada historia. De hecho, las universidades surgen en el siglo XII con el propósito de dar una nueva base intelectual a la formación avanzada o superior. Desde el punto de vista del método, ella debía conjugar razonamiento y discusión; se debate una cuestión que, a través de la disputatio, debe llevar a una conclusión verdadera. En cuanto a los contenidos curriculares, la universidad medieval busca recuperar la tradición clásica de las septem artes liberales, que hunde sus raíces en la filosofía griega y en la cultura de los oradores latinos, desde Cicerón hasta Quintiliano. Sin embargo, los estudios más cuidadosos (Kimball, Cobban, Pedersen) datan la emergencia del ideal normativo de la educación general o liberal, basada en las siete artes del trivium (gramática, dialéctica, retórica) y del quadrivium (matemática, geometría, astronomía y música), hacia la primera parte del siglo V, con Marciano Capella. De allí será luego adoptado por las primeras universidades en París, Salerno, Bolonia, Oxford y Cambridge.
¿En qué consiste este ideal? Ante todo, en el empeño por formar una elite compuesta de ciudadanos capaces de conducir, mediante su saber y expresión, la vida pública de la sociedad. Para ello debía ofrecer no sólo conocimiento e información sino, además, un código de conducta, basado en los textos clásicos y su inspiración moral. “Educamos al perfecto orador”, escribió Quintiliano, “quien debe ser un hombre bueno. Requerimos de él no sólo un talento excepcional para comunicarse sino, además, todas las virtudes del alma”. Naturalmente, las primeras universidades tuvieron que cristianizar este ideal (en esencia propio de la cultura pagana grecolatina), tarea iniciada tempranamente por Casiodoro, Gregorio de Tours e Isidoro, obispo de Sevilla.
En este contexto, el estudiante ingresaba a la universidad a los 14 o 15 años para cursar durante 3 a 5 años su bachillerato, atendiendo las lecciones de sus maestros sobre los libros y tópicos prescritos por las artes. Tras una secuencia de debates, que servía de examen final, el alumno recibía, junto con su toga, el título de baccalaurius. A partir de ese momento podía continuar sus estudios, por 1 a 3 años adicionales, hasta recibir la licentia que lo habilitaba para desempeñarse como maestro de artes. Sólo después venían los estudios especializados: teología, derecho canónico o civil y medicina.
¿Qué nos queda de esta rica tradición? Muy poco, si acaso algo. La formación general ha sido sustituida por una estrecha preparación profesional. El paradigma del buen uso del lenguaje -el del trivium- ha dado paso a las presentaciones power point, las pruebas de respuesta múltiple y los tests de contestación corta. Los manuales técnicos y las búsquedas en Internet han reemplazado los libros de inspiración moral. La formación del ciudadano activo en la res-publica se convierte ahora en instrucción para variadas ocupaciones prácticas. El propósito de modelar a las elites casi ha desaparecido del vocabulario de las universidades, o apenas se nombra por temor a herir la sensibilidad democrática de las sociedades de masas.
La pregunta entonces es: ¿qué hemos perdido y qué ganamos? Y, más al fondo: ¿es posible aún, y bajo qué condiciones, una auténtica educación liberal en las sociedades contemporáneas? Las respuestas deberán esperar hasta la próxima columna.
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Educación liberal II
José Joaquín Brunner
18 febrero 2007
En su origen, la idea de una educación liberal se halla indisolublemente unida al ideal de personas libres y con tiempo para estudiar. En esencia se trata pues del ideal de una educación no-utilitaria, donde la libertad humana es el fin de la educación y la educación el medio de esa libertad. Una educación sustentada en los más altos ideales de una cultura, al mismo tiempo que en sus más valiosas tradiciones; dirigida a entrenar una élite gobernante de ciudadanos activos; empeñada en dar una formación general que un autor ha resumido como de filósofos y oradores. Las artes liberales así entendidas habrían sido el paradigma de la educación ateniense, en estrecha conexión con el código de valores y la visión de mundo de la aristocracia jónica. Luego, a lo largo de la historia, en diferentes épocas, este ideal mantiene su impronta; tanto el modelo de una formación virtuosa como su sustento material en una clase social en situación de ocio gracias al trabajo de las clases serviles.
Ahora que en Chile se proclama este ideal, conviene preguntarse si existen las condiciones para llevarlo a la práctica. Por lo pronto, no parece realista imaginar que un sistema masivo de educación superior como el chileno pudiera -en el conjunto de sus instituciones– asumir este ideal y acometerlo como su tarea. No hay los alumnos con libertad y tiempo para estudiar ni puede la sociedad reservar este privilegio sólo para los hijos de una clase social. Al contrario, nuestro sistema de educación superior está diseñado como un canal de movilidad; este es un dispositivo de acceso y certificación; un medio para el progreso material y humano; una fase preparatoria al desempeño de ocupaciones en el mercado laboral. Su impronta y su ideología son democráticas y no aristocráticas.
¿Qué posibilidad tienen, en cambio, las universidades formadoras de élites de regirse por el ideal normativo de la educación liberal? Cuentan sus alumnos con el tiempo y los recursos suficientes, pero las instituciones, ¿reúnen ellas también las condiciones necesarias para abordar esta función? Aquí conviene recordar el lapidario diagnóstico de Ernest Boyer sobre la educación de pregrado en los Estados Unidos. Hay pocos académicos, decía él, que manifiesten alguna convicción respecto de lo que todos los alumnos deberían aprender. El currículo carece de unidad y coherencia. No hay claridad de objetivos. Tradicionalistas e innovadores compiten por autoridad e influencia. Y la propia fragmentación de las facultades y escuelas dificulta ofrecer un programa de formación general. ¿Acaso no ocurre algo parecido en Chile? Pero hay más. Hoy día la formación de mujeres y hombres libres necesitaría acoger el principio del pluralismo de los valores, exigencia que corre a contracorriente del paradigma de un único y monolítico código de valores, sea de una clase social, una ideología política o una creencia religiosa. En seguida, las élites deberían formarse en las virtudes de la esfera pública y no sólo en las disciplinas y normas del mundo privado. ¿Están nuestra universidades formadoras de dirigentes en condiciones de pasar estos tests?
En fin, antes de asumir un ideal educacional que resulta impracticable para la mayoría de las instituciones, y que las demás sólo podrían asumir dejando atrás sus limitaciones académicas y culturales, parece imprescindible reflexionar sobre el estado actual de nuestra educación superior.
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