Texto que transcribe mi intervención en el Conferencia Panamericana de Crédito Educativo, realizada en la ciudad de Lima, Perú, los días 22 y 23 marzo 2007. El texto será incluido en un libro de próxima publicación que reune los materiales de la Conferencia. Puede leerse completo más abajo.
Además puede pincharse aquí 28 KB
La presentación a la que se alude en el texto se encuentra aquí.
Más sobre la Conferencia Panamericana
El crédito estudiantil como instrumento de cambio en la educación superior
Intervención de José Joaquín Brunner (Texto levemente editado de una grabación).
Santiago de Chile, 18 septiembre 2007
Muy buenas tardes.
Debo hacer una confesión: después de ver el éxito que tuvo ayer Jamil Salmi con su presentación, y lo fácil que le había resultado basarla prácticamente toda ella en la sencilla visita a una clarividente, pensé que, en realidad, éste debía ser el método a seguir. Pedí pues a Salmi que me facilitara la dirección de la clarividente. Él fue muy generoso y me la dio. De modo que ayer fui al Callao y le hice a su clarividente una pregunta un poco más específica respecto del futuro. Le pregunté, ¿cuál prevé usted es el futuro de las universidades y, además, el de nuestro tema, el del crédito estudiantil, en nuestra América Latina?
La verdad es que ella se sintió muy incómoda, nuestra adivina, y empezó a titubear, y me dijo: ”…mire usted, en verdad, en América Latina hay dificultades, está confuso el panorama, yo no tengo mucho que decir, todo esto es muy difícil…”. Luego se puso a hablar como hablamos nosotros los sociólogos, en unos términos así: “…en realidad, el futuro es un campo de posibilidades…son opciones abiertas… mucho depende de las decisiones que los actores tomen hoy día”. En fin, vaguedades.
Me fui de ahí pues completamente frustrado. Me di cuenta que iba a tener que trabajar y pensar por mi cuenta sobre cómo presentar el tema, ya que no tendría el enorme privilegio de Jamil Salmi de poder basar mi presentación en algún tipo de proyección del futuro.
Más bien, entonces, tendré que partir por la pregunta sobre cuál es el contexto en que nosotros—en medio de este panorama un tanto confuso e incierto respecto a nuestro futuro—necesitamos pensar y discutir el tema del crédito estudiantil.
Y llegó a la conclusión de que necesitamos hacerlo—y creo que en esto vamos a estar rápidamente de acuerdo—dentro del contexto de una estrategia mayor de reforma de la educación superior en América Latina. ¿Por qué? Porque al final del día, una vez que todo se ha dicho, sabemos que nuestros países enfrentan todos un conjunto de problemas bien similares que reclaman cambios profundos de los sistemas de educación superior. Aquí me voy a referir a algunas de las razones que justifican esta afirmación.
Enfrentamos en común problemas de equidad en el acceso, problemas de eficiencia interna en nuestras universidades y sistemas, problemas de calidad y pertinencia de lo que estamos haciendo, problemas de competitividad e innovación de nuestros países y, ciertamente, problemas de financiamiento de la educación superior. Permítanme referirme brevemente a algunos de estos problemas, sin entrar a un análisis pormenorizado de los gráficos porque luego serán distribuidos y cada uno los puede mirar con detención.
Como ya se ha dicho aquí, y para partir por un lado, tenemos un problema serio de eficiencia interna en nuestros sistemas de educación superior, que se expresa en abandono y deserción temprana de una gran cantidad de estudiantes. Hay diferencias entre países, naturalmente, y para algunos tenemos más información que para otros. Pero este tema nos concierne a todos y es crucial. Ayer se mostraron acá algunas valorizaciones monetarias de lo que significa la deserción. Son impresionantes. Pero, en realidad, es solo un parte del problema. La otra parte, la más importante, es simplemente la enorme pérdida de talento humano que ocurre cada vez que un estudiante, que con dificultad llega a ingresar a la educación superior, la abandona un año o dos años más tarde. Ustedes deben conocer los pocos estudios que a este respecto hay en cada uno de nuestros países. Los más cuidadosos miran cohortes que ingresan y cuántos alumnos de cada cohorte se gradúan. Sabemos que en general hay unas tasas de deserción altísimas, sobre todo en varias áreas del conocimiento donde justamente se reúne la mayor parte de la matrícula de América Latina. Éstas son, precisamente, las áreas más vulnerables al abandono y la deserción.
Enseguida, tenemos problemas de equidad de nuevo tipo. Una gráfica similar a la mía fue mostrada ayer, tratando de representar cómo en distintos sistemas se compone la matrícula estudiantil por quintiles de ingreso. En realidad, la masificación ha aumentado las oportunidades de acceso en todos los países. Y la masificación rápida que han experimentado varios países, entre otros Perú por ejemplo, pero también Bolivia, Chile, Venezuela y algunos países de Centro América, ha hecho que hoy día exista una base de sustentación de la matrícula que está más difundida entre los distintos sectores o estamentos de la sociedad. Sin embargo, si uno ahora mira más de cerca los fenómenos que están ocurriendo con la distribución de la matrícula, uno ve que hay unas maneras más sutiles, pero tan perversas de estratificación como las que teníamos antes.
Por ejemplo, las universidades públicas de calidad, o facultades y escuelas de universidades públicas de calidad en América Latina, tienden a atraer a sus alumnos de las zonas más selectivas. Es decir, tienden a atraer y reclutar a los alumnos provenientes de los hogares de mayores ingresos, los que entonces van “gratuitamente” a la universidad. En verdad, van allí “gratuitamente” desde el punto de vista de su propio bolsillo y el de su familia pero, claro, el resto de la sociedad, incluso aquellos padres cuyos hijos no ingresan a este tipo de universidad de calidad, son los que terminan financiando –a través del sistema impositivo– la formación “gratuita” entre comillas de estos otros estudiantes privilegiados. Es sin duda un fenómeno de manifiesta inequidad.
Otro fenómeno preocupante, que ya se observa en varios países de América Latina, es que una parte importante de los alumnos de recursos modestos—a veces se dice clase media baja, pero es mucho más complejo que esto–, es decir, alumnos provenientes de familias que tienen reales dificultades para financiar la educación superior de sus hijos, no tienen otra opción que inscribirse en universidades e instituciones no universitarias de carácter privado. Por lo mismo, deben pagar allí aranceles, que suelen ser costosos, en circunstancias que los países no disponen de sistemas de ayuda y apoyo para ellos. De modo que el Estado no sólo favorece a los hijos de las clases pudientes sino que, además, deja al desnudo a los alumnos de menores ingresos que debe formarse en instituciones privadas. Por eso digo: tenemos nuevas formas de expresar las viejas desigualdades de nuestras sociedades.
Hay también problemas de calidad y pertinencia que, en parte, se ven agravados por la masificación del acceso a la educación superior. Sabemos que los estudiantes que hoy provienen de la educación secundaria, la cual en varios de nuestros países prácticamente se ha universalizado, ingresan a la educación terciaria con grandes debilidades formativas, acumuladas a lo largo de su trayectoria escolar.
Basta mirar los resultados del examen PISA, tomado a jóvenes adolescentes, mujeres y hombres de 15 años, en México, Brasil, Perú, Chile y, ahora último también, en Uruguay, para saber que nuestros estudiantes han adquirido competencias de manejo de información, de lectura de textos y comprensión de textos, competencias numéricas y competencias en el área de la argumentación y del razonamiento científico, que son clarísimamente inferiores a las de los países de la OECD. Con los resultados del PISA sabemos a esta altura que incluso muchos de los alumnos que obtienen los más altos puntajes en esto tipo de pruebas, provenientes en general de colegios caros y bien financiados, están ubicados por debajo de la media de los alumnos de países como Canadá, Finlandia, Corea, Bélgica, etc. Luego, tenemos aquí un problema. Hemos democratizado el acceso pero no los medios para asegurar a todos por igual una educación de calidad.
En efecto, sabemos que últimamente están ingresando a la educación superior, alumnos que provienen de hogares con una baja dotación de capital cultural. Después, a lo largo de su trayectoria escolar durante 12 años, estos alumnos nada más que reproducen esa baja dotación de capital cultural inicial, debido a la baja calidad de las escuelas y liceos a los que asisten. Son estos, precisamente, los estudiantes que hoy día crecientemente –a medida que aumentan las oportunidades de acceso – están llegando a la educación superior. Tenemos pues ahora desafíos de calidad y pertinencia que son completamente distintos de aquellos que teníamos hace 15 ó 20 años en la región. Son, paradojalmente, desafíos nacidos del éxito de la masificación.
Nuestros países tienen una competitividad mediocre. Ahí en la pantalla hay un gráfico que muestra como la mayor parte de nuestros países –medidos por los indicadores que hoy se usan en términos de competitividad internacional—se hallan por debajo de la media del mundo. Esto significa que la brecha con los países del sudeste asiático, y la brecha con los países desarrollados de la OECD, no es que se mantenga sino que está aumentando en el tiempo. En vez de acercarnos al desarrollo, nos alejamos de los desarrollados. Significa que la competitividad de nuestros países se está quedando atrás. Y que esta región se halla efectivamente en riesgo de quedar al margen de la historia, no a la manera del continente más pobre o la región más pobre –que no somos– pero sí a la manera de una región que cíclicamente hace unos avances para luego entrar en crisis, perder el rumbo y no poder sostener su estabilidad política, al mismo tiempo que mantiene, en cambio, una estructura de enormes desigualdades. Es decir, nosotros tenemos en el campo de la competitividad en general, y particularmente en el plano de la innovación, que toca tan de cerca las universidades, unas graves insuficiencias. A medida que nos acercamos a la economía basada en conocimientos y la sociedad de la información, estas insuficiencias se vuelven más aparentes.
Finalmente, es claro, tenemos problemas de financiamiento, independientemente de que algunos países, y Chile es un buen ejemplo de ello, logren altos niveles de inversión en educación superior –en relación al producto del país–, incluso por encima del promedio de gasto de los países de la OECD. Sin embargo, cuando uno descompone el gasto, y quizá con la sola excepción de las universidades públicas de Brasil, descubre que el gasto por alumno, que es lo que interesa (porque muestra el esfuerzo del país)se halla muy por debajo del gasto por alumno de los países del área de la OECD. Bien sabemos que esto se refleja en los malos salarios de los profesores y los investigadores; es decir, el factor humano que a la postre es el más importante, supongo yo, para la calidad de la educación que se ofrece. En suma, tenemos también un problema severo de financiamiento de la educación superior que impacta sobre su calidad, su pertinencia y so solidez; en particular, sobre su propio capital humano. ¡Qué paradoja! La institución llamada a formar el capital humano más avanzado de la sociedad tiene ella, en su seno, un problema de capital humano…
Dicho todo esto, uno puede decir que, idealmente, el instrumento del crédito estudiantil tiende a, o tiene el potencial de, atacar y responder específica y directamente a los problemas de equidad en el acceso, a los problemas de eficiencia interna, a los problemas de financiamiento e, indirectamente, puede tener también un efecto positivo sobre la calidad y la pertinencia de la formación que se ofrece y sobre la competitividad que puedan ir adquiriendo nuestros países a propósito del aporte de la educación superior.
Pero, repito, todo esto es nada más que idealmente, potencialmente, posible. En cambio, para volverse realidad el ideal, tendríamos que ser capaces de usar este instrumento del crédito dentro de una estrategia global de transformación y cambio de nuestra educación superior. Y, para ello, necesitaríamos abordar desde ya ciertos temas que muchas veces resulta difícil abordar entre nosotros, pues se hallan protegidos por una especie de tabú.
Tal vez uno de los temas más prohibidos sea el del arancelamiento de nuestra educación superior. Déjenme decirles que a mi me parece completamente imposible que sigamos esquivando el problema del arancelamiento, vistas las inequidades de nuestros sistemas y visto cómo la “gratuidad” de las mejores universidades públicas está siendo aprovechada preferentemente por jóvenes del quintil de más alto ingresos. Yo sé que este es un asunto “políticamente incorrecto de plantear” aquí en Macondo, donde imaginamos a veces que el realismo mágico nos pude salvar. No nos salvará. Tampoco lo hará el arancelar las universidades. Pero, de hacerlo, daríamos un pequeño paso en favor de la equidad.
El siguiente tema que necesitamos discutir cuando discutimos si acaso introducir esquemas de ayuda estudiantil –créditos y becas– es cómo vincular el crédito estudiantil con los resultados de los procesos de evaluación y acreditación que se están empezando a implementar en casi todos los países de la región, de modo que sólo sean elegibles para recibir a alumnos con crédito del Estado aquellas instituciones que han dado muestras de solidez y de cumplir con estándares mínimos de calidad. Hacer este vínculo es imprescindible si queremos que el instrumento del crédito sirva, al mismo tiempo, para el mejoramiento de la calidad de nuestras universidades. No quisiera exagerar: pero pocos incentivos hay más poderosos que el de la recompensa material.
Tenemos que discutir enseguida el tema de las reformas curriculares y de la pertinencia. Escucho permanentemente acá y en otros países, en el mío y en otros de América Latina, decir que tenemos un enorme problema de exceso de profesionales o de técnicos en ciertas áreas, que hay áreas sobresaturadas, como si éste fuera en realidad el problema central. En parte este problema –cuando existe– es producto de la rígida estructura curricular y de la arquitectura de grados y títulos que tenemos en América Latina.
Escucho decir que, entonces, la solución sería que nos plegásemos a las directrices de la Declaración de Bolonia, y tratásemos de hacer lo que están haciendo los europeos. Idealmente esto aparece, por qué no, como una gran solución. Pero es una solución completamente ajena a la realidad de nuestra propia educación superior, a la estructura de nuestro sistema, a la forma de operar de nuestras instituciones. Desde luego, ningún ministerio de educación latinoamericano tiene las facultades de conducción y coordinación de sus sistemas de educación terciaria que habitual en el Viejo Mundo. Igual, tenemos que enfrentar el problema. Con Bolonia, sin Bolonia, tenemos un serio problema curricular, de estructura, de arquitectura de los grados y títulos, de rigidez de las carreras, de duración de los programas, todo lo cual contribuye por un lado a la alta deserción y, por el otro, tiene impacto sobre el costo de la educación superior en unos países que tienen escasos recursos para financiarla. De modo que éste es otro ingrediente que debe formar parte de una estrategia global dentro de la cual los créditos podrían materializar su potencial. Nada sacaríamos, en cambio, con otorgar créditos a los estudiantes en una situación donde no se solucionan los problemas más estructurales de la educación superior.
También necesitamos poner mayor atención en la calidad de los insumos; de los profesores en particular. Se ha vuelto una moda entre nosotros hablar de la creación de “universidades de clase mundial” en América Latina. Y uno piensa: con sueldos de 800, 900 dólares por mes, ¿acaso pretendemos seriamente crear universidades de clase mundial? ¿Pretendemos competir realmente en la frontera con universidades que están pagando 10 mil dólares por mes a sus investigadores, o incluso más para poder atraerlos de un país a otro, de un continente a otro continente? Seamos francos: aquí hay algo que no calza entre la retórica que solemos emplear –nuestros buenos deseos– y la realidad con que opera la política pública y en que actúan las propias instituciones.
Es cierto: tenemos que enfrentar el problema del financiamiento universitario y diversificar sus fuentes de ingreso. Está claro que por mucho esfuerzo que haga el Estado –y lo ha estado haciendo, por ejemplo en el caso de Argentina—al final la caja fiscal es limitada y no puede mantener un alto y sostenido ritmo de expansión. El puro presupuesto público no va a poder financiar una educación superior de calidad y unas universidades más avanzadas en términos de investigación e innovación. Es imprescindible pues incorporar otras fuentes de ingreso: del sector privado, los propios estudiantes, las familias, a través del pago de aranceles, la venta de servicios, contratos con empresas, donaciones de los graduados, etc. En fin, hay que buscar una ampliación y diversificación de la estructura de financiamiento de la educación superior si queremos que estos programas de crédito jueguen su rol dentro de una estrategia más global de reforma.
Por último, otro tema tabú entre nosotros pero que es urgente abordar –y solemos hacerlo en privado pero sin enfrentarlo públicamente– es el tema del gobierno y la gestión de nuestras universidades, tanto públicas como privadas.
Hemos ingresado al siglo XXI con unos esquemas de gobierno y gestión heredados de de la ya lejana reforma de Córdoba de 1918. Bajo este esquema, gran parte de las universidades públicas tiende a estar paralizada por unos mecanismos que son una suerte –así como se habla de la tormenta perfecta– de veto perfecto. Córdoba nos tiene bloqueados. Donde voy me dicen que en la universidad pública no hay una sola pieza que un nuevo rector elegido pueda cambiar debido a la enorme cantidad de compromisos que ha debido asumir, primero que nada, para poder llegar al cargo. Pero hay más: el poder de las facultades es tremendamente grande y se halla muy distribuido. Hay la necesidad de establecer una constante negociación con grupos de interés que mantienen capturada a la administración rectorial. Las decisiones son por lo mismo lentas y tardía, justo cuando se supone que las universidades deben amoldarse a unos países que empiezan a actuar con mayor velocidad. En el caso de las universidades privadas predominan también gobiernos débiles porque muchas veces –no digo que siempre, pero sí frecuentemente– lo que allí se llama gobierno es simplemente la designación por el principal, que es el dueño, de unos agentes que luego actúan bastante verticalmente, sin ninguna participación real de los académicos en las decisiones académicas relevantes. Tampoco así se pueden construir instituciones de conocimiento, donde la autoridad del académico, la de su saber, tiene que tener canales de expresión a nivel de la conducción universitaria. De modo que tenemos problemas con el gobierno de las universidades, tanto en el sector público como en el privado, que urge enfrentar si acaso queremos promover cambios dentro de las instituciones.
Dicho todo esto, y en ausencia de la clarividente y su apoyo futurológico, mi conclusión es simple: si queremos sacar todo el provecho que aquí se ha manifestado podrían tener políticas de crédito bien concebidas, necesitamos poner ese instrumento dentro de una estrategia mayor de cambio de nuestra propia educación superior.
Muchas gracias.
0 Comments