Columna publicada en la seeción Artes y Letras del diario El Mercurio, domingo 3 septiembre 2006.
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Centralismo educacional
El centralismo educacional, es decir, la idea de que el Estado a nivel central (gobierno, ministerio) es la instancia óptima para administrar el sistema escolar, descansa entre nosotros en un supuesto radicalmente equivocado. Cual es, que sólo a través de este medio sería posible asegurar una provisión inclusiva e igualitaria de las oportunidades educacionales.
De ser así, ¿cómo entender que en tiempos de doña Amanda Labarca, como ella tan justificadamente denunció, había en Chile todavía un 44% de analfabetos, 250 mil niños al año sin cumplir la ley de asistencia obligatoria, y que de cada 10 niños que ingresaban a la escuela primaria la finalizaba uno? Todo esto, alrededor del año 1935.
Un cuarto de siglo más tarde, y después de 150 años de administración predominantemente estatal de la educación, Jorge Ahumada constataba lapidariamente que el sistema educacional chileno se conservaba todavía tal como había sido concebido cuando el país era una gran comunidad rural. Son sus palabras. En efecto, mientras él las escribía, aún un 20% de los niños era excluido por el sistema de la enseñanza primaria, un 80% de la educación secundaria y un 95% (¡sí!) del nivel superior.
A la luz de tan calamitoso balance, ¿cómo suponer que el Estado central ha sido en Chile un garante y soporte equitativo del derecho a la educación? Más bien, actuó como un distribuidor selectivo de las oportunidades de acceso a la educación, favoreciendo sistemáticamente a los herederos del capital cultural y a unas delgadas capas emergentes de las clases medias.
En seguida, el centralismo educacional supone que la gestión estatal de las escuelas serviría mejor al propósito de suministrar un servicio de mayor calidad y menor costo.
De nuevo, tal supuesto se erige a contracorriente de la evidencia disponible.
Efectivamente, la mayoría de los países líderes educacionales radica hoy la mayor parte de las decisiones relevantes sobre la organización de la enseñanza, la gestión del personal docente y el manejo de recursos, a nivel de las escuelas y las comunas. Tal es el caso de Finlandia, Holanda, Inglaterra, Japón, Nueva Zelanda y Suecia. Incluso en Corea, la mayoría de las decisiones (56% de ellas) son tomadas en estas dos instancias inferiores, un 34% a nivel provincial y sólo un 10% a nivel superior central. Nada más que dos países de la OECD –Grecia y Portugal– adoptan la mayoría de estas decisiones centralizadamente. Y ambos tienen un desempeño inferior al promedio de los demás países de la OECD. Sólo un país líder, Australia, poseía hasta hace poco una estructura centralizada de decisiones, que ahora está desconcentrando y descentralizando rápidamente.
Por último, el centralismo educacional es contrario a dos postulados del ideario democrático contemporáneo: llevar las decisiones lo más próximo posible a las personas y organizaciones que las implementan y evitar a toda costa la concentración del poder en las burocracias metropolitanas.
En suma, si bien pudiera parecer políticamente correcto plegarse hay a la corriente del centralismo educacional, hacerlo sería incurrir en un grueso error. Esta doctrina reposa en un malentendido histórico respecto al rol de equidad del Estado; es contraria a la experiencia internacional reciente y se aparta de los ideales democráticos más avanzados.
Al Estado corresponde un rol completamente diferente en el ámbito educacional, como veremos en una próxima columna.
José Joaquín Brunner
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